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Michael Prawdin - Rasputín y el ocaso de un imperio

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Michael Prawdin Rasputín y el ocaso de un imperio
  • Libro:
    Rasputín y el ocaso de un imperio
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1959
  • Índice:
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Rasputín y el ocaso de un imperio: resumen, descripción y anotación

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Esta es la historia de los últimos tiempos de la Rusia de los zares. Mucho se ha escrito sobre aquel período, pero pocos lo hicieron con el conocimiento y la sutileza expositiva de Pradwin. La vida íntima de los grandes personajes, los errores de los gobernantes, las sublevaciones, el contraespionaje, ninguna faceta de aquel agitado período tiene secretos para Pradwin.

Michael Prawdin Rasputín y el ocaso de un imperio ePub r10 Readman 251214 - photo 2

Michael Prawdin

Rasputín y el ocaso de un imperio

ePub r1.0

Readman 25.12.14

Título original: Eine Welt Zerbricht

Michael Prawdin, 1959

Traducción: Emma Gifre de Martinell

Ilustración: Portrait of members of State Council Ivan logginovich Goremykin and Nikolai Nikolayevich Gerard, de Ilya Efimovich Repin

Diseño de cubierta: Readman

Editor digital: Readman

ePub base r1.2

CAPÍTULO I EL ENFERMO DE TIUME Rasputín izquierda Hermogen centro e - photo 3

CAPÍTULO I

EL ENFERMO DE TIUME

Rasputín izquierda Hermogen centro e Iliodor en 1906 P ero qué hace - photo 4

Rasputín (izquierda), Hermogen (centro) e Iliodor en 1906

—¿ P ero qué hace usted, Grigori Yefimovich…? ¡Estése quieto, haga el favor!

Rasputín mira con asombro a la joven enfermera. Lentamente se iluminan sus ojos; va recobrando la lucidez.

—¡Pero si no hago nada! ¡Nunca he estado tan quieto! —responde con voz cavernosa.

—¿A eso le llama usted estar quieto? ¡Se ha excitado de tal modo, que daba miedo verle! ¡Poco ha faltado para que saltara de la cama! ¡Y entonces habríamos visto!

Rasputín vuelve hacia ella el rostro, pálido y enflaquecido. Lleva varias semanas enfermo.

—¿Eso iba a hacer? No; lo que pasa es que tú te has dormido y estabas soñando. ¡Confiésalo! —dice sonriendo. Pero en seguida vuelve a su seriedad—. Tal vez haya intentado levantarme…

Calla y medita.

—Sí, algo me ocurría… Tenía que irme inmediatamente… Muy lejos… —murmura—. No harán nada sin mí. Si no estoy allí —grita de pronto, y sus manos se crispan convulsivamente, estrujando la colcha—, te aseguro que ocurrirá una desgracia. ¡Una gran desgracia! Lo sé.

De pronto, la mirada de sus ojos azules se clava, penetrante, en el rostro de la enfermera. Ella la siente como una puñalada. Dos chispas centellean bajo las pobladas cejas, apresan la mirada de la joven y se clavan en su cerebro, paralizándola enteramente.

—¡Di la verdad! ¡Júramelo! ¿Has mandado el telegrama a Mamá?

—Naturalmente, Grigori Yefimovich.

—¿De veras?

—De veras, Grigori Yefimovich…

«Una puerca cualquiera me ha clavado un cuchillo en el vientre».

Su mirada se suaviza.

—Eres una buena chica; te creo. —Y continúa pensativo—: No se atreverán a interceptar un telegrama dirigido a la Zarina… Por fortuna, los doctores estaban allí. Me han cosido y remendado… —Levanta el rostro. En él se refleja una profunda serenidad.

La extraña crisis había pasado y la enfermera respiró aliviada. Había oído hablar mucho de Grischka Rasputín, pero nunca había podido formarse de él una imagen clara. Sabía que era un campesino dotado de una fuerza increíble, y un ladrón de caballos, que pertenecía a la secta licenciosa de los Chlysten, que había ido en peregrinación al Santo Sepulcro y que su devoción y sus profecías alcanzaron tal fama que incluso el Zar y la Zarina creían ciegamente en él, hasta el punto de no nombrar ningún ministro sin su consentimiento. Las opiniones de los rusos sobre este hombre eran muy contradictorias. Ella, a pesar de haber estado cuidándolo tanto tiempo, aún no veía en su interior con claridad; por el contrario, cada vez le parecía más desconcertante. Al principio, cuando lo trajeron y se supo que una mujer lo había herido en Pokrovskoie, su pueblo natal, su aspecto le produjo una decepción. No vio más que un campesino feo, con una nariz grande, de anchas aletas y marcada por la viruela; una barba erizada que dejaba al descubierto una boca carnosa y sensual, una barbilla puntiaguda y un rostro inquieto y nervioso. Después llegaron a la pequeña ciudad siberiana doctores famosos, y también periódicos donde se proclamaba con alegría que aquel farsante, aquella escoria de la sociedad, estaba a las puertas de la muerte.

Pero no murió. Semana tras semana luchó entre la vida y la muerte. La enfermera sabía muy bien que aquel hombre no era ningún starez, ningún hombre que hubiera renunciado a los goces terrenales y pudiese por esta razón esperar del cielo una ayuda milagrosa. Los días en que el enfermo se encontraba mejor, la joven sentía sus ojos sobre ella y percibía el gesto sinuoso de su boca. Sabía que la joven no podría resistir apenas él tendiera la mano hacia ella. Pero no por amor, sino por miedo, por el horror que le causaba aquel rostro macilento, por temor a aquella mirada que la paralizaba… Y, a pesar de todo, ansiaba este momento con todo su ser.

Después volvía a ser como un niño. Estaba tranquilo, contento; se reía de todo, cualquier cosa le causaba una ingenua alegría: un rayo de sol, una araña sobre la cama… Entonces no tenía uno más remedio que ser cariñoso con él.

—¡Que Dios la perdone! No sabía lo que hacía —murmuró. Estaba sereno, despierto, con una sonrisa en los pálidos labios—. ¡La muy cochina…! Pero lo hizo bien. Yo corría detrás del cartero que me había traído un telegrama de Mamá; quería darle un mensaje para ella. Entonces me cierra el paso ese engendro de Satán y me pide una limosna en tono lastimero… Yo me paro y me llevo la mano al bolsillo. Entonces la vieja se me echa encima y, antes de que pueda darme cuenta, la condenada me hunde el cuchillo en el vientre. ¡Y todavía empieza a gritar y escandalizar diciendo que yo he ofendido al Anticristo…! ¡Bestia…! —Y continúa, como hablando consigo mismo—: Pero yo la perdono. Sí, la perdono, porque todo esto es obra de Iliodor. No puede soportar que yo lo haya desbancado. Renegó contra los gobernadores, contra los funcionarios de la policía, contra los sabios y contra los judíos. Se creía el dueño del mundo… Yo, en cambio, llegué con mis rezos, puse estas manos de campesino sobre el Zarevich y lo que no pudo la ciencia de los sabios lo pudo mi fuerza. Ellos decían: «Morirá». Y yo dije: «Vivirá». Y esto representa para una Zarina exactamente lo mismo que para la última aldeana: su hijo es para ella más que toda la santa Rusia. Desde entonces, Iliodor no es nada y yo lo soy todo.

Sonrió de nuevo. Su rostro irradiaba satisfacción.

La enfermera, como todo el mundo en Rusia, había oído hablar mucho de Iliodor, el monje milagroso de Zaryzin; de sus sermones sobre la penitencia y el odio. Cuando se hallaba en la cima de su fama, apareció Rasputín y durante algún tiempo se citaron los dos nombres juntos.

—¿No eran ustedes amigos? —preguntó la enfermera.

—Sí, lo fuimos hasta que él comenzó a sentir envidia. Estaba celoso de mi fuerza y se puso tan furioso contra mí, que tuvieron que desterrarlo. Pero ¿crees tú que esto le hizo entrar en razón? No. El diablo le tiene bien cogido entre sus garras —y al decir esto apretaba los puños—. Se escapó del monasterio donde estaba recluido, me robó las cartas de la Madrecita y luego me envió esta vieja para que me asesinara.

Rasputín movía la cabeza con un gesto de pesar por la maldad de su antiguo amigo.

—Pero yo la perdono. No quiero que la juzguen. Luego, inmediatamente, vienen los periodistas, meten las narices en todas partes, sacan a relucir viejas historias… ¡Ah, hay tanta gente mala en el mundo…! Oye… ¡Que la encierren en un manicomio! ¡Diles que tienen que encerrarla en un manicomio! ¡Diles que yo lo he ordenado!

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