Jules Verne - Viaje maldito por Inglaterra y Escocia
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- Libro:Viaje maldito por Inglaterra y Escocia
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1989
- Índice:4 / 5
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Viaje maldito por Inglaterra y Escocia: resumen, descripción y anotación
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Cómo se emprendió el viaje a Inglaterra y a Escocia
Charles Nodier, en Fantaisies du dériseur sense da este consejo a las futuras generaciones: «A alguien en Francia que no hubiera hecho, o no pudiese hacer el viaje a Escocia, yo le aconsejaría que visitase el Alto Franco Condado, donde encontraría con qué resarcirse. Su cielo es tal vez menos vaporoso, y la silueta móvil y arbitraria de sus nubes menos pintoresca y bizarra que en el brumoso reino de Fingal; pero excepto ese detalle, la semejanza entre los dos países poco deja que desear».
Jacques Lavaret había meditado largamente estas palabras del ameno narrador: le causaron primero una estupefacción profunda; su mayor deseo era visitar la patria de Walter Scott, abrir su oído a los rudos acentos de la lengua gaélica, inhalar las brumas saludables de la vieja Caledonia, aspirar, en una palabra, por todos sus sentidos, el elemento poético de ese país encantado. Y he aquí que un hombre inteligente, un escritor concienzudo, un legítimo académico, venía a decirle con su mejor estilo: ¡no se moleste! ¡Lons-le-Saunier le traducirá las maravillas de Edimburgo, y las montañas del Jura rivalizan con las cimas brumosas del Ben Lomond!
Pero tras el estupor vino la reflexión. Jacques reconoció el punto gracioso del consejo de Charles Nodier; comprendió, en efecto, que era mucho más fácil ir a Escocia que al Franco Condado; pues hace falta un pretexto serio, un poderoso motivo para desplazarse a Vesoul, mientras que el buen humor, la necesidad de vivir algo diferente, una feliz idea al levantarse por la mañana, la fantasía, la deliciosa fantasía, bastan para atraerle a uno hasta más allá del Clyde y del Tweed.
Jacques sonrió, pues, al cerrar el ingenioso volumen; ya que sus numerosas ocupaciones no le permitían visitar el Franco Condado, resolvió partir a Escocia. Fue así como este viaje se realizó, y sobre todo cómo estuvo a punto de no realizarse.
En el mes de julio de 185…, el más íntimo amigo de Jacques, Jonathan Savournon, compositor muy distinguido, le dijo a bocajarro:
—Querido Jacques, una compañía inglesa pone a mi disposición uno de los vapores que realiza un servicio de mercancías entre Saint-Nazaire y Liverpool; puedo llevar a un amigo conmigo, ¿quieres venir?
Jacques apenas pudo contener su emoción; su respuesta expiró en sus labios.
—Desde Liverpool, iremos a Escocia —prosiguió Jonathan.
—¡A Escocia! —exclamó Jacques, recuperando el habla— ¡A Escocia! ¿Cuándo salimos? ¿Me da tiempo a terminar el cigarro?
—¡Calma, calma! —respondió Jonathan, cuyo carácter más moderado contrastaba con el temperamento entusiasta de su amigo—. ¡Aún no estamos calentando máquinas!
—Pero bueno, ¿cuándo partimos?
—Dentro de un mes, entre el treinta de julio y el dos de agosto.
Jacques sintió la necesidad de arrojarse en los brazos de Jonathan, que aguantó el choque como hombre acostumbrado a arrostrar la artillería de las orquestas.
—Y ahora, amigo Jonathan, ¿puedes decirme de dónde nos viene tan buena fortuna?
—¡Nada más sencillo!
—¡Sí! ¡Sencillo como todo lo sublime!
—Mi hermano —dijo Jonathan— tiene relaciones comerciales con esta compañía, a la que regularmente fleta sus navios para transportar mercancías a Inglaterra; antaño estos barcos recibían pasajeros; están concebidos para tal uso; actualmente se destinan sólo al comercio, y seremos los únicos a bordo.
—¡Los únicos! —replicó Jacques— ¿Cómo si fuéramos príncipes? Viajaremos de incógnito con nombres falsos, tal y como se acostumbra en el mundo de las testas coronadas; yo ostentaré el título de Conde del Norte, como Pablo Primero, y tú, Jonathan, te llamarás monsieur Corby, como Luis Felipe.
—Como desees —respondió el músico.
—¿Y conoces el nombre de los vapores en cuestión? —preguntó Jacques, que ya se imaginaba a bordo.
—¡Sí! La compañía posee tres: el Beaver, el Hamburg y el Saint-Elmot.
—¡Qué nombres! ¡Qué magníficos nombres! ¿Y son de hélice? Si son de hélice, ¿qué más puedo pedirle al cielo?
—Lo ignoro, pero ¿qué importancia tiene?
—¡Que qué importancia tiene! Pero ¿no lo entiendes?
—Francamente, no.
—¡No! Pues, amigo mío, ¡no te lo voy a decir! ¡Esas cosas se entienden por sí solas!
Fue así como se inició el famoso viaje a Escocia. Se entenderá el entusiasmo de Jacques Lavaret, sabiendo que hasta entonces jamás había salido de París, de ese desagradable agujero. A partir de aquel día, ¡su existencia entera se encerró en el dulce nombre de Escocia! Por lo demás, no perdió un solo instante; ignoraba la lengua inglesa; puso todo su empeño en no aprenderla, ya que no quería, como dice Balzac, pertrecharse de dos palabras a cambio de una idea; pero volvió a leer en francés a su Walter Scott; penetró del brazo de El Anticuario en el interior de las familias lowlandesas; el caballo de Rob Roy le transportó al seno de los clanes sublevados de Highlands, y la voz del duque de Argyle no pudo arrancarle de la prisión de Edimburgo. Fue un mes bien empleado aquel mes de julio, cuyas horas le parecieron largas como días, los minutos largos como horas. Afortunadamente, su amigo Charles Dickens le confió al cuidado del buen Nickleby y del buen señor Pickwick, que es pariente cercano del filósofo Shandy; por ellos fue iniciado a las costumbres íntimas de las diversas castas de la sociedad inglesa; por decirlo todo, los señores Louis Enault y Francis Wey publicaron, con el fin exclusivo de agradarle, sus obras sobre Inglaterra; Jacques, como vemos, estaba bien aconsejado; ante esas amables páginas su mente se encendió, y se preguntó si no debería hacerse miembro de la Sociedad Geográfica; ni que decir tiene que el mapa de Escocia de su atlas de Malte-Brun está para cambiarlo, acribillado como ha quedado por las puntas de su frenético compás.
Un barco que no llega
La llegada de uno de los barcos a Saint-Nazaire estaba prevista para el 25 de julio. Jacques hizo minuciosamente la cuenta; le concedió al buen navio siete días para desembarcar sus mercancías y efectuar su nuevo cargamento; debería pues zarpar, a más tardar, el 1 de agosto. Jonathan Savournon, conteniendo las melodías que se elevaban en su corazón, se carteaba regularmente con el señor Daunt, director de la compañía de Liverpool; sabía algunas palabras de inglés que deberían bastar para su consumo particular; pronto informó a Jacques de que el navio puesto a su disposición era el Hamburg de Dundee, y su capitán, Speedy; acababa de salir de Liverpool rumbo a Francia.
Se acercaba el momento solemne; Jacques ya no dormía: el 25 de julio, fecha tan ansiada, llegó por fin en París y en Saint-Nazaire, pero por desgracia, el Hamburg no apareció. Jacques no aguantaba más; le parecía que la compañía inglesa incumplía todos sus compromisos; ¡hablaba ya de declararla en quiebra! Obligó al amigo Jonathan a partir inmediatamente a Nantes y a Saint-Nazaire para vigilar la costa francesa.
Jonathan salió de París el 27 de julio, y su amigo, a la espera de la señal de partida, se apresuró a realizar las últimas formalidades.
Se trataba ante todo de obtener un pasaporte para el extranjero; Jacques buscó a dos personas que pudiesen responder de su moralidad ante el comisario de policía; fue entonces cuando entabló por primera vez trato con un pastelero de la calle Vivienne y con un panadero del pasaje de los Panoramas. En aquella época se había creado una lucha terrible entre esas dos corporaciones, sobre la cuestión de los pastelitos rellenos y los bizcochos borrachos que los panaderos confeccionaban a expensas de los pasteleros; así pues, tan pronto como los dos rivales se hallaron en presencia uno del otro, se arrojaron a la cara las invectivas específicas de los amasadores de harina. Pero Jacques los contuvo amenazándolos con la intervención de los guardias, a quienes, con su anglomanía, llamaba
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