Mauricio Wiesenthal - Libro de réquiems
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- Libro:Libro de réquiems
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2013
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Libro de réquiems: resumen, descripción y anotación
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Figuras tan enigmáticas y fascinantes como Coco Chanel, Jean Cocteau, Stefan Zweig, Giacomo Casanova, Alfonsina Storni, George Sand, Mozart o Eugenio D’Ors desfilan por estas páginas. En Libro de réquiems Mauricio Wiesenthal ha reunido todos los fetiches que han marcado su trayectoria personal: famosos y pintorescos personajes a los que conoció, objetos que persiguió en subastas y aventuras, rincones del mundo que fue descubriendo en su búsqueda de vidas olvidadas. Su talento de escritor convierte inmediatamente una situación en una trama, un ser humano en un personaje, un misterio en una intriga, una ciudad cualquiera en un escenario de acontecimientos insospechados.
Con un toque de dandismo y de ironía que entronca con una larga tradición europea, Wiesenthal ha escrito una obra imaginativa y apasionada, que se nutre en la investigación y la documentación rigurosas y en una profunda erudición. Trascendente y dramático a veces, como la voz de un Réquiem, pero lleno de alegre creación artística, este libro devuelve la voz y el protagonismo a todos aquellos que crearon nuestra cultura, y ofrece una de las lecturas más gratificantes que puedan acometerse.
Mauricio Wiesenthal
ePub r1.0
Sibelius28.09.13
Mauricio Wiesenthal, 2004
Diseño de la sobrecubierta: Pepe Far
Editor digital: Sibelius
ePub base r1.0
Entre todos los personajes apasionantes que conocí en mi vida hay dos seres que me fueron siempre leales: mi hermano Luis y mi mujer, María Rosa, a los que dedico esta obra.
M. W.
En el cementerio protestante de Capri hay una sepultura con un reloj de sol y una cita de Mazzini, escrita en inglés: T HERE IS NO DEATH IN THIS WORLD, ONLY FORGETFULNESS (no existe la muerte, sino sólo el olvido).
Este Libro de réquiems es también, en cierta manera, un libro de memorias; porque, en sus páginas, he reunido a grandes y pequeños personajes que forman parte de mi vida. Y no se puede rendir homenaje a los maestros, a los amigos y a los recuerdos sin recurrir a las confesiones personales.
Después de muchos años de ejercer el oficio de escritor, he llegado a la conclusión de que un libro no tiene interés si no lleva dentro una buena parte del corazón de su autor. Por eso, en los últimos años de mi vida, me dediqué a recuperar los recuerdos que no había llevado a mis libros o que había ido dejando dispersos en artículos, en charlas, en citas… Tengo la idea de que el mundo ha caído en un preocupante estado de amnesia. A los malos políticos y a los grandes productores de basura les conviene que no haya referencias de calidad. Así puede venderse todo en una oferta de «novedad». Y las referencias del buen gusto y de la cultura (maestros y artistas, genios e ingenios) desaparecen devoradas por un torrente de vulgaridades que hoy se promocionan en el negocio, se enaltecen en la propaganda y se estudian en las escuelas.
Tuve la suerte de vivir en una época que, culturalmente, era más rica, más exigente, más intensa. Y, guiado por mis maestros, llegué a conocer algunos personajes interesantes. Pero nunca consideré que la cultura pudiera ser un adorno ni una renta útil, esas apariencias que tanto seducen a los burgueses. Aprendí lo mejor en los viajes y en las aventuras, devorando libros que transformaron mi vida, dejándome llevar por los sueños y los deseos, cometiendo y pagando mis propios errores. Por eso creo que tengo una deuda con los jóvenes que hoy se educan, desgraciadamente, en manos de una poderosa industria que les vende lo que quiere: en los libros, en la música, en la televisión, en el cine…
Durante muchos años me negué a dar a la imprenta este libro, porque pienso que el mundo sagrado de la edición se ha profanado con la educación de los escritores en la cultura del premio y del best séller. La literatura es justamente lo contrario: el sueño de dar vida a un libro único, a un libro buscado, a un libro irrepetible, no tanto por su valor —cualidad que siempre es relativa— sino porque lleva la traza personal del ser humano que lo escribió. Todo artesano ama sus herramientas. Y el papel, la pluma y la tinta son los fetiches del escritor. Por eso, no hay página tan disfrutada como la que se escribe a mano, en papel limpio, con pluma de tinta y primorosa letra; aunque luego vaya a la papelera.
Pero, al final, después de haber sufrido un accidente grave de salud pensé que debía renunciar al sueño de mis manuscritos, porque iba a morirme cualquier día sin que nadie viniese a buscarlos. Por eso llamé a mi buen amigo Francesc Navarro, cómplice en tantas aventuras y tan buenos vinos, y le pedí que me recomendase un buen editor, explicándole que buscaba más un artesano que una poderosa industria. Como me conoce bien, no se extrañó de que yo quisiera editar sólo cincuenta ejemplares.
—Numerados —le advertí, haciéndole sonreír.
Así llegué hasta Josep Molí. Y, para mí, fue un disfrute inolvidable acudir cada día a la pequeña imprenta donde Josep trabaja, como un mago, eligiendo papeles según su aspecto, su peso y su tacto, buscando letras, componiendo cajas, corrigiendo acentos.
Pienso que Aldo Manucio debía de parecerse a Josep Molí. Se desespera cuando no encuentra el tipo de letra perfecto para un título, o cuando un guión de medio cuadratín no está en su sitio, o cuando la cifra de un siglo no aparece en versalitas. Desde jovencito quiso dedicarse al libro y, sin haber tenido la posibilidad de realizar estudios superiores, comenzó a leerlo todo. Sus ojos miopes dan fe de esta hermosa locura. Pero, así, fue forjando su carácter de hombre honesto, sabio, sencillo y entregado a su oficio. A veces me reñía, porque a mí, cuando escribo, se me olvida que hay dos signos distintos para el principio y el final de una admiración, o porque me descuido de cerrar comillas o acabo un párrafo sin poner el punto final. Soy, además, un desastre, porque pertenezco al género maldito de escritores que introducen correcciones y cambios en las pruebas, hasta el último momento. Nunca doy por acabado un libro hasta que no comienza a convertirse en otro. Pero debo confesar que, a veces, dejé algún signo de admiración invertido porque así tenía la oportunidad de volver a su imprenta y salir de ella, oliendo a sabiduría y a tinta.
Mi hermano Luis me dio buen consejo, siempre que se lo pedí, porque sabe cuánta vida puse en este libro, que él —con el estilo romántico y sereno que busca en sus canciones— llama «un paseo enamorado». Envié los ejemplares numerados a mis mejores amigos, tan contados que me sobraron la mitad. Y, de repente, comenzaron a llegarme noticias de personas que habían leído estas páginas, gracias a que alguna gente tiene la generosa costumbre de prestar los libros que le han gustado. El gran actor Emilio Gutiérrez Caba me escribía: «Lo voy a dar a leer a todos mis amigos». Mi querido Jean Claude du Barry, con sus modos de aristócrata del «grand siècle», me envió una carta con su papel timbrado, que comenzaba: «Carissimo, finalmente un poco de alimento para nuestras golosas almas de estetas». Manuel Ramos, escritor delicado y profundo conocedor de la literatura, me llamó un día y consiguió emocionarme hablando de los personajes de este libro, porque me comprendía mejor después de conocer mis sombras. No olvido tampoco la llamada de Emilio Manzano, un crítico de literatura que sabe descubrir autores, arte aún más difícil que el de comentar libros. «Tres personas hemos leído tu libro y nos ha encantado», me dijo por teléfono. Ése era mi sueño: llegar, en silencio, a tres seres humanos que habían amado mi libro. Siempre me ha gustado imaginarme a mis lectores bajo el rayo de luz que ilumina las páginas en la hora solitaria de la lectura, como si formasen parte de mi libro, de mi noche oscura, de las ansias de mi alma. Un libro sólo existe verdaderamente cuando ha sido bien leído.
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