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Mikel Azurmendi Inchausti - Las brujas de Zugarramurdi

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Mikel Azurmendi Inchausti Las brujas de Zugarramurdi

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BRUJERÍA, RELIGIOSIDAD Y SENTIDO COMÚN DE LA GENTE DE HABLA VASCUENCE EN EL SIGLO XVII

Bruja-brujo traducen al castellano de hoy miles de términos provenientes de miles de culturas diferentes en las que existe algún equivalente semántico para referirse al actor oculto de hechos nocivos supuestamente ocurridos mediante medios extraordinarios. Lo extraordinario consiste en que los daños a personas, animales y cosas se efectúan a distancia, de manera súbita y a ocultas, si no de noche, y de un modo completamente diferente al utilizado en la causación material ordinaria. A eso «extra-ordinario» se le ha llamado mágico, un término que no explica nada y deja las cosas donde estaban: en el más completo desconocimiento.

En todas las culturas de todo el mundo los hechos nocivos atribuidos a brujería merecen la descalificación social. Brujería es, pues, algo peyorativo si no malo.

Sin embargo lo que esos hechos dañinos signifiquen únicamente lo podemos abordar según cada contexto cultural, porque dependen de cómo se entiende en cada cultura la causación material. La acción de causar (producir, originar, ocasionar, obrar efectos) no es imaginada de la misma manera en sociedades de cazadores, de pastores o de labradores; ni en sociedades donde existen gentes de oficio manual considerado como actividad separada de la de gentes de actividad pastoril y labradora; o tampoco donde además de esas clases de gente existe otra dedicada sólo a pensar, leer y escribir.

La causación constituye uno de los factores de más envergadura en el modelaje de la experiencia humana, porque se ponen en contacto la realidad personal y la realidad exterior. Ya desde Piaget

Si el hecho antropológico mayor de todas las sociedades lo constituye la conceptualización de persona humana, es obvio que la noción de persona (su contingencia narrativa, sus correlatos de propiedad y posesión, su modo de significar la sociedad, la vida y la muerte, etc.) varíe conforme se transforman las circunstancias productivas del humano, es decir, según qué cosas haga y qué cosas evite hacer. En una sociedad de cazadores la persona (quien causa cosas y sucesos) se ve a sí misma de muy distinto modo a como se ve en una sociedad pastoril. Aquella sociedad no amontona sino que se mueve al compás del animal de caza; su imaginación se impregna de un carácter punzante y afilado, de ataque y repliegue, lo cual modela todo un mundo y también un modo de ser (percutiente, puntiagudo, varonil por excelencia): por lo general, incapaz de soportar que el primogénito de un matrimonio sea hembra. La sociedad de pastores también se mueve, no amojona pero construye círculos de dominio, extensiones que se conciben «a la redonda», chozas que se significan como «cierre»,

En las sociedades sin escritura, el hecho crucial de «ser persona» se convierte en un asunto de ejecución de determinados actos conducentes a perseguir un determinado catálogo de bienes y esquivar los correspondientes males. Los fines del ser humano están siempre en su mano, para lo bueno y para lo malo, y según uno los logra haciendo o evitando determinados actos, llega a ser alguien un humano. Un humano será siempre más o menos perfecto según la excelencia de sus actos.

La sociedad labradora-ganadera de habla vascuence en la montaña pirenaica de inicios del siglo XVII, lo expresaba esto significando que «uno —la cabeza de uno, literalmente— llega a ser de su propia mano» (inoren burua bere eskuko izan), o sea, que uno se vuelve autónomo dándose a sí mismo dominio y poder. Lo contrario consistía en que uno fuese «mango de la azada de otro». Un hombre bere eskuko, uno que se halla a merced de su propia mano, es una persona cabal que se gobierna a sí misma y puede circular por el mundo con dignidad. Hay caminos en la aldea a través de los cuales, pertenezcan o no a tal o cual propiedad, puede transitar todo labrador-pastor porque son de su mano (bere esku bidea), o sea, están a su alcance. De ahí arranca la noción moderna de Derecho que, aún hoy, formulamos en vascuence como eskubidea, camino bajo poder.

La casa para la gente euscaldún de la época era la realidad «eminentemente real» que poseía a sus moradores, tanto humanos como bestias, asignándoles función y grado según unos específicos tempo: de siembra, de escarda, de cosecha; un tempo bi-anual de estabulación del ganado y de salida a los pastos de verano; un tempo de alianza matrimonial entre vecinos, de emergencia de nuevos seres y de fallecimiento de otros. Para que alguien se constituyera en persona debía llegar a ser un actor social viviendo la experiencia total de la vida a la cadencia ritual: a través de un ir y venir con el ganado de casa al campo, de un llevar a la iglesia las primicias y traer de ella el fuego pascual o el agua bendecidos o los panes dispuestos en ambos cuernos del buey; de un transportar a la iglesia los muertos en medio de una seguizio comunitaria a fin de enterrarlos bajo el reclinatorio nominal de cada casa en aquella iglesia (seguizio o caminata en la que participaba el buey o el carnero, que se instalaban también dentro del recinto parroquial, atados a una argolla específica); de un voltear las campanas en determinadas fechas para espantar a los posibles hacedores de mal pero celebrando el equinoccio de verano en una jornada única de intensidad y lavado de emociones. La fogata de Sanjuán tenía lugar escenificando lo excepcional: saliendo de casa y personándose de noche en el ámbito de lo temible y peligroso, precisamente para combatirlo en su terreno representando con detalle la lucha contra los pérfidos agentes de malas cosechas y malos nacimientos de ganado o de niños. La escenificación terminaba aguardando en pie hasta las primeras luces del alba para las abluciones de agua y las curaciones buscadas en el frote con la savia de un árbol recién seccionado a lo largo. Esa fogata se encendía en cambio en el interior del propio lar durante el equinoccio de invierno (Subilaro) con el tizón bendecido en la parroquia de un tronco quemado en ese mismo lar el año precedente.

Conviene entender bien que todo este cúmulo de acciones realizadas mediante manipulación ritual, que ha permanecido hasta tiempo de nuestros padres (incluida la participación en la iglesia parroquial durante la misa de difuntos del representante macho del ganado mayor), no constituía una tradición para el campesino del siglo XVII sino que era algo vívido y cotidiano, algo perteneciente al sentido común. Y, menos todavía, ese cúmulo de acciones era una superstición. Era cordura existencial, seguridad vital captada causalmente mediante un trajín de actos de coge-lleva-trae-quema-limpia absolutamente manuales pero situados en las antípodas de lo que obnubilados psicólogos freudianos han considerado una obsesión histérica o antropólogos positivistas han tildado de actos mágicos. Los actos ritualizados de paso del tiempo eran otras tantas implicaciones personales del campesino para tomar conciencia de actoría personal, una conciencia de que la vida le pertenecía a uno mismo, de que él lograba «lo bueno para casa» y evitaba lo malo.

Desde inicios de la tardía cristianización en tierras del vascuence, la Iglesia católica supo amoldarse a ese estilo de vida injertándolo dentro de un sistema de fe y enfundándolo en una práctica sacramental que reforzaba la creencia campesina en la continuidad y unicidad de una vida personal. Todos los actos domésticos quedaban expresados, representados, significados mediante teatralización comunitaria, en tanto que asunto público merced al recinto parroquial. Así las festividades de Kandelario, Garizuma, Pazko, Urtezahar/urteberri, Andramari martxoko, Sanblás, Sanmarcos, Santagueda, etc., constituían importantes mojones de un quehacer ganadero comunitario. Con la dramatización se lograba el milagro de hacer visible lo invisible, de significar lo inexpresable.

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