Felip - El ocaso de Bizancio (B de Books) (Historica (b De Bolsillo)) (Spanish Edition)
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El ocaso de Bizancio (B de Books) (Historica (b De Bolsillo)) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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E L OCASO DE B IZANCIO
Salvador Felip
1.a edición: enero 2008
© Salvador Felip Represa, 2008 © Ediciones B, S. A., 2008
Bailén, 84 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B.10406-2012
ISBN EPUB: 978-84-9019-099-9
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
A mi madre, que me dio la vida.
Y a Fátima, la mejor razón para vivirla.
Este libro no hubiera sido posible sin el apoyo de familiares y amigos, esas personas que se encuentran siempre a tu lado en los momentos en que la tinta de la imaginación se seca y las páginas en blanco se convierten en un muro. El interés que han mostrado a lo largo de los cuatro años que ha supuesto esta obra, desde el inicio de la labor de investigación hasta su publicación final, ha sido el aliento que me ha impulsado durante tan larga travesía. Cualquier mérito que pudiera derivar de esta novela es tan suyo como mío. Recordar especialmente la ayuda de Isabel. Sus consejos y correcciones fueron esenciales para que este barco llegara felizmente a puerto.
Por último, no quiero dejar pasar la oportunidad de nombrar a Verónica y Lucía por su paciencia y profesionalidad, así como agradecer a la editorial que confiara en mí. A todos ellos, mi más sincero agradecimiento.
Contenido
Prólogo
Edirne (Adrianópolis), mediados de enero de 1453
Los golpes sonaban lejanos, opacos, como pasos en la distancia que se iban aproximando, cada vez más nítidos, con una cadencia rítmica, casi adormecedora de no ser por su insistencia. De repente notó un susurro que acompañaba al tamborileo, indefinible inicialmente, luego más alto y claro, aunque tardó aún unos segundos en darse cuenta de su significado.
—¡Visir! ¡Señoría! —Amir, su joven asistente alzaba la voz sin llegar a gritar, al tiempo que golpeaba la puerta de roble tallado de su dormitorio con los nudillos.
Chalil Bajá se despertó por fin, removiéndose entre las sábanas de seda roja, tratando de discernir la realidad de los sueños. A sus cincuenta y seis años las preocupaciones y responsabilidades avejentaban su rostro, marcando las arrugas de su frente y encaneciendo su barba y el escaso pelo que brotaba, disperso, por la cabeza.
Entreabrió los ojos tratando de captar la luz del día, pero la oscuridad envolvía la estancia, ligeramente atenuada por el pálido reflejo de la luna. Se incorporó en la cama con un quejido, producido más por el peso de los años que por los frecuentes dolores reumáticos, y tanteó el suelo con los pies en busca de sus babuchas. Un escalofrío recorrió sus piernas cuando el intenso frío del mármol mordió las yemas de sus dedos.
Atinó al segundo intento con el calzado y se levantó pesadamente del lecho dirigiéndose con paso inseguro a la entrada, molesto por la continuidad de los llamamientos de Amir. Cuando abrió la puerta la luz del candil que portaba su criado laceró sus ojos por un momento, haciéndole girar la cabeza.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó con voz insegura.
—Perdonad mi intromisión, señoría —se disculpó Amir—, pero el sultán quiere veros inmediatamente, os espera en el salón dorado en este momento.
—¿El sultán? —repitió Chalil, extrañado—. Ayúdame a vestirme.
Mientras Amir entraba a iluminar la sala y elegía un caftán blanco con arabescos bordados en azul de entre los ropajes del visir, Chalil comenzó a preocuparse. Una llamada tan urgente, en medio de la noche, no resultaba habitual. Aprovechó el agua fría de una jofaina para lavarse la cara, tratando de eliminar los últimos retazos de sueño, necesitaba pensar con claridad. No encontraba nada en las recientes conversaciones de estos días que le proporcionara una idea concreta sobre la necesidad de esa entrevista. La rebelión del emir karamaniano Ibrahim Bey, que levantó con él los emiratos recién sometidos de Aydin y Germiyán, había sido sofocada cerca de un año antes, del mismo modo que la agitación de los regimientos de jenízaros por la soldada que recibían fue apaciguada poco después. Poco a poco se abría paso en su mente la idea de una expulsión de su puesto. De sobra conocía la animadversión que le profesaban algunos de los más influyentes consejeros del sultán, como el jefe de los eunucos, Shehab ed-Din. Trató de calmarse mientras se ajustaba el turbante con ayuda de su asistente, al tiempo que acudían a su cabeza tenebrosos pensamientos: el sultán no concedía jubilaciones, tan sólo la definitiva, la muerte, mal contagioso entre aquellos de los que prescindía. Una gota de sudor frío le recorrió la espalda mientras el corazón se le aceleraba como un potro que inicia una carrera.
—Rellena una bandejita de plata con monedas de oro, Amir.
El joven criado se detuvo un momento mientras ajustaba la ropa del primer visir, antes de obedecer la petición rápidamente. Amontonó un buen número de ducados venecianos sobre una pequeña bandeja de plata finamente grabada y la alargó al anciano entregándola con ambas manos.
Chalil recogió la bandeja y en silencio salió de la estancia encaminándose al encuentro con Mahomet II, sultán del Imperio otomano.
Mientras recorría los corredores del palacio de Adrianópolis donde se alojaba la corte, el primer visir recordaba los tiempos en que se encontraba al servicio de Murad, padre del actual sultán. Recordaba como fue él quien le rogó que volviera de su retiro voluntario cuando su hijo, aún un chiquillo de doce años, no pudo resolver los intensos problemas de gobierno, ni enfrentarse con la cruzada que amenazó el imperio nueve años antes. Murad regresó al trono para derrotar a los cruzados en la batalla de Varna, manteniéndose de nuevo en el poder hasta su muerte, dos años atrás. A pesar de los consejos de Chalil mantuvo su confianza en su hijo mayor, ordenando acelerar su instrucción para el puesto que tenía reservado. En su calidad de primer visir, con el orgullo de cumplir con un cargo que reposaba en su familia desde hacía tres generaciones, Chalil se afirmaba en haber actuado correctamente al informar a Murad de que no podía mantener su abdicación y que su regreso se antojaba imprescindible, sin embargo, cuando alcanzó las puertas del salón dorado y los dos jenízaros de guardia le franquearon el paso con miradas hoscas, se preguntó si no pagaría esa noche su anterior decisión de gobierno.
Chalil entró en la estancia, fuertemente iluminada con lámparas de aceite, cuyas llamas se reflejaban en los ricos tapices dorados que recubrían las paredes de piedra. El suelo estaba compuesto por millares de diminutas teselas, formando un amplio mosaico de colores oscuros, en el cual unos cazadores a caballo perseguían unos ciervos en una escena de caza.
El sultán se encontraba en uno de los lados de la sala, rodeado de almohadones de vivos colores y bordados plateados simulando formas vegetales, sentado sobre ellos con las piernas cruzadas y ligeramente encorvado sobre un libro. Vestido con un sencillo caftán de seda de tonos oscuros y un turbante blanco, se alejaba de los espléndidos atuendos con los que recibía a la corte. En la intimidad de sus estancias Mahomet vestía de forma austera, llegando incluso a disfrazarse de soldado para realizar inspecciones sorpresa. Su rostro permanecía fijo en la escritura mientras Chalil cruzaba lentamente la distancia que lo separaba desde la puerta, sudando profusamente y con el corazón acelerado. Tan pronto el primer visir alcanzó a situarse frente a él, le alargó la bandeja con las monedas de oro con ambas manos, al tiempo que efectuaba una profunda reverencia. Los ducados tintineaban en su bello soporte, fruto del temblor que atenazaba a su dueño.
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