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Mauricio Rosencof - Las cartas que no llegaron

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Mauricio Rosencof Las cartas que no llegaron

Las cartas que no llegaron: resumen, descripción y anotación

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Desde los campos de concentración nazis a las celdas de tortura de la dictadura uruguaya, retazos estremecedores de la historia de una familia, en testimonios de un niño, un joven, un hombre: una sola memoria para narrar realidades que empalidecen a la ficción. Mauricio Rosencof: una profunda reflexión sobre su vida y la de los suyos. Los eslabones generacionales sintetizan a quienes les precedieron y anticipan a quienes les sucederán. «te escribo para escribirme lo que hoy por hoy siento es que yo, hoy, soy vos». En un mundo convulsionado por guerras y separaciones, hay vínculos que se preservan empecinadamente adquieren un valor supremo las cartas, mensajeras del ánimo, el afecto y el alivio para soledades y tristezas, aún aquellas que no se escribieron.

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Desde los campos de concentración nazis a las celdas de tortura de la dictadura - photo 1

Desde los campos de concentración nazis a las celdas de tortura de la dictadura uruguaya, retazos estremecedores de la historia de una familia, en testimonios de un niño, un joven, un hombre: una sola memoria para narrar realidades que empalidecen a la ficción. Mauricio Rosencof: una profunda reflexión sobre su vida y la de los suyos. Los eslabones generacionales sintetizan a quienes les precedieron y anticipan a quienes les sucederán, «te escribo para escribirme lo que hoy por hoy siento es que yo, hoy, soy vos». En un mundo convulsionado por guerras y separaciones, hay vínculos que se preservan empecinadamente adquieren un valor supremo las cartas, mensajeras del ánimo, el afecto y el alivio para soledades y tristezas, aún aquellas que no se escribieron.

Mauricio Rosencof Las cartas que no llegaron ePub r10 titivillus 110416 - photo 2

Mauricio Rosencof

Las cartas que no llegaron

ePub r1.0

titivillus 11.04.16

Mauricio Rosencof, 2000

Editor digital: titivillus

ePub base r1.2

Imagen de cubierta: Chagall, La mujer de la cara azul.

Estas palabras son para tu naciente memoria Inés eslaboncito último rielado - photo 3

Estas palabras son para tu naciente memoria, Inés,

eslaboncito último rielado de sonrisas,

hijita de la hija y de todas estas sangres.

EL ABUELO

I. Días de barrio y guerra

No puedo precisar con exactitud qué día conocí a mis padres y si pude —al menos— darme cuenta, en ese momento, de la significación que tal acontecimiento iba a tener en mi vida.

Pero recuerdo —eso sí— que cuando vi a mamá por primera vez, mamá estaba en el patio. El patio era un espacio enorme que con los años se fue encogiendo. Pero entonces era igualito a la selva de Tarzán, porque mi mamá tenía muchas plantas. Era abierto, sin claraboya, y estaba atravesado a lo largo por una cuerda donde todo el que quería colgaba la ropa mojada, que se llueve. La ropa mojada es, como todos saben, lo que hace llover.

En ese patio, un día, mi mamá encendió un brasero a carbón, donde iba a cocinar un trozo de hígado que los carniceros regalaban a los que tenían gato. Nosotros teníamos. Se llamaba Miska y era igualita a un tigre. Mamá cocinaba para Miska, pero comíamos todos.

De mi papá lo primero que conocí fueron los ojos. Unos ojos claros, transparentes, picaros, buenos, traviesos, que siempre se estaban riendo. Mi papá tenía los mejores ojos del mundo.

Y además de todo eso, yo también tenía un hermano grande, que era el que me defendía cuando nos atacaba el enemigo. Me defendió toda la vida, hasta que se murió.

A él lo habían traído de Polonia hace mucho, y ahora tenía como diez años. Se murió cuando tenía dieciséis, y mi mamá se pegaba en la cabeza.

Después estaba el cartero, pero yo no me acuerdo.

Un día vino papá con traje y todo, azul me parece, y muy contento, con algo muy grande, como un cajón, envuelto en diarios y que tenía botones. Lo puso en la mesa de coser y me miró, y lo primero que me dijo fue «eso no se toca». Entonces la prendió y era una radio.

Mamá, antes, la escuchaba en lo de doña Catalina, que ya tenía. Era para oír las comedias.

Pero después servía para escuchar la guerra.

Era una guerra que había en España y nosotros íbamos a un Comité donde mamá tejía calcetines de lana y papá hablaba. Todos hablaban y hablaban en yiddish, y yo no entendía nada. Entonces nos íbamos a la vereda a juntar cajas de cigarrillos vacías para sacarles el plomo. Hacíamos una pelota con el papel de plomo y con eso en España hacían balas. Para la guerra.

Pero no era para la guerra. Era para la Brigada, que es para la guerra. Acá también hay Brigada. Pero papel de plomo no precisan. Yo sé porque los domingos venden diarios. También venden unos cartones que tienen un dibujo con un señor que te apunta con un dedo, así, y te pregunta: «¿Qué haces tú por España?». Eso dicen, y se llaman «Bonos».

Después de la guerra con España vino otra. El que no vino más fue el cartero. Bueno, venir, venía. Pero lo que yo quiero decir es que a casa no venía. Papá lo esperaba en el balcón. Mi papá cosía en la pieza, y a cada rato se iba para el balcón y miraba para afuera. Y cuando el cartero pasaba —el cartero pasaba pero no venía—, mi papá le preguntaba: «¿Y?». Y el cartero ya sabía lo que le preguntaba y le decía: «Nada, don Isaac». Y no le daba nada.

Entonces mi papá, los domingos, que es el día que se leen las cartas, nos leía las cartas de antes, pero tenía los ojos así, y no se reía.

Las cartas que esperaba mi papá no llegaron nunca.

Querido Isaac:

La segunda semana de julio se instaló la Comandancia de la Gestapo; y al tercer día sacaron grandes afiches que decían que todo judío y descendiente de judío hasta la quinta generación, niños, jóvenes, adultos y viejos, debían usar, en el brazo izquierdo, un brazalete blanco con una estrella azul, y debían caminar debajo de la vereda. Irene no lo hizo y la golpearon. Luego le dieron un cepillo de dientes y un balde con jabón, y la obligaron a lavar la vereda con el cepillo de dientes, y la gente se paraba, y le decían cosas y se reían.

Ahora todos nos preparamos para entrar en el gueto. Algunos vecinos, ¿sabes?, vienen a preguntarnos cuándo nos marchamos, para poder ocupar, cuanto antes, nuestra casa. Samuel dice que vio, en un cinematógrafo de Varsovia, una película que se llama El Führer construye una ciudad para los judíos. Dice que es en Teresienstadt, y que se ve a nuestros ancianos tornando té y jugando al dominó: hay fábricas y calles, tranvías. Es una ciudad. Samuel dice que allí nadie usa la estrella de David, y que caminan por las veredas como todo el mundo. ¿Sabes tú dónde queda Teresienstadt?

En la cocina entrábamos muy justos. León y yo nos sentábamos en un banco de madera largo, que traían del patio para eso, para que nos sentáramos. Cuando estaba en el patio, mamá le ponía arriba una enorme palangana de latón —así le llamaba, «el latón»— y ahí lavaba la ropa.

Cuando la comida estaba pronta, mamá gritaba: «¡Itchrrook!». Le gritaba a papá. Si a papá no le gritaban, no salía del taller. Para que saliera, mamá le gritaba. Entonces traía su sonrisa y se sentaba a la mesa.

Pero mi papá no se llamaba «¡Itchrroold!». Se llamaba Isaac. Y yo me llamaba «Moishe». Así me decía mi mamá. «Moishe». «Moishe, ¿qué haces ahí?». Como Miska. Miska se llamaba así. Miska. «Miska, ¿qué haces ahí?».

Los domingos, siempre, toda la vida, había puchero de gallina. Había un hombre con rulos, con un sombrero bien negro como el del Zorro, que venía con un estuchecito chiquito, y se llevaba la gallina al escusado y ahí la mataba por el pescuezo. Mamá calentaba agua y la pelaba. Papá le pagaba al hombre y le daba una copita de algo. Entonces se iba. Ahora, el sombrero, nunca se lo sacaba. Como el Zorro.

El puchero era grandísimo, pero yo me quería ir enseguida, porque el Fito ya estaba en la calle y porque no entendía nada cuando papá leía las cartas en voz alta. Mi hermano sí que entendía. Él entendía todo. También cuando de noche nos dejaban ir a los dos a la cama grande, y papá cruzaba las piernas en la cama, todos en calzoncillos, para leernos los cuentos de Moisés y el mar, que tampoco entendía pero tenían fotografías —Moisés tenía una barba así—, y León explicaba lo que decía, porque León era el que sabía. Él aprendía de sastre con papá y era el que hacía los mandados para aprender el idioma de acá. «Esto es azúcar, Rusito, y eso sal», le decían en el almacén. Y él, León, después le contaba a mamá. «Esto es azúcar, mamá, y esto sal». La mamá de León es mi mamá.

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