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Edouard Perroy - La guerra de los cien años

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Edouard Perroy La guerra de los cien años
  • Libro:
    La guerra de los cien años
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1945
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La guerra de los cien años: resumen, descripción y anotación

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EDOUARD PERROY Grenoble Francia 1901 - París1974 Destacado medievalista - photo 1

EDOUARD PERROY (Grenoble, Francia, 1901 - París,1974). Destacado medievalista francés, fue profesor de Historia en la Sorbonne y fundador de la Commission d’histoire de l’occupation de la France. Entre sus numerosas publicaciones destacan: Les Royaumes et les sociétés barbares (1961), Le monde carolingien (1961), Les croisades et l’Orient latin, 1095-1204 (1972), La vie religieuse au XIIIé siècle (1979) y, en castellano, La Edad Media: la expansión de Oriente y el nacimiento de la civilización occidental (1961).

I LOS ADVERSARIOS

I
LOS ADVERSARIOS

En enero de 1327, el trono de Inglaterra, del que el impopular Eduardo II acababa de ser desposeído por sus barones rebelados contra él, fue ofrecido a su hijo, adolescente que contaba dieciséis años, Eduardo III Plantagenet. Menos de trece meses más tarde, moría en París el último de los tres hijos de Felipe el Hermoso, el capeto Carlos IV. A falta de heredero masculino, los barones franceses eligieron para sucederle a su primo Felipe VI de Valois (abril de 1328). Estos dos acontecimientos casi concomitantes inauguraban una nueva fase de la historia de los reinos de Occidente, caracterizada por la lucha encarnizada y que duró más de un siglo, entre las dos dinastías, lucha que ha sido designada con el nombre de guerra de los Cien Años.

Un espectador imparcial que intentase hacer un balance de la fuerza de los contendientes en torno al año 1328 quedaría, sobre todo, impresionado por la desproporción, aparente pero indudable, entre la gloria y riqueza del prestigioso reino de Francia y la debilidad del pequeñísimo reino inglés. Hubiera sido igualmente difícil de predecir la inversión de fuerzas que, para el asombro de los contemporáneos, se iba a producir entre estos dos contendientes que iban a enfrentarse en un conflicto de duración imprevisible, corriendo serio peligro la descendencia de San Luis y alcanzando elevadas cotas la de los Plantagenet.

1. FRANCIA EN 1328

En el momento de la muerte del último Capeto por línea directa, el reino de Francia no tenía, ni mucho menos, las fronteras de la Francia moderna. De hecho, sus límites territoriales no diferían en mucho de los que en época carolingia tenía la «Francia occidentalis» concedida a Carlos el Calvo en el tratado de Verdún. Estaba separada del vecino Imperio Germánico, cuyos territorios le rodeaban desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo, por una frontera artificial, borrosa para los mismos contemporáneos, llena de enclaves y territorios en disputa, pero que «grosso modo» sigue el curso del Escalda desde su desembocadura hasta el sur de Cambrai, alcanza inmediatamente la linea del Mosa al nordeste de Rethel, sigue el curso alto de este río, pasando finalmente al curso del Saona, que sigue, lo mismo que al Ródano. Algunos avances recientes habían permitido acercar a este curso fluvial la frontera en algunos puntos donde, siglos atrás, no lo alcanzaba. De este modo, el Ostrevant, es decir, la parte del Hainaut que, entre Valenciennes y Douai, estaba al oeste del Escalda, había pasado bajo control capeto en tiempos de Felipe el Hermoso. Lo mismo había sucedido con la parte «inestable» del Barrois, en la orilla izquierda del Mosa, con la ciudad y el condado de Lyon, el obispado de Viviers, a occidente de la línea Saona-Ródano, territorios todos ellos que se habían colocado bajo la salvaguarda regia. En el suroeste, la línea de los Pirineos no es la frontera en todos los puntos. Estaba, por una parte, el reino de Navarra que se extendía más allá de las montañas, en la zona que más tarde se llamará la baja Navarra, si bien el reino había sido administrado por funcionarios capetos desde 1274 a 1328. Por otra parte, San Luis había renunciado en 1258 a una soberanía sobre el Rosellón y Cataluña, posesiones de la monarquía aragonesa, que, desde hace varios siglos no pasaba de ser teórica.

No hay que pensar, por otra parte, que esta frontera señalaba, de forma rígida, los límites de la influencia francesa en Europa occidental. Aprovechando la debilidad del Imperio que, desde la muerte de Federico II (1250) no había contado con un emperador digno de su glorioso pasado, la monarquía capeta amplió fácilmente su protectorado sobre casi todos los territorios de la antigua Lotaringia, desde los Países Bajos hasta el reino de Arlés, en aquellas regiones en que la comunidad lingüística produjo una inexorable identidad de puntos de vista políticos. La mayor parte de los príncipes del Imperio con posesiones situadas más allá de las marcas orientales del reino se convirtieron en protegidos del rey de Francia, que les concedió «feudos de bolsa» —que, con lenguaje actual, denominaríamos «pensiones»— y secundaron su política, tanto en Brabante como en Hainaut, en el Barrois o en Lorena, en Saboya o en el Delfinado. Y, lo que es más, el condado palatino de Borgoña (el actual Franco-Condado) pasó a ser posesión de los Capeto por el matrimonio de su heredera con Felipe V el Largo, y Provenza, desde los tiempos de San Luis, perteneció al rey de Sicilia, descendiente del Capeto Carlos de Anjou. En sus proximidades, acababa de instalarse el Papado. Juan XXII, elegido en 1316, segundo de una larga serie de papas franceses, había sido, antes de su elevación al trono de San Pedro, obispo de Aviñón y siguió residiendo en su antiguo palacio episcopal, que su sucesor Benedicto XII transformará en una fortaleza impresionante. Aviñón estaba situado en los umbrales del reino de Francia. Ciudad casi independiente, compartía la soberanía del Pontífice con la del conde de Provenza. La instalación de la curia romana a orillas del Ródano, en un principio provisional, proporcionó a la dinastía capeta una fuerza material y un prestigio moral suplementarios.

Ciñéndonos exclusivamente a los límites geográficos del reino de Francia, la monarquía de los Capelo, en el siglo recién terminado, había conseguido en ellos un grado de poder solamente explicable por un desarrollo demográfico y una prosperidad económica sin precedentes. Conviene precisar que toda Europa experimentó esta evolución ascendente, cuyos primeros síntomas se hicieron sentir a finales del siglo X y comienzos del XI. Pero fue más viva y marcada en Francia que en otros reinos, de forma que, al llegar a su punto culminante, hacia 1300, Francia llevaba un adelanto al resto del mundo cristiano que condicionaba y hacía inevitable su hegemonía política y cultural.

El avance francés sobre el resto de Europa era especialmente patente en el terreno de la economía agraria, que seguía siendo la base de la sociedad medieval. Se habían detenido ya los grandes movimientos roturadores, de puesta en cultivo de tierras pantanosas o de bosque, de creación de nuevas comunidades rurales, de villas nuevas y de «bastidas». Habían alcanzado un nivel máximo por una doble razón: por una parte, por la exigencia de mantener un nivel de bosque suficiente como para hacer frente a las necesidades de combustible y de materiales de construcción, a la alimentación del ganado no estabulado y a la conservación de la caza; por otra, por la necesidad de proporcionar a los cultivos, cuyos procedimientos seguían siendo rudimentarios, productos rentables. Se habían puesto en cultivo, aun con las primitivas técnicas conocidas, muchas tierras pobres que los primeros desastres de la guerra de los Cien Años devolverán, para siempre, al barbecho y al erial. Sus miserables rendimientos no hubieran bastado para alimentar a sus ocupantes de no haber sido por la exigencia inexcusable de proporcionar su alimentación indispensable a una población en realidad pletórica. El crecimiento demográfico ascendente explica también la casi completa desaparición, en los grandes dominios laicos y eclesiásticos, de la explotación directa de las reservas señoriales, mediante mano de obra servil o de jornaleros sin tierra; la reserva señorial, a excepción del erial, los bosques o algunos prados o viñas, se fraccionó paulatinamente en tenencias campesinas de larga duración que sólo suponían modestas rentas agrarias a los señores. Incluso en las propiedades cistercienses, dirigidas durante mucho tiempo mediante «granjas» trabajadas por monjes conversos controlados por un monje «granjero», el dominio monástico se había visto recortado progresivamente por los arrendamientos o las tenencias campesinas. La desaparición concomitante de la servidumbre, en aquellas provincias en que había prevalecido, así como la de las prestaciones de trabajo que gravaban pesadamente a los tenentes, habían convertido al campesino en el auténtico propietario de su tenencia, gravada solamente por cargas moderadas; aunque en las regiones más avanzadas, como Normandía, se conociera ya el arrendamiento a corto plazo, en las demás regiones predominaba una tenencia de enfiteusis a perpetuidad contra pago de un censo ligero, al que se añadían derechos de permuta y de sucesión, así como algunas servidumbres señoriales más molestas que opresivas, siendo todo este conjunto de cargas mucho menos exigente que el impuesto por un fisco moderno a la tierra y sus ocupantes.

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