Jules Verne - Viaje al centro de la mente
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- Libro:Viaje al centro de la mente
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
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Viaje al centro de la mente: resumen, descripción y anotación
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¡ C ada vez más fuerte, como en Nicolet! Mientras en Francia nuestra industria, sobrecargada de brazos inactivos, sin saber ya a dónde echar ese fardo humano, deja caer una parte en la colonización de Argelia, suplica a la agricultura indígena aliviarla de la otra parte, y se ve reducida a maldecir las máquinas que tanto han simplificado el trabajo desde hace medio siglo, los ingleses aún tienen la audacia de buscar nuevas máquinas, y de soñar con los esclavos de hierro para labrar el suelo, para sembrar y cosechar con el vapor, y dar el golpe de gracia a los irlandeses, que se mueren de hambre por millares en sus chozas hormigueantes de niños.
Un tal señor Etzler de tierra con un capital de menos de 1 dólar (5 francos) por área. Según la revista que acabamos de citar, esa máquina debe, en un futuro poco lejano, transformar el trabajo agrícola y sustituir los obreros humanos por esclavos de hierro. Lo cierto es que la máquina construida por el ingeniero Atkins, por cuenta de la Sociedad de emigración, ha funcionado en presencia de un numeroso público en los alrededores de Bicester, en Oxfordshire. Entre paréntesis, esa experiencia ha asumido el carácter de una verdadera fiesta; desde por la mañana se disparó el cañón y las campanas tocaron a vuelo. Ochocientas personas acudieron a la cita y se instalaron bajo unas tiendas levantadas expresamente para la circunstancia. El esclavo de hierro trabajó a total satisfacción de los accionistas, y, en el inevitable banquete que remató la fiesta, se dieron las gracias al ingeniero y a los obreros que lo han ayudado.
¡Pobres obreros y pobre ingeniero! Tal vez habrían hecho mejor tocando a muerto y entonando su De profundis, o, todavía mejor, enterrando para siempre el esclavo de hierro en la tierra que él mismo acababa de mover con una fuerza de cien brazos.
S in embargo, han ido adelantando proyectos gigantescos, y aquí el más gigantesco de todos, el de un inglés, el señor Steele, que desde hace ya cinco años se propone, y cree haber resuelto por fin el problema de anexar los mares a las posesiones del hombre, de volver sus profundidades accesibles, de entregar a la circulación los valles y las montañas submarinas.
Si hay que creer un informe del señor Meunier, el señor Steele es inventor de una campana de buzo que sustrae al observador a las penosas sensaciones, a menudo causadas por la presión del aire en las campanas ordinarias; además, esa campana está dispuesta de tal modo que, desde su interior, se puede hablar cómodamente con las personas que están encima del agua.
Reducida a su más simple expresión, la campana del señor Steele se compone esencialmente de dos compartimentos o de dos cámaras separadas por un tabique, en la que se ha practicado una ventana que cierra un cristal lo bastante grueso para resistir a la presión.
Uno de estos compartimentos es el análogo exacto de la campana de buzo ordinaria; como ella, está abierto por el fondo. El segundo, en cambio, está cerrado por debajo, y unos tubos lo ponen en comunicación directa con el aire atmosférico. Uno de esos tubos es una bocina con cuya ayuda una persona encerrada en esa cámara puede comunicarse con las que están situadas fuera de la atmósfera líquida.
Pues bien, en ese segundo compartimento, que es grandísimo, el señor Steele propone colocar una máquina de vapor, una locomotora cuyas ruedas descansarían sobre el lecho del mar, y que, mediante su movimiento, llevaría a la campana de bucear y a las personas que encerrase dentro.
Arrastrado por ese nuevo vehículo, que lleva consigo su cargamento de aire respirable, añade nuestro sabio colega que ensalza al inventor, el hombre podría vivir en la atmósfera líquida como en la atmósfera aérea de su globo. Con la ayuda de un artificio semejante, el cangrejo viajero y el anabás pueden abandonar su elemento habitual; éste para trepar por los árboles y aquél para realizar largos viajes terrestres. Gracias a este nuevo medio de locomoción, las posesiones humanas resultarían aumentadas en toda la extensión de los mares, es decir, en tres cuartas partes de la superficie del globo. Un campo de investigación inmenso, inexplorado, una mina inagotable de goces nuevos se abriría delante de nosotros.
El viajero vería desplegarse a su alrededor innumerables poblaciones de zoofitos, de moluscos, de peces y de mamíferos, de escualos y de cetáceos gigantes.
Emboscado en espesos matorrales, el zoólogo espiaría las costumbres de esas criaturas, de las que hasta hoy no ha tenido entre sus manos más que los despojos; asistiría a sus frías revoluciones, a las guerras encarnizadas a las que se entregan.
El botánico herborizaría sobre el suelo húmedo, el geólogo atacaría las rocas submarinas y el físico establecería en el fondo de los mares nuevos observatorios.
Armado de fusiles de gas comprimido de una potencia proporcionada a la resistencia del medio líquido, el cazador esperaría a la presa, que le recogerían sus perros nadadores; o, lanzando a rienda suelta su caballo de vapor, precedido por jaurías de focas, haría en las llanuras marinas grandes cazas de montería.
El hombre podría pensar seriamente en emprender la domesticación de las grandes especies marinas, y lo mismo que ha sometido al caballo, al elefante y al camello, unciría a sus carros marinos a los reyes del mar, los cetáceos, infatigables nadadores, que darían la vuelta al globo en dos semanas.
Podría entonces organizar por completo la cría de las especies marinas comestibles, de peces, de crustáceos y de moluscos; talar de forma reglada sus bosques de corales, y entregarse a la recolección de las perlas preciosas; formar en las rutas marítimas más frecuentadas, en construcciones de hierro y alquitrán, depósitos de carbón para el aprovisionamiento de las locomotoras; construir posadas caravaneras abiertas a los viajeros, y pabellones de caza, puntos de encuentro de los Nemrod oceánicos.
Después de haber entregado este vuelo submarino a su imaginación, el brillante informador del proyecto del señor Steele se ve obligado a admitir que el señor Steele mismo no va tan lejos, o, mejor dicho, tan abajo, que se limita a desarrollar y a simplificar el manejo de la campana de buceo.
No obstante, antes de tratar de locura los viajes submarinos, la dirección de los aerostatos y todos los demás sueños de la ciencia moderna, no olvidemos que hace cuatrocientos años también se trataba de loco al monje que anunciaba, desde el fondo de su claustro, que «sería posible tallar cristales y disponerlos de tal suerte que se pudiese leer a grandes distancias; construir máquinas adecuadas para hacer avanzar a los mayores navíos más rápidamente de lo que haría todo un cargamento de remeros; de hacer marchar coches con una velocidad increíble, sin la ayuda de ningún animal, etcétera». Ese monje era Roger Bacon.
La óptica y el vapor han realizado las maravillas que él predecía en medio de las carcajadas de sus contemporáneos.
No nos apresuremos, pues, a reírnos del señor Steele y del señor Meunier, no vaya a ser que hagamos reír a nuestra costa a nuestros tataranietos.
P arece que la cuestión de los globos ha hecho nuevos progresos desde las audaces tentativas de Nadar. La ciencia aerostática parecía abandonada hacía mucho; y, para decirlo todo, no hizo grandes progresos desde finales del siglo XVIII: los físicos del día habían inventado todo: el gas hidrógeno para hinchar el globo, la red para contener el tafetán y sostener la barquilla, y por último la válvula para dar salida al gas; los medios de ascensión y de descenso mediante el abandono del gas o del lastre también se habían descubierto. Por lo tanto, en ochenta años el arte de los aeronautas permaneció estacionario.
¿Supone eso decir que las tentativas de Nadar han aportado nuevos progresos? Tal vez: estoy tentado a decir: evidentemente. Y ésta es la razón:
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