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Miguel Ángel Aguilar - En silla de pista

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Miguel Ángel Aguilar En silla de pista

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Orígenes: raíces, familia, estudios
De derechas de toda la vida

Nací en Madrid un lunes 15 de febrero de 1943. Mi padre, Francisco Aguilar Stuyck, era doctor en Medicina y Cirugía (especialista en aparato digestivo) y operaba en el Hospital General de la Beneficencia del Estado y en el Hospital de San Luis de los Franceses, donde se refugió al sentirse perseguido después del alzamiento del 18 de julio del 36. Bajo la protección de la embajada de Francia, logró salir por Valencia a Marsella y llegar a San Sebastián, donde hubo de presentarse a la autoridad, por supuesto militar, y en calidad de alférez honorario (no provisional) prestó servicio en hospitales de campaña. Mi madre, María Luisa Tremoya Nacarino-Brabo, era nacida en Manila de padres españoles. Yo era su octavo hijo por orden de aparición en escena. Me habían precedido: Miguel, María Luisa, Francisco, Marisol, José María, Pilarín y María Dolores. El mayor, Miguel, del que heredé el nombre, había muerto en Fuenterrabía durante la guerra, en 1938, después de una larga enfermedad. A mí me siguieron Antonio, Ignacio, Santiago y Rafael. Con ello mi posición en el esquema de fuerzas familiares se niveló bastante.

La familia alrededor de la abuela Eloísa En primera fila Antonio Ignacio y - photo 1

La familia, alrededor de la abuela Eloísa. En primera fila: Antonio, Ignacio y yo. En segunda: María Dolores; Santiago; mi padre, Francisco; mi abuela, Eloísa Stuyck; mi madre, María Luisa Tremoya Nacarino-Bravo; Rafael y Pilar. En tercera: María Luisa, Francisco, Marisol y José María.

Cursé los estudios de primaria y bachillerato en el Colegio de Nuestra Señora de las Maravillas, de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, e hice la reválida en el Instituto de Enseñanza Media Ramiro de Maeztu. A partir de cuarto, al concluir el bachillerato elemental, opté por ciencias para el bachillerato superior.

Durante los años del bachillerato, pasé los veranos ayudando en las labores propias de la recolección —sacar, trillar, limpiar, poner el grano en los costales y subirlos al silo— en las tierras de labor de mi padre en el término de Cubas de la Sagra (Madrid). El jornal que recibía por estas tareas era de cinco pesetas por hora. El trabajo compartido con labradores como Atanasio Barrigüete (el Cano) y Pedro del Río (el Cabezón) y con el navarro que hacía de mayoral, Manuel Bados, me convirtió en su amigo pese a la diferencia de edad.

En Cubas de la Sagra con Consuelo Fernández mi niñera hacia 1983 cuarenta - photo 2

En Cubas de la Sagra con Consuelo Fernández, mi niñera, hacia 1983, cuarenta años después de que me tuviera en brazos. La mayor incondicional que tuve nunca.

Enganchado al Opus Dei

Entroncado en una familia que cuenta con más de cinco generaciones de profesionales en la astronomía y en la milicia, sin adscripción política activa, fui aproximado por primera vez al Opus Dei cuando contaba quince años y cursaba el preuniversitario. Algunos compañeros de pupitre en el Maravillas me invitaron a uno de esos pisos que luego supe llamaban de San Rafael para rezar una salve a la Virgen y compartir las meditaciones y los círculos que organizaban los sábados y que desembocaban en una tertulia de ambiente universitario. Allí encontré un clima afectuoso de estudio y estímulo intelectual que resultaba de la suma de gente alegre, con talento y sentido del humor. Mencionaré a Carlos Mellizo, estudiante del Colegio del Pilar y luego de la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense, y hermano del periodista Felipe Mellizo, al que conocí algunos años después. Carlos puesto al piano entonaba las canciones de Ignacio Villa, llamado Bola de Nieve, como la inolvidable «Mamá, la negrita / que se le salen los pies de la cunita…». La merienda era buena prueba del desprendimiento que allí se cultivaba, de forma que todos aportaban sus bocadillos y luego troceados, se redistribuían de modo que a quien había aportado uno de jamón podía suceder que hubiera de conformarse con otro de mortadela improvisado en el Bar García de la calle Padilla, en la acera de enfrente.

En los meses de vacaciones, quienes habíamos pedido la admisión en la Obra seguíamos un plan de estudios diseñado con asignaturas de Filosofía y Teología alojados en los colegios mayores disponibles. Del mes de agosto de 1961 recuerdo un curso de verano en La Estila, un colegio mayor de la Universidad de Santiago de Compostela donde una tarde apareció el Padre, es decir, monseñor José María Escrivá, en visita sorpresa. Fuimos convocados por el director José Antonio Galera en la sala de estar para una tertulia. En ella preguntamos a monseñor por la situación de la Iglesia que tanto le preocupaba a raíz de la convocatoria del Concilio Vaticano II (lo consideraba una oportunidad para que enredara el diablo) y también por su «intención especial», a favor de la cual tanta oración y sacrificio se nos pedía.

Luego los directores quisieron enseñarle al Padre los campos de deportes, a los que se accedía por un túnel de gran anchura que iluminaban a ambos lados unas antorchas convertidas en portalámparas. La estética de las antorchas desagradó a monseñor, que se acercó a una de ellas y la descolocó al grito de «esto es diabólico». Concluido el paseo por el frontón y el resto de las instalaciones deportivas, que daban vista al monte Pedroso, emprendimos de nuevo el camino de regreso por el túnel y observamos estupefactos que las antorchas habían sido arrancadas dejando las bombillas colgando al aire. Me pareció un ejemplo de cómo y hasta qué extremo se obedecía al fundador.

En 1965, concluida la licenciatura en Ciencias Físicas, comprobé hasta qué punto la lucha estudiantil contra el Sindicato Español Universitario (SEU), organización falangista de carácter único y obligatorio, me había contaminado de otras inquietudes y decidí cursar Periodismo en la Escuela Oficial, que ocupaba entonces la trasera del Ministerio de Información y Turismo. Monseñor solía repetir a los suyos que eran «la aristocracia de la inteligencia», que su misión era «la santificación del trabajo ordinario» para «poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas», y para el cumplimiento de esas tareas se concedía especial relevancia al «apostolado de la opinión pública». Debería estar dispuesto a «envolver el mundo en papel impreso». Otra cosa es que yo enseguida comprobara cómo en los ambientes progresistas se profesaba un cierto encono hacia el Opus y que mi pertenencia a la Obra hacía que fuera visto como sospechoso de estar en el mismo bando que los «lópeces», caracterizados como tecnócratas que, carentes de méritos de guerra, como Laureano López Rodó, Gregorio López-Bravo o José María López de Letona, habían articulado otra escala para encaramarse a los ministerios.

Mantuve mis ideas y me vi precisado a dar la cara por el Opus, viví esa entrega con alegría hasta que alcancé un punto de saturación en el que dejó de tener sentido continuar. Alguno de mis amigos de dentro llegó a plantearme que si yo abandonaba quién quedaría de izquierdas en la Obra. Aclaré que no era de izquierdas, ni me había incorporado para cumplir esa función como ya había manifestado años antes a Javier Ayesta, encargado de las relaciones públicas de la Obra, negándome a ser exhibido como elemento excéntrico ante los periodistas extranjeros que venían de vez en cuando a España para hacer un reportaje sobre la organización. Hablé con Antonio Fontán, miembro connotado del Opus que había sido director del diario Madrid, quien me ofreció tanto respeto a mi decisión de abandonar como me pedía para la suya de perseverar. Así fue.

Degenerando

Como he avanzado, tras superar el examen de licenciatura en la Facultad de Ciencias de la Universidad Complutense de Madrid, me gradué en Físicas con fecha de 2 de diciembre de 1965 y me matriculé en los cursos de doctorado de Didáctica de la Física y Técnica de las Emulsiones Nucleares. Mi encaminamiento hacia las ciencias físicas era el resultado del arrastre familiar y del momento que vivía la carrera espacial. En cuarto de bachillerato había elegido ciencias impulsado por las buenas notas en esas materias, porque era un área de conocimiento prestigiosa y por una tradición de tres generaciones a partir de mi bisabuelo, Antonio Aguilar Vela (1820-1882), catedrático de Matemáticas Sublimes, miembro de número de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, que entonces se fundaba, y encargado por el Gobierno de recuperar el Real Observatorio de Madrid, devastado cuando la Francesada, después de visitar los más importantes observatorios astronómicos europeos, con cuyos directores mantuvo activa correspondencia.

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