So many gods, so many creeds,
so many paths that wind and wind…
E LLA W HEELER W ILCOX
The World’s Need
La Historia tiene dos grandes historias que contar. La primera es la del largo proceso por el que las culturas de los hombres divergieron —cómo se alejaron y crecieron sus diferencias, bajo el signo de la ignorancia o el menosprecio de unas por otras—. La segunda es el tema principal de este libro: una historia relativamente breve y reciente de la convergencia cómo los distintos grupos humanos volvieron a entrar en contacto, intercambiaron rasgos culturales, imitaron formas de vida y se hicieron de nuevo más parecidos unos a otros.
La primera abarca la mayor parte de la Historia, 150.000 años aproximadamente, desde la aparición del Homo sapiens hasta casi el momento actual: la relación de cómo las culturas humanas se formaron, se diferenciaron unas de otras, se separaron y se volvieron cada vez más dispares, hasta alcanzar el punto en que nos hallamos ahora: un mundo lleno de diferencias, en el que el pluralismo, paradójicamente, es el gran valor compartido al que no estamos dispuestos a renunciar. Imaginemos un observador cósmico que contemplara la humanidad desde un lugar remoto en el espacio y en el tiempo, viéndonos con la clase de objetividad que nosotros —inmersos en nuestra propia historia— no podemos lograr. Imaginémonos preguntándole a ella —tal vez sobre la base de mi propia experiencia de la vida doméstica, la omnisciencia y la omnipresencia me parecen cualidades femeninas— cómo caracterizaría la historia de nuestra especie sobre este planeta. Imaginemos su respuesta. Sería breve: unas criaturas tan insignificantes como nosotros, en un rincón tan diminuto del universo, no merecerían muchos comentarios. La observadora cósmica diría sin duda que nuestra historia era, por encima de todo, el proceso de una creciente diversidad.
La segunda historia, que para nosotros es tan importante pero que, sospecho, apenas sería percibida por la observadora cósmica, se ha solapado con la primera durante por lo menos los últimos diez mil años. Gradualmente, se ha convertido en la predominante, puesto que el intercambio cultural se ha acelerado y ha aumentado su alcance hasta el punto de que en la actualidad el modo en que la cultura global parece volverse cada vez más homogénea —incluso uniforme— se ha convertido, para nosotros, en el tema más conspicuo acerca de la vida humana en el planeta.
Según creo, ambas son historias de exploración. Pero sabemos demasiado poco sobre la primera para dedicarle más de unas pocas páginas en lo que sigue. Las sociedades nunca se hubieran distanciado sin los exploradores que las condujeron por rutas distintas, hacia entornos diversos y tierras alejadas unas de otras. Nunca hubieran retomado sus relaciones, y no se hubieran modificado unas a otras, sin las generaciones posteriores de exploradores, que abrieron las rutas de la interacción, el comercio, los conflictos y los contagios por las que volvieron a unirse. Ellos fueron los ingenieros de las infraestructuras de la historia, los constructores de las carreteras de la cultura, los forjadores de relaciones, los tejedores de redes.
El proceso de convergencia ha dejado muchos rastros todavía visibles; la era de la divergencia no dejó prácticamente ninguno. La convergencia es la historia que entendemos como nuestra: aquella cuyas claves necesitamos conocer para ser capaces de comprender el mundo en que vivimos y de planificar el futuro. Ésta es la justificación de consagrar un libro a exponer cómo se desarrolló. Pero antes merece la pena echar una breve mirada a la labor de los exploradores que condujeron a las diversas comunidades humanas por caminos distintos, porque también esa labor fue un triunfo de la exploración. Con esta descripción sumaria como punto de partida, podremos formarnos una imagen más vívida de los logros de los exploradores posteriores, y comprender la importancia que tuvieron en la gestación del mundo en el que vivimos.
Comienza la divergencia
La cuestión fundamental para los historiadores es «¿Por qué sucede la historia?» Para comprender el sentido de esta pregunta puede compararse a los humanos con los demás animales sociales y culturales. Las sociedades humanas cambian mucho más deprisa que las de las otras especies. Este proceso de cambio, que llamamos historia, es para la mayor parte de ellas tan sutil y lento, o tan repetitivo, o con tan pocas variaciones, que una historia de, digamos, una manada de ballenas o una colonia de hormigas es algo prácticamente inconcebible. La historia de un grupo de chimpancés puede escribirse desde hace muy poco. Jane Goodall realizó la crónica de las crisis y los conflictos de liderazgo entre los chimpancés que observó en su hábitat natural, y su relato no es muy distinto del de la política de algunos grupos humanos simples —de una banda, por ejemplo, o de un clan—. Otro pionero de la primatología, Frans de Waal, ha estudiado la estructura del poder entre los chimpancés y ha comparado los principios de su política a los de Maquiavelo: los rivales conspiran en búsqueda de apoyos, lideran episodios de subversión y asaltos al poder.
De todos modos, por lo que sabemos en el estadio actual de las investigaciones, incluso las sociedades de los chimpancés, que entre las no humanas son las más parecidas a las nuestras, están lejos de poseer la asombrosa volatilidad de la cultura humana. Entre los chimpancés y los demás animales sociales, los cambios políticos se suceden según parámetros predecibles. Los líderes cambian, las alianzas se forman, se rompen y vuelven a unirse, pero los parámetros son siempre los mismos. Tampoco los distintos grupos de chimpancés difieren tanto entre sí, en sus formas de cultura, como los humanos, ni ocurre tal cosa con ninguna de las especies culturales.
Sin embargo, no hay duda de que los chimpancés, y muchos otros animales, poseen una cultura: desarrollan nuevos hábitos, técnicas y estrategias para adaptarse a su entorno, especialmente para conseguir y distribuir la comida. Estas estrategias se enseñan a los demás y de este modo pasan de generación en generación. En cierto sentido, en algunos casos excepcionales, incluso puede decirse que los chimpancés ritualizan la distribución de la comida: los cazadores, por ejemplo, reparten la comida que han conseguido de un modo bastante fijo, en virtud principalmente de la jerarquía del grupo y de las estrategias sexuales de los cazadores líderes. Una vez han hallado una innovación cultural, los animales los transmiten por tradición. De este modo comienza la divergencia cultural. Aparecen las diferencias entre grupos distantes. En los bosques de Gabón, por ejemplo, algunos grupos de chimpancés cazan termitas con palos; otros parten nueces con piedras que usan como martillos y como yunques. En las llanuras del este de África, algunas sociedades de babuinos mantienen relaciones monogámicas sucesivas, mientras que otras están organizadas en harenes de machos polígamos. En Borneo y en Sumatra los orangutanes se divierten con juegos distintos. En el caso mejor documentado, observado por primatólogos japoneses, una genio macaco llamada Ima descubrió el modo de lavar las batatas, y enseñó la técnica a su grupo. Eso ocurrió en 1950. Desde entonces, los monos han mantenido esta práctica, que es exclusiva de su colonia.
Sobre esta base, no sorprende que las culturas humanas también experimenten cambios y, en consecuencia, diverjan entre sí. Al fin y al cabo, los humanos somos primates, y es de esperar que nuestra historia presente las características propias de este orden. Pero lo que queremos averiguar es por qué las sociedades humanas divergen de forma tan marcada y cambian tan rápidamente.