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Luis Suárez Fernández - La Europa de las cinco naciones

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Luis Suárez Fernández La Europa de las cinco naciones

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Reflexión: a modo de epílogo

I

Una historia de las cinco naciones de Europa debe cerrarse en este momento. Así lo comprendieron en 1947 tres grandes hombres, católicos de convicción y de ejercicio, Schuman, Adenauer y De Gasperi, que, secundados después por un economista, Monet, de sus mismas condiciones, y aleccionados por una reflexión seria y amarga de Winston Churchill, decidieron emprender la tarea de, recogiendo el valioso patrimonio del pasado, construir una nueva Europa, capaz de acomodarse a la cultura globalizadora. Ellos nunca dudaron de que la parte más valiosa de dicho patrimonio procedía del cristianismo para el que invocaban la memoria de Carlomagno, primer proyecto de una civitas Dei como la imaginaba San Agustín. Pues de él había nacido el reconocimiento de la profunda dignidad que reviste la naturaleza humana, con sus dimensiones de libertad vinculada a la verdad y de capacidad racional para un conocimiento que no tiene que limitarse a los resultados de la observación y la experimentación. Monet insistió en que había que comenzar por construir un espacio económico sin barreras para evitar los enfrentamientos de que teníamos muy triste experiencia.

Al término de nuestro largo ensayo se impone esta especie de epílogo que debe permitirnos comprender las secuelas de esa fuerte ruptura que en la Europa de las cinco naciones se consumó en el siglo XVI llevándonos muy lejos en las consecuencias. Nos preguntamos: ¿puede abrigarse la esperanza de que Europa, en efecto, haya superado su tiempo de guerras? Sería estúpido cualquier empeño hacia el protagonismo. A partir de 1945, al llegar a sus extremos límites la segunda revolución industrial, con la liberación de la energía atómica, el automatismo electrónico, la ruptura de la barrera del sonido y el salto de la ciencia hacia dimensiones que afectan a la propia biología humana, la cultura mundial ha roto todas sus fronteras espaciales globalizándose. Sin embargo, algunas fuerzas doctrinales y religiosas se han fortificado convirtiéndose en amenaza para quienes no piensan o sienten como ellas. Al renunciar a su primacía en favor de otros grandes, Europa comenzó a darse cuenta de que sus nuevas generaciones tendrían que enfrentarse, si querían salvaguardar su preciado humanismo, a las consecuencias de un desarrollo tecnológico imposible de controlar.

Los grandes pensadores europeos del siglo XX concibieron esta misión de las antiguas naciones de Occidente, como la de creación de un nuevo humanismo. Esta tarea será imposible de realizar mientras las generaciones que se suceden muestren tanta incapacidad como la que poseen para reconstruir el orden moral. Algunos de los filósofos más cercanos a nosotros —como Spengler, Toynbee, Klages, Ortega, Bergson o Zubiri— se preguntaron por el signo esencial de la nueva cultura planetaria y llegaron a la conclusión de que se encuentra definida por esa nueva dimensión que significa el poder de la imagen, que puede ser empleada como forma de lenguaje que penetra hasta el fondo subliminal de la mente humana. Mediante la pantalla se puede «ver y escuchar» a Hitler en su propio escenario; muchos años después de su muerte, Marilyn Monroe sigue alterando la adrenalina de los espectadores. A través del montaje, que permite falsificar la realidad —nunca Hitler bailó delante del vagón de Compiègne— se han podido construir espacios y tiempos fílmicos, descubriendo que, además del que medimos con un reloj, existe otro tiempo en la conciencia del hombre, que puede ser detenido y extendido, remontado y restaurado, haciendo realidad práctica el hasta ahora tiempo histórico.

Dos grandes conflictos han caracterizado al siglo XX: por una parte tenemos un enfrentamiento entre la cultura del espíritu con la de la ciencia y la técnica; por otra, hallamos una divergencia radical entre la creación libre, personal, y el mimetismo que es propio de las sociedades urbanas. Se hace difícil explicar por qué los pantalones de los hombres del Oeste americano han llegado a convertirse en uso universal. El desarrollo de los medios de comunicación (mass media) ha permitido una distribución de conocimientos simplificados y vulgarizados, que hace creer a las masas que disponen de saber. Esta vulgarización está sustituyendo al pensamiento profundo, al goce estético y a la contemplación espiritual. La importancia de un libro se mide por el número de ejemplares vendidos, si bien todos sabemos que el escándalo falsificador es el mejor ingrediente. La cultura de la imagen, que ha conocido una expansión poderosa a lo largo del siglo, favorece de modo especial la falsificación histórica. El subconsciente del espectador se ve atrapado por el mensaje que se le transmite.

Los valores humanos auténticos sobreviven con dificultad en medio de minorías a veces muy restringidas. Los europeos, que reciben de fuera las influencias más poderosas, parecen verse atraídos hacia posiciones radicalmente opuestas: algunos sectores comienzan a experimentar el hambre de Dios, porque a sus preguntas acerca de la dimensión trascendente se responde tan sólo con sucedáneos sociológicos, pseudocientíficos o, simplemente, supersticiosos; la mayoría, sin embargo, parece rendirse al hedonismo consumista, que se presenta muy vigoroso y que, desde mediados de siglo progresa hacia posiciones que son contrarias a la naturaleza humana, como la homosexualidad, la violencia, la drogadicción o la rebeldía sin causa suficiente.

Caracteriza también a esa sociedad un sentimiento de decepción. Se había insistido, con abundante retórica, en promesas que nunca se cumplieron ya que en su mayoría eran imposibles. Por ejemplo, nunca se había hablado tanto de libertad y nunca se han producido medios e instrumentos tan eficaces para impedirla. Algunos políticos han llegado a decir que no es la verdad creadora de libertad, sino al contrario: aquello que al hombre —guiado en esto por los grandes partidos políticos— procura su libertad, eso es lo verdadero. En esta coyuntura, la Iglesia católica ha debido recurrir a un instrumento tan decisivo como el Concilio Vaticano II para presentarse a sí misma, en actitud de servicio, como depositaria de una doctrina que contiene los antídotos para la angustia y la decepción. Su propósito, semejante a los que imperaban en los primeros siglos de la expansión cristiana, consiste en proponer un modelo de persona humana, y no un proyecto de sociedad, de política o de economía.

II

En 1907, que es el año en que Dilthey publica La esencia de la Filosofía, un pesimismo muy fuerte se expresaba en torno a esta cuestión: ninguno de los métodos filosóficos propuestos servía de fundamento a los hallazgos de la ciencia, especialmente ahora en que el campo de esta última se estaba viendo alterado por la irrupción de los quanta y de la relatividad. Algunos filósofos llegaban a una conclusión diferente: a la vista de la falta de resultados en los sistemas filosóficos que se habían propuesto en Europa durante los últimos siglos, bien que enfrentados entre sí, ¿no sería preferible renunciar a todos ellos para entrar en un eclecticismo? Dilthey no iba tan lejos, pero llamaba la atención sobre un hecho comprobado: el idealismo, en el que tanta confianza se depositó, era incapaz de dar respuesta a todos los problemas que se planteaban. Lo mismo sucedía con otras doctrinas. En otras palabras, se estaba asistiendo al fracaso de las ideologías.

Todas habían prometido solución completa y no habían conseguido otra cosa que enmarañarlo todo. Lo que importaba, por encima de todo, era dar respuesta a esa capital pregunta que Europa arrastraba desde la época de Descartes: ¿qué debemos entender por «lo real»?

Así comenzó a construirse un nuevo camino, que los europeos de las nuevas generaciones deberán conocer para dar fundamento a su propósito de construir una nueva Europa. Tarea muy difícil, como demuestra lo poco que se ha avanzado. Edmund Husserl (1859-1938), discípulo y continuador de Franz Brentano, ha ejercido una enorme influencia. Prescindiendo de los supuestos tanto del idealismo como del positivismo, ensayó una respuesta simple: el objeto de nuestro conocimiento no es otro que «las cosas mismas» tal y como éstas se hacen evidentes ante nosotros. Hegel había llamado a dichas evidencias, fenómenos. Pues bien, recomendaba Husserl, prescindamos de cualquier supuesto previo y tratemos de captar dichas evidencias como ellas son. Este método es el que ha merecido llamarse fenomenología y no se trata de convertirlo en un sistema filosófico. Lograda la captación de la realidad nos vemos obligados a una segunda operación, consistente en eliminar todos aquellos elementos contingentes que impiden descubrir la «cosa en sí». Una rosa es ella misma cuando prescindimos de su color o de su tamaño.

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