Deus vult! El grito es cifra de la quimera que durante dos siglos movió los espíritus de caballeros y villanos a lo largo y ancho de la Cristiandad. Las peregrinaciones armadas fueron, en efecto, un sueño impregnado de mística y de fe que iluminó miles de mentes y corazones, entregada la voluntad a Dios por un mismo fin: la liberación de los Santos Lugares; pero también consistieron en una pesadilla muy humana, codiciosa y sangrienta, que cegó los ojos de unos peregrinos obsesionados por conquistar el reino de Jerusalén.
La primera de las ocho peregrinaciones —bautizadas más tarde como cruzadas—, impulsada en 1095 por el papa Urbano II, fue la única que triunfó, pese a ser —o gracias a ello— un plan descabellado. Cuando en 1099 Godofredo de Bouillon entra a sangre y fuego en Jerusalén, quedan atrás tres años de cruentas batallas y taimados politiqueos, de escabrosas y sorprendentes aventuras, toca a su fin una empresa que encierra toda la imagen del mundo medieval, el tono de la vida y el ideal heroico y caballeresco, la emoción religiosa como gozne sobre el que giraba toda la existencia, los anhelos y miserias, también, del vivir cotidiano.
La crónica de ese viaje prodigioso nos llega gracias a la apasionada dedicación de dos profesionales del periodismo y la literatura. Con un lenguaje rico y directo que presenta con viveza los episodios más jugosos, y con un entusiasmo contagioso, han sabido darle a la historia una dimensión que por desgracia se nos suele ocultar.
Manuel Leguineche & Mª. Antonia Velasco
El viaje prodigioso
900 años de la primera cruzada
ePub r1.0
Titivillus 05.03.16
Título original: El viaje prodigioso
Manuel Leguineche & Mª. Antonia Velasco, 1995
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
El género humano recurre a la religión cuando ha desesperado de los socorros de la naturaleza. De ahí que las guerras de religión sean muy sangrientas y de ahí que los hombres libertinos al envejecer devengan muy religiosos.
GIAN BATTISTA VICO
Los habitantes de la tierra se dividen en dos:
Los que tienen cerebro pero no religión.
Los que tienen religión pero no cerebro.
ABUL-ALA-AL-MAARI
MANUEL LEGUINECHE, Nacido en Arrazua (Vizcaya) en 1941, es uno de los periodistas más populares de nuestro país, y también uno de los de mayor prestigio. Cursó estudios de Derecho y de Filosofía en las universidades de Deusto, Valladolid, Madrid y Toulouse. Dedicado al periodismo, ha triunfado en prensa y televisión, pero es también un reconocido autor literario. Tiene más de veinte obras publicadas y ha obtenido innumerables premios, entre otros el Nacional de Periodismo, el Pluma de Oro, el Ortega y Gasset y el Cirilo Rodríguez.
MARÍA ANTONIA VELASCO, estudió Medicina y Filosofía Pura en la Universidad de Madrid. Ha cultivado el periodismo, como columnista durante cuatro años, y desde 1981, año de publicación del libro Relatos en primera persona, también la literatura. Ha ganado, en 1987 y en 1988, respectivamente, dos de los galardones más importantes que se otorgan en España a la narrativa breve: el Emilio Hurtado y el Tiflos.
CAPÍTULO XXII
Balduino I el mujeriego
Las damas: ése fue uno de los pocos puntos flacos y débiles de Balduino de Jerusalén, que tenía la pasión de los clérigos y la bravura del soldado. Dice algún cronista que ese amor a las mujeres le ayudó a humanizarse. Se casó tres veces y no tuvo hijos, por lo que la corona pasó a su primo Balduino del Burgo, que llegó desde Edesa a Jerusalén el mismo día de sus funerales.
Los últimos años de la vida de Balduino I estuvieron marcados por el escándalo de la bigamia. Le traían sin cuidado las cuestiones de moral conyugal, pero la Iglesia puso el grito en el mismísimo cielo cuando se llevó al altar a una de las princesas más bellas y solicitadas de Europa. Como Alejandro Magno, Balduino se sirvió del matrimonio para fortalecer alianzas y consolidar reinos. Una de sus primeras decisiones como conde de Edesa fue casarse con la princesa Arda, hija esplendorosa del anciano Gabriel, señor de Metilene, armenio y ortodoxo de religión.
Reales trampas
Como algunos hombres del tiempo en los programas televisivos, que apuestan su bigote si el pronóstico meteorológico falla, Balduino prometió en Edesa que si no podía pagar la soldada a sus hombres se afeitaría la barba, signo de distinción entre los armenios. Les debía la nada despreciable cantidad de treinta mil besantes. Fue una estafa, una artimaña, un engaño del conde que se había conchabado con sus soldados para sacarle el dinero a su suegro «el anciano Gabriel. Pensó —escribe Runciman— que un yerno sin barba sería nocivo para su prestigio y cuando los hombres de Balduino, tomando parte en la comedia, corroboraron que su jefe realmente había prestado tal juramento, Gabriel se apresuró a entregar la cantidad necesaria para evitar tan lamentable humillación. Los armenios, igual que los griegos, consideraban necesaria la barba para demostrar la dignidad viril. Su suegro obligó a Balduino a hacer un nuevo juramento en el sentido de que nunca más volvería a pignorar su barba».
El caballero franco, cuya rapacidad era bien conocida, era capaz de cualquier cosa por un duro y no digamos por treinta mil besantes, la moneda bizantina de oro o plata que tuvo curso legal hasta en las zonas musulmanas.
Con tan azarosa vida, puede imaginarse el lector el tipo de vida conyugal que llevarían Balduino y la princesa Arda. Apenas si se veían, ya que, cuando no estaba en la guerra, el rey —un ligón, un rijoso— se las arreglaba para seducir doncellas o casadas. Arda terminó por acostumbrarse a las escapadas de un marido tan infiel. Lo tenía todo para triunfar en el arte de la seducción; además de ser rey y otros títulos, Balduino era un tipo de gran envergadura física, más alto que todos, de ojos negros llenos de fuego y verbo fluido: un atleta sexual.
Una princesa molesta
En casa y con la pata quebrada, la princesa Arda se resignaba a su papel, en la ansiedad de las largas esperas: a Balduino le habían dado por desaparecido, por herido grave, por prisionero en celda sarracena y hasta por muerto, como cuando fue rodeado por las fuerzas enemigas en la fortaleza de Ramla.
En aquella ocasión, a la mañana siguiente, los egipcios se presentaron en Jaifa blandiendo la cabeza segada del monarca. Arda, que se hallaba en la ciudad, estalló en sollozos y preparó el luto. Esta vez la baraca, la buena suerte, había abandonado a Balduino. La sorpresa de las autoridades de Jaifa fue mayúscula cuando, cuatro días después, vieron aparecer una barca que lucía el pabellón de Balduino. La cabeza cortada que los egipcios exhibieron ante las murallas era la de un doble del rey Gerbod de Winthic. Tras escapar sobre Gacela y refugiarse en Arsuf, Balduino había conseguido que un corsario inglés llamado Goderico lo llevara en su barca hasta Jaifa.
Arda le sirvió mientras residió en Edesa. Pero en Jerusalén, donde los armenios no contaban nada, la princesa y esposa era más un estorbo que una ayuda. Un día Balduino internó a su mujer en un convento y la convirtió en monja de la iglesia de Santa Ana. ¿Cuáles fueron las razones para que el rey tomara una decisión tan drástica? Quizá es que Arda no tenía ya nada que ofrecerle, pues ya había gastado todo su dinero, o quizá es que —como se decía en los mentideros de Jerusalén— él había encontrado una amante rica y joven o puede —como también se decía— que Arda fuera ligera de cascos, una cortesana que se daba con mucha facilidad, aunque nunca, pensamos, con la facilidad y ligereza con que se daba su marido.