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Papa Benedicto XVI - Luz del mundo

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Papa Benedicto XVI Luz del mundo

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Luz

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PREFACIO

Castelgandolfo, en verano. El camino hacia la residencia del papa llevaba por carreteras solitarias. En los campos la brisa mecía las espigas, y en el hotel en el que había reservado una habitación bailaban, alegres, los convidados de una fiesta de bodas. Sólo el lago, bien abajo, en la hondonada, parecía sereno y sosegado, grande y azul como el mar.

Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger me había brindado ya dos veces la ocasión de entrevistarlo durante varios días. Su posición era que la Iglesia no debe esconderse, la fe debe y puede ser explicada, porque es racional. Me daba la impresión de ser alguien joven y moderno, para nada cicatero, sino un hombre que arriesga con coraje, que mantiene viva su curiosidad.

Un maestro de superioridad soberana y, además, incómodo, porque ve que estamos perdiendo cosas a las que, en realidad, no se puede renunciar.

En Castelgandolfo habían cambiado algunas cosas. Un cardenal es un cardenal, y un papa es un papa. Nunca antes en la historia de la Iglesia un pontífice había respondido preguntas en la forma de una entrevista directa y personal. Ya el solo hecho de esta conversación coloca un acento nuevo e importante. Benedicto XVI había aceptado poner a mi disposición, durante sus vacaciones, una hora diaria desde el lunes hasta el sábado de la última semana de julio. Pero ¿qué tan abiertas serán sus respuestas?, me preguntaba yo. ¿Cómo juzgará la labor que ha realizado hasta ahora? ¿Qué otras cosas se habrá propuesto emprender aún?

Oscuras nubes se habían cernido sobre la Iglesia católica. El escándalo del abuso arrojaba su sombra también sobre el pontificado de Benedicto. A mí me interesaban las causas de estas cuestiones, el trato que se les daba, pero al mismo tiempo las acuciantes preocupaciones del papa en una década que según los científicos es absolutamente decisiva para el futuro entero del planeta.

La crisis de la Iglesia es un punto, y la crisis de la sociedad, el otro. Estas crisis no están desconectadas entre sí. Se ha acusado a los cristianos de que su religión es un mundo ficticio. Pero ¿no reconocemos hoy otros muy distintos y auténticos mundos ficticios: los mundos ficticios de los mercados financieros, de los medios, del lujo y de las modas? ¿No tenemos que contemplar dolorosamente cómo una modernidad que pierde los parámetros de sus valores corre peligro de hundirse en el abismo?

Vemos allí un sistema bancario que aniquila enormes patrimonios del pueblo. Vemos una vida a alta velocidad que literalmente nos enferma. Vemos el universo de Internet, para el que todavía no tenemos respuestas. ¿Hacia dónde nos dirigimos, en realidad? ¿Nos está realmente permitido hacer todo lo que podamos hacer? y si miramos hacia el futuro: ¿cómo superara la próxima generación los problemas que le dejamos en herencia? ¿La hemos preparado y entrenado suficientemente? ¿Posee un fundamento que le dé seguridad y fuerza para resistir también tiempos tormentosos?

La pregunta es, asimismo: si el cristianismo pierde su fuerza plasmadora en la sociedad occidental, ¿quién o qué pasará a ocupar su lugar? ¿Una «sociedad civil» arreligiosa, que no tolere más relación alguna con Dios en su estructura? ¿Un ateísmo radical que combata con vehemencia los valores de la cultura judeocristiana?

En cada época ha existido el afán de declarar muerto a Dios, de orientarse hacia lo supuestamente tangible, aunque fuesen becerros de oro. La Biblia está llena de tales historias. Éstas tienen menos que ver con una falta de atractivo de la fe que con las fuerzas de la tentación. Pero ¿hacia dónde se dirige una sociedad alejada de Dios, sin Dios? ¿No acaba de hacer ya ese experimento el siglo XX en Oriente y Occidente, con sus tremendas consecuencias en pueblos arrasados, con las chimeneas de los campos de concentración, con los Gulag asesinos?

El director de la residencia papal, un señor de cierta edad y muy amable, me condujo a través de interminables salas. Según me decía en susurros, había conocido a Juan XXIII y a todos sus sucesores. Éste, me confió, es un papa inusualmente fino e inconcebiblemente laborioso.

Esperamos en una antesala grande como un picadero cubierto. Poco después se abrió una puerta. Y allí estaba la figura no precisamente gigantesca del papa, que me extendía la mano. Sus fuerzas habían disminuido, me dijo al saludarme, casi como disculpándose. Pero después no se notó en absoluto que las fatigas del ministerio hubiesen hecho mella en la energía de este hombre o, menos aún, en su carisma.

Todo lo contrario.

Como cardenal, Joseph Ratzinger previno contra la pérdida de identidad, de orientación, de verdad, si un nuevo paganismo asumiera el dominio sobre el pensamiento y la acción de los hombres. Criticó la estrechez de miras de una «sociedad de la codicia», que cada vez se atreve a esperar menos y ya no se atreve a creer en nada. Según él, hay que desarrollar una nueva sensibilidad para la creación amenazada, oponerse de forma decidida a las fuerzas de la destrucción.

En esa línea no se ha modificado nada. El papa actual quiere que su Iglesia, después de los terribles casos de abuso y extravíos, se someta a una suerte de limpieza a fondo. Según él, después de discusiones tan infructuosas y de ocuparse de forma paralizante consigo misma, es indispensable conocer por fin de nuevo el misterio del evangelio en toda su grandeza cósmica. En la crisis de la Iglesia se cifra para él una enorme oportunidad, la de redescubrir lo auténticamente católico. Para él la tarea es mostrar a las personas a Dios y decirles la verdad: la verdad sobre los misterios de la creación; la verdad sobre la existencia humana; y la verdad sobre nuestra esperanza, que va más allá de lo puramente terreno.

¿Acaso no nos estremece ya hace mucho tiempo lo que nosotros mismos hemos ocasionado? La catástrofe ecológica prosigue sin frenos. El ocaso de la cultura adquiere formas amenazantes. Con la manipulación médico-técnica de la vida, que en otro tiempo se consideraba sagrada, se están violando las fronteras últimas.

Al mismo tiempo, nuestro anhelo se orienta hacia un mundo que sea fiable y creíble, que sea cercano, humano, que nos proteja en lo pequeño y nos dé acceso a lo grande. ¿No nos vemos hasta obligados a reflexionar de nuevo, frente a una situación de visos a menudo tan escatológicos, sobre algunas cosas fundamentales de dónde venimos, a dónde vamos?, ¿no debemos plantearnos tales preguntas, esas que, aparentemente vanales, sin embargo arden en los corazones de forma tan inextinguible que ninguna generación puede eludirlas? Se trata de las preguntas por el sentido de la vida, por el fin del mundo, por el regreso de Cristo, tal como está anunciado en el evangelio.

Seis horas de entrevista con el papa son mucho tiempo, y seis horas son, por otra parte, demasiado poco. En el marco de esta conversación sólo pudieron tratarse unas pocas preguntas, y no fue posible profundizar en muchas de ellas. En la autorización del texto el papa no modificó las palabras tal como las había pronunciado, sino que sólo introdujo correcciones de menor importancia donde consideró necesarias precisiones de contenido.

Al final, el mensaje de Benedicto XVI es un dramático llamamiento a la Iglesia y al mundo, a cada individuo: no podemos seguir adelante como hasta ahora, exclama.

La humanidad está ante una bifurcación. Es tiempo de entrar en razones, de cambiar, de convertirse. Y sostiene, imperturbable: «Se podrían enumerar muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos sólo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo».

En la pregunta acerca de si Dios, el Dios de Jesucristo, está presente y si es reconocido como tal, o si desaparece se decide hoy el destino del mundo en esta situación dramática.

Para el estilo de vida actual, posiciones como las que sostiene la Iglesia católica se han convertido en una tremenda provocación. Nos hemos acostumbrado a considerar los puntos de vista y las formas de comportamiento tradicionales y probados como algo que sería mejor neutralizar a favor de tendencias más baratas.

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