AGRADECIMIENTOS
La extensión de la bibliografía que aquí presento debería dejar patente la amplia deuda de gratitud que he contraído con cuantos me han ayudado. Siempre me he inspirado en otros autores, pensadores, investigadores y aventureros, y dado que el alcance cronológico del presente libro no abarca siglos, sino milenios, también me confieso agradecida a todos y cada uno de los nombres que aparecen en las páginas de esta obra. Si por alguna razón observa el lector que no le he mencionado o no he incluido un texto suyo debe saber que se trata de una omisión fortuita y que la corregiré de forma inmediata en la próxima edición.
Además de los escritos eruditos que he consultado, un buen número de estudiosos han tenido la amabilidad de leer algunos capítulos o partes de este libro, y en ciertos casos la totalidad del texto. Todos ellos, sin excepción, me han evitado más de un desliz (y en determinados casos han impedido incluso que me extraviara por mis propios vericuetos).
Quiero mencionar los siguientes nombres: Munir Akdoğan, profesor Roderick Beaton, profesor Glen W. Bowersock, profesor Alan Bowman, Cafer Bozkurt Mimarlık, profesor Dame Averil Cameron, profesor Paul Cartledge, doctora Helen Castor, profesor James Clackson, profesora Kate Cooper, profesor Jim Crow, William Dalrymple, profesor Robert Dankoff, doctor Ken Dark, profesor Saul David, doctor Charalambos Dendrinos, doctor Alexander Evers, doctora Shahina Farid, Lucy Felmingham, profesora Kate Fleet, profesor Ben Fortna, doctor Peter Frankopan, doctora Annelise Freisenbruch, doctora Helen Geake, doctor David Gwynne, profesora Judith Herrin, profesora Carole Hillenbrand, profesor Robert Hoyland, doctor Timothy Hunter, doctor Richard Huscroft, profesora Judith Jesch, Agah Karliağa, profesor Bekir Karliğa, profesor Chris Kelly, profesor Martin Kemp, profesor Charles King, profesor Ufuk Kocabaş, Sinan Kuneralp, profesor Ray Laurence, profesor Noel Lenski, doctor Alexander Lingas, profesor doctor David Lordkipanidze, Lizzy McNeill, doctor Antony Makrinos, Lucia Marchini, profesor David Mattingly, doctor Peter Meineck, Giles Milton, doctor Simon Sebag Montefiore, Caroline Montagu, doctor Alfonso Moreno, doctor Llewellyn Morgan, doctora Lucia Nixon, profesor Mehmet Özdoğan, profesor Chris Pelling, profesor Jonathan Phillips, doctor Gül Pulhan, profesora Alessandra Ricci, Andy Robertshaw, profesor Eugene Rogan, Nicholas Romanoff, profesora Charlotte Roueché, doctor Thomas Russell, doctora Lilla Russell-Smith, profesor Philippe Sands (consejero de la reina Isabel II), William St. Clair, doctora Katherine Butler Schofield, Yasmine Seale, profesor Recep Şentürk, profesor Christopher Scull, profesor Zaza Skhirtladze, Russell Smith, doctora Victoria Solomonidis, doctor Nigel Spivey, profesor Dionysios Stathykopoulos, doctor Richard Stoneman, David Stuttard, profesor David Thomas, el capitán Alec Tilley y la profesora Maria Vassilaki. Todos ellos me han dedicado su tiempo y sus ideas, superando con mucho el estricto cumplimiento de un deber. Muchísimas gracias.
He disfrutado además de la hospitalidad y la ayuda de muchísimas otras personas, desde los chóferes de la frontera de Azerbaiyán hasta algún que otro conde en su castillo. Nicholas y Matti Egon se han portado, como siempre, de un modo totalmente espléndido. Lord Rothschild me mostró Butrinto; el doctor Andreas Pittas Thera, el conde Flamburiari Corcyra y el profesor John Camp me condujeron hasta el Ágora; Maritsa me llevó a Rodas; Nick Jones a Estambul; y Damian Bamber me proporcionó una clara visión de algunas cuestiones tecnológicas.
Quiero agradecer también la ayuda de Shula Subramaniam, Laura Aitken Burt, Robin Madden, Lauren Hales, Theodosia Rossi, Lydia Herridge-Ishak y Gabriella Harris, sin olvidar a Alex Bell, Cara, Sally, Olivia, Tamara, Ioanna, Lucy M. Stephanie, Charlotte, Oliver, Rebecca, Elinor, Abigail, Marike, Eliza y Katrina.
Peter James editó y corrigió el libro con un ímpetu digno del mejor de los dragomanes y la aguda perspicacia de un jenízaro. Bea Hemming revisó el texto con enorme elegancia y penetración, y Holly Harley supo inspirarme y sostenerme en la recta final. Y Julian Alexander se reveló sencillamente brillante, como es costumbre en él. Alan Samson, que es el encanto personificado, me encargó este libro tras leer un artículo mío sobre Estambul: te doy las gracias por ese apoyo, Alan. Y gracias también a Mary Cranitch, que compartió conmigo el primer viaje a la ciudad de las mil épocas y a las tierras que se abren más allá de ella.
Mis hijas y Adrian, junto con mamá y papá, como siempre, han tenido que soportar la maldición de la inminente fecha de entrega durante casi una década. Muchísimas gracias a todos, trataré de compensároslo.
Apéndice
LOS OTROS IMPERIOS ROMANOS
Karolus serenissimus Augustus a Deo coronatus magnus pacificus imperator Romanum gubernans imperium.
(Carlos, serenísimo Augusto por Dios coronado, magno y pacífico emperador y regidor del romano imperio.)
TÍTULO EMPLEADO POR CARLOMAGNO TRAS SER CORONADO
EMPERADOR DEL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO.
Los nombres son importantes. Y en el terreno de la percepción internacional, uno de los elementos que resultaron relevantes a partir del siglo IV fue el hecho de que Estambul se convirtiera en la Nueva Roma. Sin embargo, en el siglo IX, con la coronación del sacro emperador romano, surgió una potencia capaz de desafiar a Constantinopla. En el año 812 d. C., en Aquisgrán, Carlomagno recibió reconocimiento oficial como basileus. Cabría argumentar que este es el punto exacto en el que deberíamos situar el inicio de la decadencia y desmoronamiento final de Roma: no en el golpe asestado por las hachas bárbaras ni en las páginas de Gibbon, sino justamente en ese precioso asentamiento que hoy es la ciudad más occidental de Alemania. El papa León III fue el encargado de coronar a Carlomagno, y podría haber habido incluso una emperatriz bizantina del Sacro Imperio Romano (Irene de Constantinopla, que había ejercido la gobernación por derecho propio y que había enviado una propuesta formal de matrimonio a Carlomagno). Sin embargo, Irene fue depuesta y enviada al exilio antes de que la oferta pudiera ser tenida seriamente en cuenta: esa unión, la de los imperios bizantino y franco, habría escrito de muy diferente modo la dinámica de la relación entre Oriente y Occidente, modificando por tanto de manera sustancial la historia de Europa y el Oriente Próximo. Al fallecer Carlomagno, un monje anónimo se lamentará con estas palabras:
En las tierras por las que asoma el sol para iluminar las costas de Occidente, las gentes prorrumpen en quejas y sollozos […], francos y romanos, cristianos todos, sufren la punzada del duelo, abatidos por grandes cuitas […], jóvenes y ancianos, nobles gloriosos, se afligen por la pérdida del César […], el mundo deplora la muerte de Carlos […]. ¡Oh Cristo, tú que gobiernas las huestes celestiales, acoge en la paz de tu Reino al soberano! ¡Ay miserable de mí!
Y tras la muerte de Carlomagno hubo otros pretendientes al trono constantinopolitano.
La derruida ciudad búlgara de Preslav ilustra claramente el alcance de la idea de Byzantium. A partir de los trece años, aproximadamente, Simeón I (Simeón el Búlgaro, que reinó entre los años 893 y 927) se educó en Constantinopla, de modo que consiguió dominar el griego y aprender la filosofía de Aristóteles y la retórica de Demóstenes. Dicen que la imitación es el más alto de los elogios, y lo cierto es que tras regresar al monasterio de Preslav, el joven cristiano encauzó el desarrollo de su capital, decidido a convertirla en la «nueva» Constantinopla. La aldea que acabó surgiendo en las inmediaciones de este asentamiento sería conocida durante varios siglos con el nombre de Yeski Stambolchuk (o Viejo Estambul). En ella podían verse iglesias cubiertas con cúpulas, exquisitos mosaicos y magníficos artefactos de importación decorados con aforismos griegos.