Miguel Torga - La creación del mundo
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- Libro:La creación del mundo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1981
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La creación del mundo: resumen, descripción y anotación
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Miguel Torga, seudónimo del escritor y otorrino portugués Adolfo Correia da Rocha, nació en Sao Martinho de Anta, Trás-os-Montes, en 1907. Es uno de los principales escritores portugueses de todos los tiempos. Narrador, poeta y dramaturgo, su obra fue premiada a lo largo de su vida con varios galardones nacionales e internacionales. Entre las obras más significativas de Torga cabe destacar su Bichos y Cuentos de la Montaña, así como un extenso Diario, que es tanto una crónica histórica como un libro de viajes y de crítica literaria en el que España es evocada con extraordinaria frecuencia. Nuestra Guerra Civil también aparece dramáticamente reflejada en su autobiografía La creación del mundo. De sus numerosos libros de poesía, posteriormente seleccionados por el autor en una Antología poética, resalta esa lección de amor peninsular que son los Poemas Ibéricos, la reflexión mitificada del poeta y de su creación que aparece en Orfeo Rebelde, y la denuncia en Cántico del hombre de la asfixia mental durante la dictadura salazarista. Su actitud crítica, su activismo cultural y, sobre todo, su amor por la libertad le valieron la confiscación de sus libros, la retirada del pasaporte y el encarcelamiento. Miguel Torga murió en Coimbra, en 1995.
Tomó pues Dios al hombre
y lo puso en el paraíso de las delicias…
GÉNESIS
¡FRANCO!
¡MAR NACIONAL DE TODOS LOS RÍOS ESPIRITUALES DE ESPAÑA!
Así decía el cartel que nos recibió apenas traspasamos la faja baldía a la tarde siguiente. Estampado en negro en la pared de la aduana, pretendía ser al mismo tiempo una glorificación y un programa. A pesar de que otros, dentro del edificio, garantizasen que los Césares eran generales invictos o nos avisasen de que en todos los desconocidos podía haber un espía, únicamente éste me ensució la retina como una mancha. ¡Los ríos espirituales de España desembocando en el alma de un «chisquero»! Así se modificaban en la tabla aritmética del presente los signos de grandeza…
—¡Arriba Franco!
No. Yo, al menos, sería una protesta. Que mi madre Iberia me cortase el brazo si, como respuesta a la provocación arrogante de los funcionarios, yo también lo levantase para saludar a un tirano.
—¡Arriba!
Incluso Julio, el conductor, hacía de soldado romano, aunque soltando por dentro una de nuestras sonoras palabrotas.
Indiferente a las ventajas de ese disimulo simplificador que abreviaba el visado de los pasaportes y suavizaba en las carreteras el rigor de las continuas patrullas de carabineros, permanecía con las manos cerradas y entumecidas en los bolsillos, en una crispación obstinada, incluso viendo claramente que el saludo imperial al que los otros correspondían no era más que un simple cumplido, no sé si hipócrita o agradecido —éstos tan corteses debían saberlo— a la pequeña bandera portuguesa que iba abriendo camino, izada en el tapón del radiador, en la parte delantera del coche.
Práctico y aterrorizado, Lopes protestaba:
—¡Malo! Así no nos entendemos. ¡O nos esforzamos todos por evitar complicaciones, o se nos va aguar la fiesta!
Tenía razón. Yo comprendía perfectamente que cualquier presencia discordante sólo podía traer dificultades, y que yo transformaba cada momento en una pesadilla. Pero a la firmeza de mis convicciones se sumaba no sé qué imperativo del paisaje humano y telúrico que mis ojos iban descubriendo violentamente, como si cometiesen una profanación. Hombres de mi misma edad, mancos, cojos, ciegos, desfigurados, inválidos para el resto de su vida; viejos, viejas y niños enlutados; y un escenario inmenso de tierras abandonadas y de silencio opresivo esperando el último acto de la tragedia.
—Pídame todo menos eso. Es una imposibilidad orgánica. Y más ahora, después de haber visto este espectáculo… Aunque sólo fuera por respeto…
El corazón del comerciante tuvo una extrasístole de sinceridad, inmediatamente compensada:
—Le confieso que a mí también me repugnan ciertas violencias. Siempre fui contrario a la fuerza. Lo que no estoy dispuesto a hacer es meterme en líos por una cuestión de simple formalismo.
—¡En eso se equivoca! En determinadas ocasiones, un gesto, que en otras circunstancias no tendría ninguna importancia, puede llegar a ser un acto de complicidad…
—Vamos a dejarnos de filosofías. ¡Complicidad! Lo que a mí me interesa es seguir el viaje y resolver mis asuntos. ¡Lo demás son cuentos!
—Pero, escuche…
—No tengo nada más que decir.
—¡Arriba España!
De esta vez era un muchachito moreno quien levantaba su brazo esquelético, con un grito estridente. Como no llevaba una carabina al hombro, nadie le respondió. Su grito vibrátil y su brazo extendido se perdieron en el silencio de la llanura inmensa.
—Con esas ideas más le valía haberse quedado en casa…
—Es verdad que he hecho mal en venir. Y le pido disculpas.
—Las disculpas no solucionan nada. Mire a ver si en vez de ponemos en apuros ayuda a hacer las cosas más fáciles.
El día comenzaba a caer cuando surgieron en el horizonte los tejados pardos de Ciudad Rodrigo. Y la cercanía del primer pueblo agravó la angustia del grupo. Mientras el automóvil corría, la brisa que entraba por las ventanillas abiertas iba purificando la atmósfera cargada del interior. Pero eso no sucedía ahora pues los centinelas nos obligaban a parar a cada minuto.
—Pero oiga, ¡levante esa dichosa mano!
—Calma…
—Es que, francamente, no me esperaba esto…
—Ya le he pedido disculpas…
—Sí. Y ¿qué le he respondido? Que no me interesaban sus disculpas. Lo que quiero es que se comporte de otra manera, como además es su obligación.
—Obligación…
—Obligación, sí. Imagine…
Un frenazo brusco nos balanceó dentro del coche.
—¿Qué ha sido eso?
—Me han mandado parar… —gruñó Julio, irritado.
Dos guardias se aproximaron.
—¡Ah! ¡Son portugueses! Sigan, sigan…
De algo había de servir el auxilio lusitano a la causa rebelde. A pesar de que el viejo sueño de anexión continuase vivo y patente en mapas ofensivos —una Iberia unificada del Algarve a Cataluña—, el apoyo político incondicional, los trenes cargados de provisiones y armas, y los forajidos entregados en la frontera, merecían al menos un gesto de cortesía.
Una vez que dejamos atrás la última barrera de uniformes, la tensión bajó notablemente. Ahora todos nos preocupábamos en buscar el hotel que se encontraba en medio de tortuosas callejuelas. Pero sólo después de haberse atrincherado en las paredes del antiguo castillo, transformado en parador turístico, mis compañeros respiraron aliviados.
—Hasta aquí, por lo menos, hemos llegado…
—Y hemos de llegar más allá, no se preocupen.
—Con lo que usted colabora…
Me miraron con odio y respeto al mismo tiempo. En el fondo estimaban que estuviese con ellos alguien lo suficientemente valeroso para mantener intacta la dignidad humana que a ellos les faltaba. Pero, por otra parte, todo sería más fácil sin mí. Y sentí que había cometido una especie de abuso de confianza al haber aceptado acompañarles en el viaje. La única justificación que tenía era no haber podido adivinar mis reacciones ante una realidad que iba más allá de las más osadas previsiones de mi imaginación. ¿Cómo hubiera podido concebir yo anticipadamente, a pesar de los periódicos y de la radio, el mundo apocalíptico que, desde lo alto de la torre del homenaje, me describía Hernando, el mozo de equipajes? Con voz apagada —¿por el miedo o por el pudor?—, parecía la misma España vaciando su alma a la rejilla de un confesionario, con la lista de sus pecados transformada en un rosario de horrores. Combates feroces, fusilamientos en masa, violaciones, incendios, masacres —una pesadilla de odios y de venganzas. Hasta que el espectro de su hermano, caído en el frente de Madrid, cuando luchaba contra los escuadrones italianos, selló su boca.
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