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Rafael Torres - El asesino de Sintra

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Rafael Torres El asesino de Sintra
  • Libro:
    El asesino de Sintra
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1996
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El asesino de Sintra: resumen, descripción y anotación

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Arnaldo Coutinho
El asesino de Sintra

A rnaldo Coutinho sólo fue malo una vez en su vida pero ese minuto de horror - photo 1

A rnaldo Coutinho sólo fue malo una vez en su vida, pero ese minuto de horror bastó para que perdiera sus señas de identidad para siempre, pues en la lóbrega cárcel de Lisboa donde consumió sonámbulo el resto de su existencia, nadie le llamó por su nombre, sino por el número que llevaba cosido en la gorra y en la espalda de su uniforme de preso: el 450.

Un minuto de horror bastó para que Arnaldo Coutinho lo perdiera todo, pero es seguro que si hubiera vuelto a nacer repetiría ese instante fatal de locura. Porque Amalia Herculano, aquella fadista que le robó el juicio y el corazón, aquella fadista de muslos afilados y voz remota, aquella fadista que parecía tener unas décimas de fiebre todo el rato, le hizo vivir un espejismo durante dos meses y un día, pero un espejismo más nítido que cualquier otra realidad de este mundo.

Corría 1932 y Sintra era, aunque se caía a pedazos, el lugar más bello y enigmático de la Tierra. Hoy, tantos años después de aquella tarde sangrienta que dejó sin nombre para siempre al pobre Arnaldo Coutinho, lo sigue siendo, pero mientras que ahora las hordas de turistas empuercan con sus automóviles y sus videocámaras aquel Paraíso («¡Sintra, Edén glorioso!», había dicho Byron), en 1932 aquello estaba decadente, perfecto y a trasmano de todo, pues los Reyes de Portugal, que eran los que atraían al lugar a la pandilla de ricos perturbados y excéntricos que rivalizaron en convertir Sintra en un paraje extraterrestre, hacía más de veinte años que habían abandonado, por imperiosa indicación de la naciente República, el Palacio Real de gigantescas chimeneas.

Los palacios orientales, las mansiones manuelinas y los castillos alemanes y fantásticos de Sintra se desmoronaban, ciertamente, entre el caos de las camelias blancas y rojas de Japón y las fucsias de Nueva Zelanda, entre los surtidores, los parterres y los arriates comidos por la yedra, pero Arnaldo Coutinho, albañil, había aprendido su oficio en medio de esa algarabía y había contribuido, mediante su modesta participación en algunas pocas obras de remozo, a apuntalar esa behetría romántica que hace de Sintra la Compostela de la ensoñación.

Era albañil, y como todos los albañiles de aquel tiempo, Arnaldo Coutinho tenía cinco hijos hambrientos, desharrapados y con la carita llena de mocos secos. Tenía, también, una esposa machacada por los partos sucesivos, pero, sobre todo, por la mala suerte de padecer una miseria tan grande en el rincón más bello del mundo. Y tenía, por último, un día fatal marcado en el calendario de su vida, o, para ser más exactos, dos días. El primero, el día que conoció a Amalia Herculano; el segundo, el día que la mató a la salida de un cine.

Como en las letras de los tangos, Arnaldo conoció a Amalia en un cabaret, donde la joven remataba el delirio de Sintra con su voz de ultratumba y su cuerpo voluptuoso. Cantaba fados, pero nunca un fado había prendido semejante hoguera en un hombre como el que un día le cantó muy cerca, susurrado, Amalia al albañil. Era la primera vez que Arnaldo Coutinho entraba al cabaret, la primera que había distraído el jornal de la semana por haber sucumbido al deseo, pero después de esa vez vino otra, y otra, y otra, y empeñó lo poco que tenía, restringió la dieta de sus hijos hasta los límites del hambre, pidió anticipos que nunca había de devolver, pero no hubo noche que Arnaldo no buscara en el antro nocturno aquel fado de fuego de Amalia Herculano.

Mucho se burlaba de él la fadista noche tras noche, pero un poco le conmovía, también, aquella deslumbrante devoción de Coutinho. Por mucho que vendiera y pignorara, no podía ser demasiado el dinero que manejaba el albañil, de modo que no es del todo cierto que Amalia se guiara sólo por el imán de sus caudales cuando, una noche, concedió en irse a vivir con él. Arnaldo Coutinho no se volvió loco en ese momento porque ya lo estaba, pero encargó champán para brindar, sin saberlo, por su desgracia.

Dos meses y un día, ni siquiera dos meses y una noche, Amalia Herculano vivió con él abrasándole con la extraña y devoradora temperatura de su cuerpo. Una mala madrugada después de haber llovido mucho apareció por el cabaret un tipo de Lisboa con los dedos llenos de sortijas, y Amalia Herculano desapareció con él. Su olor, su olor animal de fadista encantada se quedó impregnado en la conciencia de Arnaldo, y en las paredes de la alcoba, en el tufo del garito y en las sábanas del lecho, y todo lo que intentó y todo lo que hizo el albañil para eliminar ese olor de su memoria fue enteramente inútil hasta que un mes más tarde, cuando andaba errático y ebrio de taberna en taberna, la encontró a la salida de un cine y se arrojó sobre ella con una navaja.

Salía Amalia Herculano del cine con el tipo de las sortijas, un antiguo protector que reaparecía podrido de escudos, cuando percibió, antes aún de reparar en Coutinho, que ésa había sido su última película, de modo que cuando recibió en el pecho la primera cuchillada, la sintió fría e inevitable como el propio destino. Poseído por el olor, loco por el olor, Arnaldo la cosió a puñaladas en un minuto que pareció no durar nada, o mucho, y cuando el cuerpo de la victima cayó, desarticulado, al suelo, el albañil lo pisoteó, lo escupió y lo insultó durante otro minuto eterno. El hombre de las sortijas, inmovilizado por el horror, recibió también sus puñaladas sin que ningún testigo, pues el tiempo se paró en Sintra aquella tarde, pudiera precisar cuándo. Manso como un cordero se llevaron los guardias a Arnaldo Coutinho, que muy pronto perdería el nombre, pero no, qué desgraciado, el recuerdo.

Ante el tribunal que le condenó en Lisboa a cadena perpetua, Arnaldo Coutinho no dijo nada, pues se le juzgaba por el único minuto criminal de su vida y ahí estaban, descomponiéndose bajo la tierra, las sombras que le condenaban sin recurso posible. No dijo nada, luego aceptó el número que le dieron, y ni el director de la cárcel, ni los guardianes, ni los penados, ni nadie, hubieran sospechado, de no conocer la historia, que ese preso modélico y silencioso, el 450, había matado a la salida de un cine a la mujer que amaba, y luego había pisoteado su cadáver.

El 450 era, en efecto, el preso modelo del penal de Lisboa, y tanto era así que se le permitía, como favor especial, tener un receptor de radio en la celda. Algo de Sintra, de esa Babel de estilos arquitectónicos milagrosamente ensamblados, dejaba Arnaldo Coutinho en la prisión de Lisboa cada vez que le encargaban levantar un muro, o erigir una columna, o apuntalar una bóveda, o practicar una montante, y no había un penado más dulce, ausente y sumiso que él, pues no hacía otra cosa que buscar entre los fados radiofónicos aquél que una noche Amalia Herculano le susurró con su voz candente al oído.

Todo el mundo apreciaba al 450, pero su único amigo, el único que conseguía hacerle olvidar un rato los auriculares y los fados imposibles era el 36, un joven pescador de sardinas que cumplía condena de nueve años por robar algo de comer, si bien antes de robar purgaba ya, desde su nacimiento, el delito de ser pobre. El rico de su pueblo, al que perteneían los barcos y la fábrica de conservas, había cerrado el negocio porque no ganaba a su gusto, y los pescadores, los obreros y sus familias se quedaron chapoteando en la miseria. El número 36, que tenía siete hermanos chicos y un padre ciego, intentó contratarse de peón caminero, pero no daba la edad, de modo que hubo de optar por el escamoteo de comestibles en las tiendas y de gallinas en los corrales, lo cual que se quedó también sin nombre y fue el 36, a secas, durante nueve años.

Todos, menos Arnaldo Coutinho, querían escapar del penal de Lisboa, pero el que más quería era, sin duda, el 36, que necesitaba seguir robando para dar de comer a su familia, si bien eso, aunque conocido, no era reconocido por los guardianes, que cerraban bien las cancelas, los rastrillos, los candados y los cerrojos cada noche y las abrían un poco, lo justo para que permanecieran infranqueables, al amanecer.

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