Luis Zarraluqui - Con la venia y sin ella
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- Libro:Con la venia y sin ella
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2001
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Con la venia y sin ella: resumen, descripción y anotación
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- Si crees que tu cliente tiene razón, defiéndele con entusiasmo; si crees que no la tiene, defiéndele con el mismo entusiasmo: nadie carece totalmente de razón.
- Mientras exista una posibilidad de recurrir la sentencia, no desesperes; cuando no exista ya recurso alguno, reza.
- No olvides que en los pleitos hay que tener razón, saberla pedir y que te la den. Las dos primeras condiciones pueden excusarse; la tercera no.
- Rechaza a los clientes que han tenido dos o más abogados en el mismo asunto: tu porvenir es el mismo de los anteriores.
- A cualquier escrito y sentencia dale dos lecturas; excepto a los simples y sencillos: a esos dales tres.
- Nunca asegures resultados: no hay casos ganados, sino sentencias favorables.
- No olvides que más vale un mal acuerdo que un buen pleito; y sobre todo que más vale un buen acuerdo que un mal pleito.
- Recuerda que es más importante saber cuándo debes callarte que cuándo debes hablar.
- No hagas una pregunta cuya respuesta desconozcas, ni des una respuesta que conozca el adversario.
- Apiádate del abogado contrario: tiene tus mismos problemas, pero, además, su cliente no te tiene a ti como abogado.
LOS ABOGADOS: FAUNA Y FLORA
Si no hubiera malas gentes, no habría buenos abogados.
CHARLES DICKENS, El almacén de antigüedades
Las puertas de la sala de partos de la clínica del doctor Vital Aza se abrieron y dieron paso a un hombre de mediana edad, vestido de inmaculado blanco, que se terminaba de quitar los guantes. Su sonrisa denotaba satisfacción. Se dirigió a otro que, inquieto y nervioso, paseaba de un lado a otro.
—Ha tenido usted un abogado —dijo a éste el doctor.
Porque el abogado nace. No se hace. Naturalmente, después se aprenden las leyes (cuando se aprenden). Se estudia la jurisprudencia, la doctrina y las técnicas del ejercicio profesional. Se ejercita la dialéctica. Se incrementa el conocimiento del alma humana. Pero hay un sentido, un pronto de reacción y un afán de esgrima que es innato. Abogado se es; no se aprende. Hay un instinto de lucha y de polémica, de análisis y de deducción, de encaje y de pegada, que quizá esté en los genes.
Esto es así, aunque a partir de ahí todo se adquiere. Dentro de lo que puede aprenderse están cuestiones tan espinosas y que parecen tan inherentes a la persona como el uso de la palabra. Muchos dicen:
—Yo no puedo ser abogado, porque no me atrevo a hablar en público. Soy tímido. Antes de ponerme delante de un auditorio, me muero.
Pero no es cierto. Eso se puede asimilar y perfeccionar. Ahí está como esperanzado ejemplo clásico el caso de Demóstenes, cuyas Filípicas contra Filipo de Macedonia en el siglo IV a. C. son modelo de elocuencia. De él se dice que venció su infantil tartamudez acostumbrándose a hablar con piedras en la boca. El feliz resultado de tan peculiar sistema es la prueba más elocuente de que es absolutamente cierta mi afirmación de que la oratoria se aprende. Pero para ello es preciso que uno sea orador; que tenga el instinto de la palabra. Aquí es muy útil la diferencia castellana entre el ser y el estar. Se puede ESTAR tímido o tartamudo y ello no es obstáculo. Eso se vence. Pero siempre que sea ORADOR: que tenga la necesidad de comunicar algo a alguien. En cualquier caso, como método de aprendizaje, el de Demóstenes, a mi modesto entender, no me parece el mejor. Y conste que lo he ensayado. En fin, pruebe el lector a hablar con piedras en la boca y verá lo que es bueno. Lo único que quizá logre sea escupir alguna piedra a su interlocutor y dejarle tuerto.
La oratoria ha tenido momentos de gran esplendor. Los abogados —los voceros— rivalizaban con los políticos y, sobre todo, con los eclesiásticos en este difícil arte. Claro está que se llegó a extremos absurdos. Los adornos y perifollos proliferaron de tal manera que se convirtieron, sobre todo los sermones, en unos discursos indigestos e insoportables. El jesuita padre Isla llegó a escribir a mediados del siglo XVIII su Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias «Zotes» para fustigar a estos oradores. El padre Noydens, en sus adiciones al Tesoro de Covarrubias, cita como ejemplo de estos culturanismos el de aquel predicador que para expresar que Moisés saca agua de una piedra dijo: «Libra cédulas de agua en bancos de piedra el capitán de Israel».
Se puede enseñar a hablar y se puede aprender a hablar. Y a escribir. Y a vencer timideces o miedos. La voluntad y la costumbre, combinadas con algunas enseñanzas, técnicas y —¡cómo no!— algunos trucos, hacen maravillas. Lo que es innato es el instinto que informa y da sentido a tales expresiones. Algo depredador, algo comprensivo, algo discursivo, algo crítico y, sobre todo, toneladas de sentido común. Eso se tiene o no se tiene.
El sentido común, del que dicen que es el menos común de los sentidos, es el eje —o debe serlo— de todo el mundo del Derecho. Si no lo es, malo. Porque el Derecho no es más que un reglamento de la vida en común. Su integración en la norma —la Ley— ha de ser la proyección de lo que es lógico y equitativo. Algunas veces legislar consiste simplemente en la elección de una alternativa, cuyos términos son igualmente procedentes, como cuando se determina que hay que circular por la derecha o la izquierda. Daría igual la elección de la otra posibilidad. Pero en esa concreción, igualitaria y hecha pública para general conocimiento, reside el bien para la comunidad. Gracias a la existencia de una norma uniforme se evita que unos conduzcan por la izquierda y otros por la derecha, lo que llevaría inexorablemente a permanentes encontronazos y accidentes.
En los restantes casos, el sentido común es el que debe inspirar la norma, dadas las circunstancias y los antecedentes. Por eso es tan difícil legislar y aplicar las leyes. Por eso es tan difícil juzgar. Pero en ambos casos —legislar y enjuiciar— ha de primar el sentido común. De ahí que para ser abogado, para asesorar y defender a los ciudadanos, sea imprescindible esta condición.
Ser abogado y no estar abogado es una distinción fundamental. Es la distinción entre quién es patológicamente abogado y quién lo es fruto de una reflexión y de una decisión. El verdadero abogado, ante el caso imposible, se crece. No hay pleito perdido. Anatema a quien diga que no hay nada que hacer. Siempre habrá algo. Habrá que buscar más doctrina, más antecedentes jurisprudenciales. Habrá que estudiar más. Habrá que darle más vueltas. Pero no hay un litigio perdido de antemano. Siempre hay una posibilidad, por remota que ésta sea.
En nuestro país no está muy claro quién es y quién no es abogado. En principio, es abogado el que está incorporado a un Colegio de Abogados, para lo cual es necesario tener el título de licenciado en Derecho y nada más. Por eso, los propios Colegios contribuyen a la confusión. Porque se trata de una entidad profesional que acoge en su seno a quienes no son profesionales de la abogacía, ni lo han sido nunca, ni lo serán jamás. A los Colegios de Abogados pertenecen jueces, fiscales, notarios, etc., que integran algo tan paradójico y contradictorio como el grupo de «abogados no ejercientes». Y que conste que no me refiero a los que transitoriamente, por alguna razón o incompatibilidad ocasional, no practican la abogacía en un momento determinado o a los que han puesto fin a una actividad ejercida anteriormente, por haber pasado a la jubilación o el retiro. Insisto: me refiero a los que pertenecen a otras profesiones. Si nosotros mismos llamamos abogados a estos juristas, no podemos quejamos de la confusión.
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