Luis Harss - Los nuestros
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- Libro:Los nuestros
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1966
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El minuto uno del Boom.
La foto fija que anticipó un fenómeno literario sin precedentes en nuestra lengua.
En el año 1964, Luis Harss emprendió un viaje por Francia, Italia, México y por todo el continente americano con el fin de trazar el retrato literario y psicológico de quienes consideraba los diez autores latinoamericanos más representativos del momento. Borges, Asturias, Guimarães Rosa, Onetti, Cortázar, Rulfo, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa «posaron de buena gana». El resultado de esta aventura honesta y desinteresada fue que, sin proponérselo ni adivinar lo atinado de su predicción, Harss creó el canon y la carta de navegación de un fenómeno aún incipiente que más tarde se llamaría Boom.
«La década del sesenta puede muy bien ser un momento decisivo. Nuestra novela está todavía a prueba. Es demasiado pronto para saber si las pocas figuras realmente notables que asoman en las penumbras son una casualidad o una promesa. Pero si la diferencia entre un accidente y una tradición está en el encadenamiento del esfuerzo común, el futuro se ve propicio. Hoy por primera vez nuestros novelistas pueden aprender los unos de los otros. Cada cual hace su camino propio, pero forma parte de un mismo universo de la imaginación. Hay acumulación y el comienzo de una continuidad. En este sentido podemos hablar del verdadero nacimiento de una novela latinoamericana». Luis Harss, 1966.
Luis Harss
En colaboración con Barbara Dohmann
ePub r1.0
Titivillus 24.06.16
Título original: Los nuestros
Luis Harss, 1966
Diseño de cubierta: Pep Carrió
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A
Camilo Sánchez
y
Juan Cruz Ruiz,
mis amigos
LUIS HARSS nació en Chile (1936) y se crió en la Argentina y en los Estados Unidos. Ha publicado novelas y ensayos en inglés y en español. Compuso su primer cuento pegando sellos postales en una libreta espiral. Ha traducido al inglés cuentos de Felisberto Hernández y El sueño de Sor Juana Inés de la Cruz. Los nuestros es su único libro de entrevistas.
Me da miedo mirar atrás. Los nuestros tiene casi medio siglo. Es mucho tiempo para un libro de modestas ambiciones: juntar unos retratos de autores basados en entrevistas. Me habría gustado cambiar muchas cosas para esta edición, pero me di cuenta que Los nuestros es una reliquia de época, venerable a pesar mío y de sus defectos, y exceptuando unos cortes y algunas correcciones de estilo he dejado todo como estaba.
Me pregunto por qué el libro se leyó tanto. En los quince años entre 1966 y 1981 hubo nueve tiradas, sin contar alguna edición pirata. (Después no sé qué pasó, cuando el libro ya no se conseguía en librerías, la gente lo robaba de las bibliotecas). Es cierto, fue oportuno. Aunque la «nueva novela» ya tenía sus exégetas, a nadie se le había ocurrido reunir a estos personajes dispersos en una galería de retratos «en vivo» que les pusiera cara y cuerpo para el lector. Se hablaba de una mafia de autores jóvenes. En realidad, una diáspora. Y no todos jóvenes. Eran de todo el continente. Algunos, expatriados. Pero se habían descubierto y reconocido entre ellos. Faltaba presentarlos iluminados como para distinguirlos de la literatura tradicional. En cierto modo, inventarlos, porque toda selección es arbitraria. Yo tuve la suerte de poder hacerlo. Y con un aplomo que no tendría hoy. Pienso con remordimiento en cuántos quedaron afuera por mi ignorancia o por prejuicios del momento, o simplemente por limitaciones de espacio. Paco Porrúa, el editor, decía que las omisiones eran tan escandalosas que el libro tendría éxito. Pero los que están están. Entonces parecían los únicos, o los mejores, o los que nos tocaban más de cerca. Y sin duda son representativos. Los nuestros, sin querer, por su iniciativa, estableció una pequeña constelación. Cortázar habría dicho: una figura.
Creo que lo que tenían en común todos estos autores, y que los hacía tan atractivos —aparte de su calidad literaria—, era la libertad interior con que manejaban las palabras para decir las cosas. Es el tema constante de Los nuestros: la realidad pensada y hablada de otro modo. Hacía falta en nuestra sociedad encorsetada: repensar y reinventar todo. Y no con polémicas como antes, sino moviendo las piezas por dentro. Era una postura vital con la que el lector podía identificarse. Cada uno a su manera, estos escritores —salidos del ambiente de represión y censura, del exilio y de la indiferencia, de las tiranías de izquierda y de derecha, destructoras de la cultura, y de la burocracia mental instalada por el aparato de la retórica oficial— decían: hay otra cosa, otras voces, hablemos como se piensa y se vive, o como hablamos en sueños, donde nos reconocemos distintos, o en la intimidad, cuando nos atrevemos a decir la verdad. Esa liberación interior fue, en sí, revolucionaria. Le cambió la vida a mucha gente. Y el escritor encarnaba esa posibilidad. El lector «cómplice» se buscó y se encontró en él, entendió que hablar distinto era imaginar y quizá alcanzar otra forma de ser y de vivir. En el año 66, los éxitos de venta de las librerías de Buenos Aires, por ejemplo, eran todos novelas de autores latinoamericanos. Los nuestros se benefició de esa coincidencia. El escritor, por un momento, fue un héroe cultural.
Enseguida vinieron los años negros, los setenta, cuando gran parte del continente sufría y moría bajo las dictaduras que «restablecieron el orden»: la historia oficial, o el silencio. Y allí, en algunos casos, «los nuestros» iluminaron todavía con una pequeña luz, como una vela en un calabozo. Un lector argentino que conoció el libro en esos años me contó que le había abierto una ventana de esperanza saber que existía ese otro mundo donde algunos seguían ejerciendo la soberana libertad de decir lo que querían, inventando las formas de hacerlo, sin respeto institucional ni la censura interna y la irrealidad que impone el miedo. «Afuera —me dijo este lector—, varios habían escrito en algún momento, en nuestras latitudes no era todo silencio de hospital o de cementerio».
Termino con una voz que no pude recoger en el libro. Cabrera Infante, un expatriado (de Cuba castrista) que vivía más que nadie metido en las palabras, pedía que si lo incluían en algo, que fuera entre los excluidos. Mirándose en su retrato un día, preguntándose quién era, se reconoció «solitario, vulnerable como ante el paredón y a la vez absolutamente libre». Lo tengo por escrito. Y es lo que no hay que olvidar.
Hace pocos años éramos un continente de poetas. Se los veía, iluminados, en los cafés, en los tranvías. En algunas ciudades estos favoritos de las musas viajaban gratis en los omnibuses. Los novelistas no gozaban de este privilegio. A la poesía la transportaba el prestigio. La novela era más bien panfletaria y pedestre.
Nuestros primeros hombres de letras pertenecían a esa pequeña élite culta que practicaba el arte menos por necesidad vital que como un entretenimiento entre amigos, un ornamento del ocio. Sus normas, importadas de academias europeas, eran el refinamiento y la sensibilidad. Se expresaban en latín, en «castellano» (un ideal de pureza lingüística sin regionalismos) y en portugués clásico. Producían bellas letras, artes de salón en las que no se jugaba nada esencial. El concepto de vocación artística como compromiso absoluto del hombre entero no existía. No lo permitían las condiciones históricas que ocupaban la atención en actividades más urgentes, ni el ambiente social. Y sin ese compromiso no hay novela. Es que la novela, como la fe, es envolvente y en cierto modo, abismal: un género monomaníaco que sólo puede vivir peligrosamente. El que se lanza por sus caminos, como el cruzado, acomete contra el mundo, se tira de cabeza, con todo lo que tiene, a la quiebra o la salvación. La novela es egocéntrica. Se entrega para poseerse. Y para tocar fondo requiere introspección, una interioridad sostenida: es decir, el tiempo personal que se hace posible en una sociedad más evolucionada donde puede haber un sentido en profundidad de la conciencia individual.
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