G. M. Trevelyan - La Revolución inglesa, 1688-1689
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- Libro:La Revolución inglesa, 1688-1689
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1938
- Índice:4 / 5
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La Revolución inglesa, 1688-1689: resumen, descripción y anotación
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Título original: The English Revolution, 1688-1689
G. M. Trevelyan, 1938
Traducción: Florentino M. Torner
Editor digital: IbnKhaldun
ePub base r1.2
Introducción
¿Por qué los historiadores consideran importante la Revolución de 1688? ¿Merece, en realidad, el titulo de «gloriosa», que fué durante mucho tiempo su epíteto distintivo? Quizá hubiera sido más apropiado llamarla «la Revolución Sensata», lo cual la distinguiría más claramente de otras revoluciones.
Pero, en la medida en que fué verdaderamente gloriosa, ¿en qué consiste su «gloria»? No es. desde luego, una gloria de tipo napoleónico, ni hay que buscarla en el brillo de sus acontecimientos, lo dramático de sus escenas o el heroísmo de sus actores, aunque estas cosas también exciten la imaginación y calienten la sangre. Los siete obispos dirigiéndose a la Torre de Londres a través de la muchedumbre arrodillada; la escuadra de Guillermo entrando en Torbay a impulsos del viento protestante; la huída de Jacobo II, siguiendo a Francia a su mujer y a su hijo, para no retornar jamás ninguno de ellos, todas éstas son, indudablemente, escenas románticas que perduran en el recuerdo, como lo son también los sucesos más sangrientos que tuvieron lugar en Escocia e Irlanda: el paso estruendoso de Killiecrankie, la vigilancia insomne ante las murallas de Londonderry, las aguas del Boyne erizadas de mosquetes y picas… Pero todo eso no significa, como la toma de la Bastilla o el Imperio de Napoleón, el nacimiento de tiempos nuevos o el advenimiento de una nueva era de terror. Son sólo variaciones briosas sobre temas inventados cuarenta años antes por una generación más heroica, más creadora y más imprudente.
Los siete obispos a quienes persiguió Jacobo II eran hombres más dóciles y más conservadores que los cinco miembros del Parlamento a quienes intentó detener Carlos I; pero el segundo de estos sucesos parece una repetición del primero: en ambos casos el rey atacó temerariamente a jefes populares que estaban protegidos por la ley y por la opinión pública de la capital, y en ambos casos se siguió rápidamente la caída del rey. Los dos sucesos difieren, indudablemente, en otras muchas cosas; en el segundo no hubo guerra civil, porque en 1688 hasta los «caballeros» (llamados entonces tories) estuvieron contra el rey. Pero los hombres de la Revolución, Jacobo y Guillermo, Danby, Halifax, Sancroft, Dundee, manipulaban fuerzas, partidos e ideas que por primera vez habían sido conjurados en los días de Laud, Strafford, Pym, Hampden, Hyde, Cromwell, Ruperto, Milton y Monrose. En la segunda Revolución no hubo ideas nuevas, pues aún la idea misma de tolerancia ya había sido vivamente discutida en torno a los vivaques de los campamentos de Cromwell. Sin embargo, en 1688 la agrupación de los viejos partidos era muy diferente y se ofrecieron nuevas y más felices posibilidades a las soluciones antiguas en Inglaterra, aunque no en Irlanda, a base de compromisos, acuerdos y mutuas tolerancias. Una época heroica suscita problemas, pero le toca resolverlos a una época sensata. Los «cabezas redondas» llenos de esperanza, habían roturado el suelo; pero la cosecha la recogieron muy juiciosamente los whigs y los tories.
Cierto grado de desilusión ayuda a los hombres a ser prudentes, y en 1688 los hombres estaban doblemente desilusionados, primero por el gobierno de los «Santos» bajo Cromwell, y después por el gobierno del «Ungido por el Señor», bajo Jacobo. Pero, sobre todo, aleccionados por la experiencia, los hombres huían de otra guerra civil. El niño que se ha quemado una vez, huye del fuego. El mérito de esta Revolución no consiste en la gritería y los tumultos, sino en la tranquila y suave voz de la prudencia que prevaleció en medio del estrépito.
La verdadera «gloria» de la Revolución estriba no en el mínimo de violencia que necesitó para triunfar, sino en el medio para evitar toda violencia que el Ordenamiento de la Revolución descubrió para las futuras generaciones inglesas. No hay nada de especialmente glorioso en la victoria que nuestros antepasados obtuvieron, con ayuda de armas extranjeras, sobre un rey mal aconsejado que quiso imponer a la fuerza, contra la opinión de las nueve décimas partes de sus súbditos ingleses, su particular voluntad en el terreno del derecho, de la política y de la religión. Haber sido vencidos contando con tantas ventajas, constituiría en verdad una ignominia nacional. La «gloria» de aquella breve e incruenta campaña corresponde a Guillermo, que concibió sagaces y complicados planes y corrió grandes riesgos para llevarlos a efecto hasta el fin, más bien que a los ingleses, que sólo tuvieron que aclamarlo con suficiente unanimidad cuando él y sus tropas hubieron desembarcado en la isla. Pero es una verdadera gloria de Inglaterra el hecho de que el destronamiento de Jacobo no fuera acompañado de derramamiento de sangre inglesa en el campo de batalla ni en el cadalso. Los instintos políticos de nuestro pueblo se acusan al evitar una segunda guerra civil, no obstante que concurrían todas las circunstancias para que se produjese. Nuestro enemigo Luis XIV de Francia esperaba confiadamente que otro largo período de confusión y luchas sobrevendría en nuestra revoltosa isla si Guillermo llegaba a desembarcar en ella; si hubiera pensado de otro modo, habría amenazado las fronteras de Holanda para impedir que su rival pudiera hacerse a la vela.
Pero el Parlamento de Convención de febrero de 1689, al unir a toda Inglaterra frustró los planes de Francia. Mediante un sabio compromiso, evitó para siempre las contiendas sangrientas entre «cabezas redondas» y «caballeros», entre anglicanos y puritanos, que por primera vez habían estallado en Edgehill y Naseby y que sólo cuatro años antes se habían repetido en Sedgemoor. Whigs y tories, habiéndose levantado juntos en rebelión contra Jacobo, aprovecharon el fugaz momento de su unión para establecer una forma a la vez antigua y nueva de gobierno, que en la historia se conoce con el nombre de Ordenamiento de la Revolución. Bajo este Ordenamiento, Inglaterra ha vivido en paz consigo misma hasta el presente. Tanto en los asuntos de la iglesia como en los del estado, el Ordenamiento de la Revolución ha demostrado poseer la calidad de la permanencia. Se mantuvo casi inalterado hasta la época de la Ley de Reforma de 1832, y a través de las sucesivas etapas de rápidos cambios que se sucedieron, sus cimientos siguieron soportando el peso de la vasta superestructura democrática que los siglos XIX y XX levantaron sobre ellos. En esto, visto en amplia perspectiva, consiste la «gloria», capaz de brillar ininterrumpidamente durante doscientos cincuenta años. No es, ciertamente, la voraz, rápida y destructora llamarada de la gloire.
La expulsión de Jacobo fué un acto revolucionario; y, sin embargo, el espíritu de esta extraña Revolución era opuesto a todo intento revolucionario. No quiso destruir las leyes, sino confirmarlas contra un rey que las vulneraba. No quiso obligar al pueblo a someterse a un patrón en lo político y lo religioso, sino darle la libertad bajo la ley y por la ley. Fué al mismo tiempo liberal y conservadora; la mayor parte de las revoluciones no son una cosa ni otra, sino que primero destruyen la ley y después imponen un modo único de pensar. En nuestra Revolución los dos grandes partidos, así en la iglesia como en el estado, se unieron para defender las leyes y la tierra misma de la destrucción con que las amenazaba Jacobo; habiendo procedido así, y habiendo de ese modo llegado a ser solidariamente dueños de la situación en febrero de 1689, ni el partido whig ni el partido tory estaban dispuestos a permitir que sus afiliados estuviesen por más tiempo sujetos a persecuciones, ya procedieran del poder real o del otro partido. En tales condiciones, la nota dominante del Ordenamiento de la Revolución fué la libertad personal bajo la ley, lo mismo en religión que en política. La más conservadora de las revoluciones que ofrece la historia fué también la más liberal. Si Jacobo hubiera sido destronado por los
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