Viera - Al ocaso
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- Libro:Al ocaso
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- Año:2010
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Al ocaso: resumen, descripción y anotación
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Verónica aún no lo sabe, y buscará realizar su vida a través de sus parejas modelo, no escuchando el verdadero grito de su corazón.
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Javier Ramírez Viera
Javier Ramírez Viera
Escritia.com
JavierRamirezViera.com
Las Palmas de Gran Canaria, España.
2010
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Capítulo primero
Verónica…
No podría decir que tuviera esa alma corrupta de Cleopatra, capaz de enredar a los hombres en una telaraña de perfume invisible. O bien definida, allá en un escote diabólico que aún no me había nacido. Sin embargo, sí que dibujé a tiempo un corazoncito flechado. Y digo a tiempo porque fue un recurso instintivo que me nació justo antes de entregar el examen, a pie de página. Uno que dominó mi mano a traición, pero que me nacía tan de adentro como el pensamiento de mi propia persona.
…Algunos dicen que las mujeres somos la tentación. Y no más que, acaso, lo que ellos sólo creen ver en nosotras. Sin embargo, haciéndoles honores, sucumbí entonces al uso de mis armas de mujer… en aquellos años, apenas los de una adolescente de buen ver, uniformada de esa falda de cuadros que, para algunos, nos convierten directamente en actrices porno; quizá nosotras teníamos la culpa, por recogerle al menos algunos dedos de todo cuanto venía de costura en nuestras peculiares “minifaldas”, las que sabíamos bambolear al uso para con el coqueteo, en conjunto con el torrencial juego de nuestros cabellos.
Era recuperación de septiembre. Algunas chicas, las que nos habíamos dedicado a perder el tiempo durante todo el curso, más que por esa admiración ajena de aprobar para quien aún no le importa mucho el futuro, luchábamos allí la materia al uso del último cartucho, y con la sonrisa bien puesta delante del profesor, sobretodo motivadas por no pasar otro verano castigadas y no discutir mucho más con nuestros padres, que parecían depararnos el papel de astronauta aunque ellos no supieran ni adónde les quedaba ya La Luna. Don Guillermo, nuestro juez en las absurdas matemáticas, también intentaba desligar la inercia popular de la mujer en casa con aquélla que calzaba botas altas y un bolso donde no cupiera ni una algarroba, por ingenieras, abogadas y doctoras… porque hasta una secretaria tenía su cruz clavada. Muchos eran sus discursos en clase a ese respecto, las largas charlas que se nos evaporaban enseguida apenas de entradas por los oídos, porque, como incipientes mujeres, sólo le mirábamos a él. Escucharle sería perder parte de los sentidos en intentan entender monsergas, por lo que sólo oíamos la música de su voz, que caminaba por un enclave distinto al de todas las demás voces del mundo y hasta parecía querer hacer reverberar los cristales de las ventanas, porque nuestros corazones ya vibraban de amores; sólo había que vincular esa “hombría” con su aspecto, tan gallardo, para hacernos soñar con el amante perfecto. Era un sofisticado tipo que se nos antojaba solía darse de cabezazos con el techo, de tanta su altura. Interminable, y enorme en todas direcciones, como esas desproporciones de La Naturaleza en animales que, en las estampas, parecen alimañas, y en el zoo son mentira animada. De cerca, en su mesa, casi como que nos costaba verle de una vez toda esa cara, de lo crecido que andaba, como una seta de concurso. Soberbio, en su propia muralla de Troya, con su chaquetón pardo, del que no solía desprenderse ni en días de sol; dos veces se lo había quitado, y para quedarse de mangas revueltas hasta los codos y proponernos su pinta después de un pasional orgasmo, sobretodo si se había sudado en manchas por los pudores del torso. Pero, había que repetirlo, sólo lo hizo dos veces. Por eso de que siempre aparentase ser un caballero, escondido tras su enorme nariz, de la que algunas listas habían cuchicheado era ideal para que hiciese de cosquillas por donde el ombligo. Al tiempo, un “apéndice” bastardo y ladrón de virginidades, entre una mirada que muchas creíamos pícara, en dos ojos prietos de un gris que nadie aún había visto. Al menos, ni yo ni mis amigas, en nuestro tema de discusión más deshonesto.
¡Qué idiota, hablando de números todo el rato! Nosotras no teníamos que saber sino que uno más uno eran dos. Suficientes. Al menos, por el momento. Era lo que nos hervía, después de que una conjunción del cosmos hiciese coincidir nuestra rabia interna, ese flujo de hormonas malditas que nos incitaban al amor inconsciente, con un año con aquel propicio tutor. Pasábamos de lagartijas de mirada escurridiza, a lagartas. Porque ésta que está aquí, el año pasado, aprobó todo cuanto quiso, con aquella profesora al umbral de la jubilación, marchita como la ropa recién lavada, la que todas las mañanas comenzaba el día con la oración y separando los niños de las niñas en distintas tandas de pupitres, como en un avión las butacas de los de primera y segunda clase; ella, azafata, andando entre el notable abierto entre aquellos dos cúmulos de distinta sexualidad. Una plegaria que pasaba a ser multitudinaria, para con toda la clase y de la que nadie podía escapar, como si fuese el último momento de nuestras vidas y hubiere que rendir pleitesía sensata antes del último suspiro. Casi como si tuviéramos que pedir perdón por ser mujeres y hombres. Una rutina de la que no escapaba ni aquélla que se escondía el chicle debajo de la lengua, lo sacaba y volteaba cuando la profesora se daba la espalda, y de reojo seguía las bobadas y chistes de los chavales, escribiendo notas absurdas y de amor primerizo en cualquier invento. Fue ideal que doña Julia se marchase a casa, a buscar tiempo para visitar tiendas de ataúdes. Épico, en su antes y su después, que en aquel nuevo año no tuviésemos un profesor para cuánta cosa, sino un entendido por cada materia, en el quehacer de complicar las cosas de los adultos en eso de horarios de idas y venidas del profesorado. Así esperábamos a Guillermo, como el perro que espera a su amo, exaltadas. Y para tenerlo el tiempo suficiente de quedarnos con la baba tendente, en lugar de hartarnos de él. Se iba don José, con sus papiros de mapas bajo el brazo, y entraba el sol por las ventanas con la clase de matemáticas. Y venía a ratificarnos esa pasión femenina que dominaba, de un curso a otro, nuestras almas, en el paso de niñas a púberas alentadas a crear familia, y a carreras de locos por el mundo… quizá buscando la máquina de los preservativos, la que por entonces hubiese supuesto un insulto moral, pero que se anhelaba tanto como el aire que, aún si saberlo, se nos cuela dentro de forma automática.
Yo aún no entendía mucho de esas cosas del sexo, sino de nuevas apetencias que no podía ni explicar. Sí que don Guillermo me parecía el tipo más atractivo del mundo. Tan pausado… Casi como si su hablar hubiese sido meditado toda la noche, para luego recitar sus pareceres, siempre honestos, durante el día. Embobándonos, para luego perder por un instante el hilo de su clase, él mismo, al percatarse del amor que todas le profesábamos.
Jamás se sonrojaría. Era moreno, pese a su cabellera rubia. Un revuelto de Tarzán tiznado por el sol. Compleja forma para con el contraste de atrevidos dientes de porcelana, para embellecer una cara de feo que, a la postre, no terminaba siendo sino un fresco salvaje. Justo el que las mujeres de verdad, las de pasión, apreciamos tanto.
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