Manuel Leguineche - El precio del paraíso
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- Libro:El precio del paraíso
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1995
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El precio del paraíso: resumen, descripción y anotación
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La respuesta es la memoria, la única respuesta. Diles a los que quieran saberlo que nuestro dolor es auténtico, nuestra perplejidad infinita y el agravio profundo.
E LIE W IESEL (internado en el campo de Buchenwald, premio Nobel de la Paz).
Va buscando libertad, tan querida, como sabe quien por ella desprecia la vida.
D ANTE A LIGHIERI , «Purgatorio», La divina comedia.
El precio del paraíso narra la apasionante historia de Antonio García Barón: un hombre que perdió una guerra en España y otra en Francia, y que, tras cinco años en un duro campo de exterminio nazi, Mauthausen, se pregunta qué hacer de su vida. Se refugia a orillas del Amazonas, se casa con una mujer de sangre india y tiene cinco hijos. Por fin dueño y señor de sus actos, presidente de su propia República, la República del río Quiquibey, Antonio ha encontrado la libertad lejos de las grandes ciudades, en una cabaña sin electricidad ni teléfono, a horas en canoa de la primera aldea civilizada. Manuel Leguineche decidió lanzarse a la búsqueda de este hombre y lo encontró en la selva boliviana. «Amanecía sobre el río Quiquibey cuando Antonio García Barón inició el relato de su vida».
Este libro es un testimonio que pone en duda las bases del supuesto «estado de bienestar» occidental.
Manuel Leguineche
De un campo de exterminio al Amazonas
ePub r1.1
DaDa 11.02.15
Título original: El precio del paraíso
Manuel Leguineche, 1995
Diseño de portada: Hans Romberg
Editor digital: DaDa
Corrección de erratas: asunsao (r1.1)
ePub base r1.2
1. El contador de relámpagos
El autobús descendía en zigzag desde los 4725 metros del altiplano boliviano en el paso de la Cumbre hasta los doscientos metros del alto Amazonas. El paisaje, sobre todo las profundas barrancas, era como para quitar el hipo. Las peligrosas curvas en forma de herradura se sucedían una tras otra. En el asiento de al lado, una india de dos trenzas y sombrero hongo, vestida como las lagarteranas o charras salmantinas del XVIII , amamantaba a un niño recién nacido, de ojos como el carbón. Me han dicho que fue un comerciante inglés el que introdujo, a principios de siglo, la extraña moda del bombín en las mujeres. Los hombres se tocan con el chullo, el gorro multicolor.
Mientras el autobús de la Flota Yungueña llamado Papá Corazón Soltero abandonaba La Paz, la capital más alta del mundo, yo recordaba los motivos del viaje. A mediados de los años ochenta, ni siquiera recuerdo la fecha exacta, llamó mi atención un reportaje de Antonio Calvo Roy, publicado en el dominical del diario madrileño Ya . Se titulaba «Por fin, libre» y se abría con la fotografía de un hombre de unos sesenta y tantos años, bien conservado, de mirada desafiante, manco de la mano derecha, con una vieja escopeta de caza sobre la mano izquierda en medio de la selva; estaba tocado con una gorra militar y con la camisa del mismo género. En la presentación del reportaje se decía lo siguiente: «Luchó junto a Durruti en la guerra civil española. Huido a Francia, defendió la Línea Maginot junto al ejército francés. Apresado por los nazis, fue deportado al campo de exterminio de Mauthausen y cinco años después fue liberado por las tropas aliadas. Había colaborado por algún tiempo con el maquis y tras su liberación trabajó como ingeniero en París; pero, para él, la libertad no estaba en Europa. Antonio García Barón el español la encontró en el alto Amazonas. Por fin, libre».
Después de leer la crónica con detenimiento y subrayar algunos de sus pasajes, la dejé en el archivo. Pensé que Antonio García Barón debía de ser un personaje apasionante. Vive la destrucción de España; decía Ganivet en 1896 que entre los españoles «hay una tendencia irresistible a transformar las ideas en instrumentos de combate». Vive también la destrucción de Europa, la de su propia familia; combate en las filas anarquistas de la columna Durruti, escapa a Francia; los alemanes, contra los que ha luchado en nuestra guerra civil, le pisan los talones. En el frente francés libra su segunda guerra contra ellos. No puede volver a Monzón (Huesca), su pueblo. Las autoridades del nuevo régimen español han puesto precio a su cabeza. Antonio García Barón construye trincheras en la Línea Maginot, combate de nuevo a los nazis y trata de escapar junto con las fuerzas británicas en Dunquerque; pero, como tantos otros republicanos españoles, queda tirado en sus playas mientras contempla desilusionado cómo aquella improvisada flotilla de barcos de fortuna enviada por Churchill surca el canal a toda máquina hacia los blancos acantilados de Dover.
Después intentará abrirse paso hacia los bosques de Saboya con la intención de unirse al maquis. Antonio no lo logrará porque una patrulla de la Wehrmacht le hace prisionero, le obliga a marchar durante cuarenta días, lo mete en un camión, lo envía a Alemania, y desde Nuremberg, hacia una aldea austríaca, cuyos paisajes bucólicos admiró Mozart. La aldea se llama Mauthausen y está situada a pocos kilómetros de Braunau-Linz, la ciudad en la que nació Hitler.
Era el descenso a los infiernos.
Años después revisaba mi archivo de «temas interesantes» cuando reapareció el reportaje sobre el español que vivía como un Robinsón en el alto Amazonas. De nuevo sentí algo parecido a un chispazo eléctrico: la memoria de Antonio García Barón vino de nuevo hacia mí, fresca y retroalimentada. Fue como una predestinación. Esta vez no dejaría que el español se me escapara. Devoré otra vez las líneas, algunas de ellas subrayadas, del reportaje sobre el deportado de Mauthausen que se refugia en las orillas del Amazonas, se casa con una mujer de sangre india, nieta de un japonés que combatió en la guerra del Chaco, y tiene cinco hijos. Es una especie de argonauta, un Francisco de Orellana que desprecia a una Europa cubierta de millones de cadáveres y se embarca hacia el Génesis. Antonio, según su carné de combatiente deportado a Mauthausen, había nacido en Monzón (Huesca) el 10 de mayo de 1922. Acababa, pues, de cumplir los setenta.
Por un hombre con esa biografía merecía la pena viajar a Bolivia e internarse en el Amazonas, que reúne casi la mitad de todos los organismos vivos del universo. Yo lo veía así: ha sufrido lo indecible, ha pasado cinco años en uno de los peores campos de exterminio de la órbita nazi, cuya existencia niegan ahora los revisionistas de la historia; tan sólo mil quinientos de los siete mil o quién sabe si diez mil o doce mil prisioneros españoles de Mauthausen, considerados como subhombres, salieron con vida de allí cuando fueron liberados por las tropas norteamericanas, el 5 de mayo de 1945. Al salir, vestido aún con su traje a rayas, Antonio se pregunta: «¿Adónde ir ahora? ¿Qué hacer con mi cuerpo y con mi alma?». Rotas las amarras con su patria, España, Antonio el aragonés «franco, fiero, fiel, sin saña», empujado por su temperamento, su ansia de libertad total, decide elegir la selva amazónica. Aquel 5 de mayo ha visto a sus pies una Europa en ruinas. ¿Qué puede ofrecerle un continente maldito que fabrica más de noventa millones de cadáveres en el espacio de treinta años? A García Barón no le gusta que le dicten las letras de sus canciones. Su destino está en otro lado, en la otra orilla, donde Antonio sea dueño y señor de sus actos, presidente de su propia República, la República del río Quiquibey, en el alto Amazonas, donde crecen árboles de cincuenta metros que proyectan una sombra de medio kilómetro. El gobierno boliviano le contrató para contar relámpagos.
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