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Manuel Leguineche - La ley del mus

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Manuel Leguineche La ley del mus

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Picture 1III.
LOS BORRACHOS EN EL CEMENTERIO
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“En el juego de los mamíferos superiores y de los pájaros se advierte con toda claridad que la motivación de los múltiples movimientos instintivos que se suceden a toda velocidad no puede surgir de las fuentes del instinto de las que se alimentan en el marco del comportamiento habitual… En el juego la novedad cualitativa consiste en que es el proceso de aprendizaje en sí y no una realización del acto consumador, el que proporciona la motivación”.

Konrad Lorenz (La otra cara del espejo)

SEGUROLA

Los borrachos en el cementerio juegan al mus Se va a este juego de envite con - photo 3

Los borrachos en el cementerio juegan al mus. Se va a este juego de envite con ansia de inmortalidad, con la esperanza de, borrachos o no (es mejor conservarse sobrio para ganar, esto es un sacerdocio), ganar al mus en el cementerio. ¿Qué es lo que hace que deseemos pasar a la historia no por lo que hacemos, un despacho, una oficina, un campo de fútbol, un hospital, un foro, sino por lo que jugamos, por lo que a veces —pocas— ganamos sobre el tapete verde? Miramos con piedad y conmiseración a los que no comparten con nosotros los gozos de este juego traído de América, según una de las muchas versiones, por un jesuíta vasco, que ha pasado en poco tiempo de las tabernas a los hoteles de cinco estrellas. ¿Cómo se puede pasar por el mundo sin haber gozado de los placeres del mus?

En El mus y las funciones directivas sus autores, Juan Luis Urcola y Pablo Carreño tratan de aplicar a la gran empresa las técnicas del mus y viceversa. El índice de este libro rico en sugerencias les dará idea cabal de la profundidad del propósito: Los aspectos directivos en el mus. Aspectos previos a la partida: Prever, Organizar, Coordenar, Decidir, Controlar. Cita una frase de Adán Echecarte en el libro de Mingote que ve al mus como “un juego de caballeros, rápido, violento, audaz y astuto, que la astucia sin malicia es caballerosidad. Pero sin sañas ni rencores, sin resentimientos ni discordias, en el cual vencedores y vencidos conquistan el galardón de la sociabilidad sublimada. El mus es escuela de educación y de hombría de bien, donde la palabra vale más que una firma y los errores se pagan sin lamentaciones”. Esta es una visión idealizada, bucólica, del mus. Adán, criatura de Mingote, sabe que el mus puede convertirse en una guerra civil. En una de las primeras partidas, cuando vine a vivir a Madrid, le dije a uno de mis contrincantes que era un amarrategui, un Segurola, como el jugador de la Real Sociedad, o sea que amarraba mucho, que jugaba muy seguro. Era tan susceptible que dio por terminada la partida, se levantó de la mesa y se fue. No volví a verle.

Yo tengo una visión distinta, de juego agonístico (del griego agozinomai que significa luchar, combatir, competir, y designaba, con el culto a Apolo en Delfos y a Zeus en Olimpia, los ejercicios de preparación para la guerra) de furiosa competencia, con todos los peligros de la emulación. Mi padre era un buen jugador pero le pasaba lo que a mí: se mosqueaba con facilidad, respondía a la provocación, entraba al trapo, se desconsolaba cuando le tocaba el perete, ponía cara de funeral y perdía con poca resignación. No soportaba el fraude, la ruptura del reglamento. Si la partida discurría sin novedad, sin fricciones por los tanteos, lo aceptaba todo de mejor o peor talante. Si perdía en esas circunstancias pagaba la lotería o la cena sin rechistar. Pero cuando la partida venía torcida se lo tomaba más en serio que la vida misma. La interpretación idílica y ejemplarizante del mus que hacen Echecarte y Urcola parte de la idea rusoniana de que el hombre es bueno y el mus escuela de la vida, con emoción, sensación de riesgo, alegrías y tristezas. Pero entre caballeros. Ya dice Mingote que la primera característica del jugador de mus es la fanfarronería, limitada, naturalmente al juego, puesto que el muslari, en sus demás actividades, “es un modelo de caballerosidad y discreción”.

Los jugadores cabalgamos sobre un tigre. Una buena y armónica partida depende de factores complejos, de humores y humos, de estados de ánimo, caracteres, buenas digestiones, buenas vibraciones, estilos. Porque si el estilo es el hombre lo es en mayor medida en el mus. Maravilloso, Único, Soberano. Para un aldeano de Guernica como yo, tratar de adaptarse al mus madrileño fue un encontronazo, un aterrizaje muy accidentado. Se saltaban las que yo creía claras reglas sagradas y, lejos de la austeridad a la que estaba acostumbrado, al poco parlamento y a la economía de medios, me topé de bruces con la verborrea, la mentira, el farol, el engaño, y a veces hasta el insulto personal. Tuve que acostumbrarme.

CUATRO CASTIZOS

En los años en los que Díaz Cañabate escribió su aclamada Historia de una taberna parece que el mus no era un juego nacional y sí lo eran el tute, que viene del italiano tutti (todos) y la brisca, que procede de Holanda. Díaz Cañabate, el Caña para sus amigos, entendió después de frecuentes cavilaciones que el misterioso origen de la raza vasca se fundía con la madrileña “en virtud de la identidad de gustos raciales de carácter al adoptar las dos el mus como entretenimiento privado. Porque, añadía, es curioso el fenómeno de que dos razas tan dispares manifiesten las mismas aficiones y las desarrollen dentro del juego del mus con idénticas palabras, vehemencia, incidentes y resultados. Esto es incontrovertible: cuatro aldeanos vascos juegan al mus y dicen, hacen y comentan como si fueran cuatro castizos nacidos de Progreso pa bajo”. Tan sólo una diferencia filológica apuntaba el escritor costumbrista y cronista taurino del diario ABC, “en las provincias vascongadas, a los tantos se les llama amarrecos. Y nada más; el resto, igual, exacto. Quizá cuando uno desafía, diga:

—Yo y la boina os jugamos a ti y al que salga”.

Fue una lectura apresurada. Se ve a la legua que Díaz Cañabate no sabía de geomusística, que lo suyo eran los toros y las tabernas. En Madrid la boca no hace juego. Eso sin entrar en mayores elaboraciones, porque el reglamento cambia de región en región, y se va desde los cuatro reyes en lugar de ocho, en Navarra y zonas de Euskalerría, a la prohibición de las señas.

NIRVANA

Sin embargo en algo tenía razón el autor de Historia de una taberna, que describe la mesa de pino en el rincón del local, cuatro hombres a su alrededor y cuatro o cinco a su lado, en la mesa una baraja, copas de vino y unos tanteos que pueden ser de varias clases: corchos de botellas partidos en rajitas, cerillas, perras gordas y chicas, etc… El Caña está de acuerdo conmigo en que el mus puede llevar al crimen. “Cuando el desafío no existe, entonces se echa a suerte quiénes van a jugar de compañeros y la suerte son los cuatro reyes de la baraja. Se van tirando las cartas delante de cada jugador. Al que le toca el primer rey juega con el que le toca el segundo. Ya está la partida armada. Y casi siempre la bronca también. Porque, eso sí, el juego del mus, por la razón apuntada de los listos y los tontos, se presta como ninguno a la discusión, a la disputa, al acaloramiento, a las palabras gruesas y, por último, al crimen. Ahora, no sé antes, en todas las cárceles de los lugares donde se juega al mus había seis o siete reclusos, allí encerrados, por el asesinato de un contrario que echó un órdago no muy claro cuando al asesino le faltaban tres tantos para ganar la partida. El jurado solía ser benévolo con tales reos y los equiparaba a los pasionales que mataban a la novia porque se había cansado de comprarles cajetillas de cuarenta y cinco. El abogado defensor manejaba en uno y otro caso la eximente de la locura: locura de amor para unos, locura de mus para otros”.

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