Julio Camba - La rana viajera
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- Libro:La rana viajera
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1921
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La rana viajera: resumen, descripción y anotación
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ACCIÓN POLÍTICA DE LOS MARISCOS
Se inicia un cambio en la política española. Hasta hace muy pocos días, el político solía ser, entre nosotros, un hombre de la provincia de Pontevedra, amigo personal del marqués de Riestra y padre de una numerosa familia. Cuando un paisano mío carecía de oficio y no sabía hacer nada que le permitiese vivir en su tierra, si no tenía dinero bastante para irse a Buenos Aires, venía a Madrid y se dedicaba a ministro. De mí sé decir que, este verano, unos marineros me pidieron en mi pueblo nada menos que un grupo escolar; aquellas gentes sencillas sabían que yo vivía en Madrid y no concebían que pudiese vivir de otra cosa más que de ministro, lo que, después de todo, demostraba cierta lógica. Si, en efecto, la mayoría de mis paisanos residentes en Madrid no fuesen ministros o exministros, ¿cómo se las arreglarían para pagar al casero? ¿Es que el Sr. García Prieto, por ejemplo, podría sostenerse en la corte escribiendo artículos para El Sol? Pero ahora, para llegar a ministro, ya no basta haber nacido en la provincia de Pontevedra, y comienza a hacerse indispensable el ser catalán. Y éste es el cambio que se inicia en la política española.
A primera vista, parece que se trata de un cambio superficial, y quizá no se trate, en efecto, de un cambio muy profundo. Sin embargo, yo creo que entre el político gallego y el político catalán hay una diferencia mucho más importante que la del acento. Lo terrible del político gallego era su asombrosa capacidad de reproducción. Nacidos al pie de las rías bajas, aquellos políticos se reproducían como las sardinas. Al cabo de quince años, cada ministro le había dado vida a cinco ministros, a diez subsecretarios, a diez directores generales y a veinte gobernadores, sin contar los empleados subalternos. Todo el mundo conoce la fecundidad de la provincia de Pontevedra, que es una de las más pobladas, si no la más poblada, de España. Esta fecundidad suele atribuírsele a los mariscos, y si la explicación es exacta, los mariscos vienen a ser, en fin de cuentas, los verdaderos responsables del nepotismo español. ¡El nepotismo español o las ostras, los cangrejos y los percebes de las rías bajas…!
Los políticos catalanes no parece que se reproduzcan tanto como los políticos gallegos, y esto constituye, por sí sólo, una gran ventaja para el país. ¿No se comen, quizá, muchos mariscos en Cataluña, o es que el marisco del Mediterráneo vale menos que el del Atlántico? Y por otro lado, ¿conocemos nosotros todas las posibilidades políticas del marisco catalán? Si hubiese en España alguien que estudiase la política con un criterio realmente científico, yo le propondría este problema, que considero de un interés capital; pero, por desgracia, aquí no hay ningún tratadista político verdaderamente serio.
ANTONIÑO
Hará cosa de dos o tres meses, Antoniño fue a confesarse, y en el curso de su confesión, le dijo al cura que leía periódicos.
—¡Malo! ¡Malo…! —refunfuñó el cura—. No veo qué necesidad tienes tú de leer periódicos. ¡Siquiera fuesen de la buena Prensa…! Pero, seguramente, serán de la otra.
Eran de la otra, en efecto, y Antoniño lo reconoció así, aunque aduciendo un motivo justificante.
—¡Qué quiere usted, padre! —exclamó—. ¡La buena Prensa es tan mala…!
—No hay más Prensa mala que la mala Prensa —repuso el cura sentenciosamente—. Y vamos a ver, ¿qué periódicos son esos que tú lees…?
—Leo El Sol —dijo Antoniño.
—¿El Sol?
—El Sol.
—¿Un periódico de diez céntimos?
—Justamente.
«Un periódico de diez céntimos —pensó quizás el cura— debe de ser tan malo como dos periódicos de cinco». Luego, en voz alta, continuó:
—¿Un periódico que no admite el anticipo reintegrable?
—Sí, padre —contestó Antoniño ya medio anonadado.
—¿Un periódico —interrogó aún el cura— que hace campaña contra el espionaje alemán?
Antoniño no podía negar.
—El mismo, padre —suspiró—. ¡El mismo…!
—Pues, hijo mío —dijo entonces el cura—. Lo siento mucho, pero no te puedo dar la absolución.
Antoniño se quedó aterrado. Si le hubiesen dejado sin novia, tal vez hubiera podido resignarse. Hubiera podido también vivir algún tiempo sin empleo, pero ¡sin absolución…!
—Pues yo —le dije a Antoniño cuando el pobre muchacho me contaba sus cuitas—. Yo creo que, en caso necesario, podría vivir sin absolución. He visto personas que viven con un pulmón sólo, y otras que carecen totalmente de bazo. Y aun he visto algo más curioso, Antoniño, he visto hombres que viven sin dinero y que viven muy bien… En Madrid hay la mar.
—En Madrid es diferente —observó Antoniño—. Aquello es una gran ciudad. Yo no digo que allí me fuese de todo punto indispensable la absolución; pero ¡aquí…! ¿Cómo quiere usted que viva aquí sin absolución un pobre tonelero?
—Y ¿qué pasó por fin? ¿No te dieron la absolución?
—¡Quia…! ¡Si fuese el cura de Ribalta…! Aquel sí que es un cura campechano. Todas las muchachas van a confesarse con él porque las absuelve siempre y les pone unas penitencias muy pequeñas. «Divertíos —les dice—. Tiempo tendréis de rezar si no encontráis mozos de ley que se casen con vosotras»… Pero el cura de aquí es muy estricto. ¡Y eso que yo le regalo de cuando en cuando unos huevos o unas manzanas! ¡Para que digan que los hombres de iglesia son agradecidos!
—¿De modo que no te dio la absolución?
—No, señor. Me dijo que no me la daba aunque me borrase del periódico aquel mismo día. Todo el pueblo se enteró. Algunas personas dejaron de saludarme, y en la fábrica estuvieron a punto de quitarme el pan. Entonces yo me marché a la ciudad, dispuesto a conseguir una absolución, aunque me tuviese que gastar doscientos reales. ¡Qué demonio! Para estos casos quiere uno el dinero. Llegué a la iglesia, me senté al confesionario, y lo primero que le dije al cura fue esto: «Acúsome, padre, de leer El Sol».
—¿Así lo dijiste, Antoniño?
—Así, sí, señor, y con la misma tranquilidad con que hubiese podido decir «buenos días». No se figure usted que yo soy un gallina.
—Y el cura, ¿qué te contestó?
—El cura me preguntó que si eso de El Sol era una novela, y cuando yo le expliqué que era un periódico de diez céntimos, me dijo:
—Si es de diez céntimos, debe de ser bueno…
—¿Y conseguiste la absolución?
—Ya lo creo. En las ciudades se consigue todo. Pero yo quería vengarme del cura de aquí, y al día siguiente, cuando estaba sirviendo la comunión, me puse con los demás, y me la tuvo que dar él mismo. Él ya debía de comprender que yo tenía mi absolución en el bolsillo; pero ¡si viera usted qué cara me puso…!
—¡Bravo, Antoniño! Y, ¿sigues leyendo El Sol?
—Sí, señor.
—Pues dentro de unos días leerás en él tu historia. La gente no va a creerla, pero ahí estás tú para dar fe.
—Es que… si por casualidad se enteran en la fábrica y me despiden…
—Descuida, Antoniño. No daré detalles y seguirás conservando todos los elementos necesarios a tu vida: un empleo, una novia, una absolución…
ARRASAMIENTOS
«Cuando una insubordinación se manifiesta en Barcelona o en otra provincia —ha dicho el general Aznar—, sólo procediendo enérgicamente se domina y se la hace entrar en la ley». «Si es preciso —añadió—, se arrasa la población…».
Yo creo que estas palabras del general Aznar tienen toda la categoría de un proyecto, y me extraña el ver que algunos periódicos lo rechazan sin tomarse la molestia de estudiarlo técnicamente. Porque desde luego, si existe en España alguna dificultad para arrasar poblaciones, a mí me parece que es una dificultad exclusivamente técnica. Eso de imaginarse que el Gobierno no puede arrasar Barcelona por razones de orden moral, político o jurídico, demuestra, en mi sentir, una profunda ignorancia en materia de arrasamientos. Las dificultades de este triple carácter tienen muy poca importancia en el país de La Cierva y Sánchez Guerra. En cambio, las dificultades técnicas constituyen, en el país de los mismos señores, algo verdaderamente muy serio.
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