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Nassim Nicholas Taleb - El cisne negro

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Nassim Nicholas Taleb El cisne negro

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AGRADECIMIENTOS

Por extraño que parezca, me ha divertido mucho escribir este libro —en realidad se escribió solo— y quiero que al lector le ocurra lo mismo con su lectura. Deseo dar las gracias a los amigos que siguen.

Mi amigo y consejero Rolf Dobelli, novelista, empresario y lector voraz, estuvo siempre al día sobre las diversas versiones del texto. También contraje una gran deuda con Perer Bevelin, un erudito y puro «emprendedor del pensamiento» con extrema curiosidad, que dedica sus horas de vigilia a perseguir ideas y dar con los artículos que yo normalmente busco, y que analizó el texto con lupa. Yechezkel Zilber, autodidacta asentado en Jerusalén y ávido de ideas que contempla el mundo ab ovo, desde el huevo, me hizo preguntas comprometidas, hasta el punto de avergonzarme de la educación formal que había recibido y de sentirme incómodo por no ser un auténtico autodidacta como él (gracias a personas ajenas al sinsentido estoy asentando mi idea del Cisne Negro en el libertarismo académico). El erudito Philip Tetlock, que sabe de la predicción más que cualquier arra persona desde los tiempos de Delfos, leyó el original y analizó mis tesis. Phil es tan perseverante y exhaustivo que su ausencia de comentarios me aportó más información que los propios comentarios, cuando los hacía. Tengo contraída una gran deuda con Danny Kahneman, quien, además de enfrascarse en largas conversaciones sobre mis temas en torno a la naturaleza humana (y de observar con horror que yo recordaba casi todos sus comentarios), me puso en contacto con Phil Tetlock. Agradezco a Maya Bar Hillel que me invitara a participar en la Society of Judgement and Decisión Making en su reunión anual de Toronto, en noviembre de 2005; gracias a la generosidad de los investigadores que allí había, y a sus estimulantes charlas, regresé cargado con mucho más de lo que aporté. Robert Shiller me pidió que purgara algunos comentarios «irreverentes», pero el hecho de que criticara la agresividad de lo expuesto, aunque no su contenido, resultó muy revelador. Mariagiovahna Muso fue la primera en ser consciente del efecto Cisne Negro en las artes, y me remitió a buenas líneas de investigación en sociología y antropología. Tuve largas conversaciones con el estudioso de la literatura Mihai Spariosu sobre Platón, Balzac, el pensamiento ecológico y las cafeterías de Bucarest. Didier Sornette, siempre a mano con una llamada de teléfono, no dejó de mandarme artículos por correo electrónico sobre temas poco conocidos, pero muy relevantes, de física estadística. Jean-Philippe Bouchaud me ayudó muchísimo en los problemas relacionados con la estadística de las grandes desviaciones. Michael Allen escribió un monográfico para escritores que ansían que se les publique basado en las ideas del capítulo 8; posteriormente, reescribí ese capítulo basándome en un escritor que reflexiona sobre su destino en la vida. Mark Blyth fue siempre de ayuda como caja de resonancia, lector y consejero. Mis amigos del Departamento de Defensa, Andy Marshall y Andrew Mays, me dieron ideas y me plantearon preguntas. Paul Salman, una mente voraz, leyó el original con aguda meticulosidad. Debo el término Extremistán a Chris Anderson, a quien mi primera expresión le pareció demasiado libresca. Nigel Harvey me orientó en lo que se refiere a la literatura sobre la predicción.

Asedié a preguntas a los siguientes científicos: Terry Burnham, Robert Trivers, Robyn Dawes, Peter Ayron, Scotr Atran, Dan Goldstein, Alexander Reisz, Art De Vany, Raphael Douady, Piotr Zielonka, Gur Huberman, Elkhonon Goldberg y Dan Sperber. Ed Thorp, el verdadero propietario de la «fórmula Black-Scholes», fue de gran ayuda; al hablar con él, me di cuenta de que los economistas ignoran las producciones intelectuales que se desarrollan fuera de su mundo, por muy valiosas que sean. Lorenzo Perilli fue extremadamente generoso con sus comentarios sobre Menodoto y contribuyó a corregir algunos errores. Duncan Watts me permitió que expusiera la tercera parte de este libro en un seminario sobre sociología celebrado en la Universidad de Columbia, donde reuní todo tipo de comentarios. David Cowan facilitó el gráfico que adjunto al hablar de Poincaré, haciendo que los míos, en comparación, parezcan triviales. También aproveché los textos breves y hermosos de James Montier sobre la naturaleza humana. Con Bruno Dupire, como siempre, mantuve las mejores conversaciones mientras paseábamos.

No compensa ser amigo fiel de un escritor prepotente y conocer muy de cerca su original. Marie-Christine Riachi asumió la desagradecida tarea de leer los capítulos en orden inverso; sólo le proporcionaba fragmentos incompletos y, de ellos, tan sólo aquellos (entonces) manifiestamente carentes de claridad. Jamil Baz recibió el texto completo en cada ocasión, pero decidió leerlo también en orden inverso. Laurence Zuriff leyó y comentó todos los capítulos. Philip Halperin, que sabe más que nadie (vivo) de gestión del riesgo, me proporcionó unos bellos comentarios y observaciones. Otras víctimas: Cyrus Pirasteh, Bernard Oppetit, Pascal Boulard, Guy Rivière, Joelle Weiss, Didier Javice, Andreas Munteanu, Andrei Pokrovsky, Phillipe Asseily, Farid Karbaky, George Nasr, Alina Stefun, George Mattin, Stan Jonas y Flavia Cymbalista.

He recibido útiles comentarios del voraz intelectual Paul Salman (que leyó con lupa el original). Mucho es lo que debo a Phil Rosenzweig, Avishai Margalit, Peter Forbes, Michael Schrage, Driss Ben Brahim, Vinay Pande, Anthony Van Couvering, Nicholas Vardy, Brian Hinchcliffe, Aaron Brown, Espen Haug, Neil Chris, Zvika Afik, Shaiy Pilpel, Paul Kedrosky, Reid Bernstein, Claudia Schmid, Jay Leonard, Tony Glickman, Paul Johnson, Chidern Kurdas (y los economistas austríacos de la Universidad de Nueva York), Charles Babbitt y tantísimas otras personas anónimas de las que me he olvidado.

Intenté dar a mi corrector, Will Murphy, la impresión de ser un escritor tozudamente insoportable; pero descubrí que tenía la suerte de contar con un corrector igualmente terco (aunque lo sabía disimular a la perfección). Me protegió de las incursiones de los correctores estandarizadores. Tienen éstos la asombrosa habilidad de infligir el mayor daño con el mínimo esfuerzo, al romper el ritmo interior de la exposición. Will M. es también el tipo adecuado de asiduo a las fiestas. También me halagó que Daniel Menaker dedicara tiempo a corregir mi texto. Doy las gracias igualmente a Janet Wygal y Steven Meyers. El personal de Random House mostró siempre su mejor disposición; pero no lograron acostumbrarse a mis bromas por teléfono (como la de hacerme pasar por Bernard-Henri Lévy). Uno de los momentos más importantes de mi carrera como escritor fue un prolongado almuerzo con William Goodlad, mi corrector de Penguin, y Stefan McGrath, director gerente del grupo. De pronto caí en la cuenta de que no podía separar al contacuentos del pensador científico que habita en mí; de hecho, lo primero que me vino a la mente fue la historia, el cuento, más que una posterior ilustración del concepto.

La tercera parte de este libro me sirvió de base para mis clases en la Universidad de Massachusetts en Arnherst. También doy las gracias a mi segunda casa, el Instituto Courant de Ciencias Matemáticas de la Universidad de Nueva York, por permitirme impartir clases durante más de tres años.

Es una lástima que de quien uno más aprenda sea de quien discrepe, algo que Montaigne fomentaba hace medio milenio pero que raramente se practica. Descubrí que esto te obliga a someter tus razonamientos a un prolongado período de curación y reposo, pues sabes que esa gente se dará cuenta de la mínima grieta, y uno recibe información tanto sobre los límites de sus teorías como sobre los defectos de las ajenas. Traté de mostrarme más comprensivo con mis detractores que con mis amigos, en particular con los que eran (y siguen siendo) civilizados. A lo largo de mi carrera he aprendido muchos trucos de una serie de debates públicos, de la correspondencia y de las charlas con Robert C. Merton, Steve Ross, Myron Scholes, Philippe Jorion y muchos otros (aunque, aparte de la crítica de Elie Ayache, la última vez que oí algo remotamente nuevo acerca de mis ideas fue en 1994). Esos debates tenían mucho valor, pues quería conocer los razonamientos contrarios a mi idea del Cisne Negro y averiguar cómo piensan mis detractores o qué era aquello en lo que no pensaban. Con los años he terminado por leer más material de aquellos con quien no estoy de acuerdo que de aquellos cuya opinión comparto: leo más a Samuelson que a Hayek, más a Merton (hijo) que a Merton (padre), más a Hegel que a Montaigne, y más a Descartes que a Sexto. Todo escritor tiene la obligación de exponer las ideas de sus adversarios de la forma más fiel posible.

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