Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
Diseño y maquetación: Endoradisseny
Primera edición: Junio de 2019
© 2019, Contraediciones, S.L.
C/ Elisenda de Pinós, nº 22
08034 Barcelona
www.editorialcontra.com
© 2019, Josep Maria Cuenca
© Eric Gaillard/Reuters/Gtres, de la foto de la cubierta (Pedro Delgado, Greg LeMond y Laurent Fignon en la ascensión del Alpe d’Huez, 19 de julio de 1989)
© Jean-Yves Ruszniewski/Corbis/Getty Images, de la foto de la contracubierta (Pedro Delgado, Laurent Fignon y Greg LeMond durante la etapa Briançon - Alpe d’Huez)
ISBN: 978-84-120287-3-7
Composición digital: Pablo Barrio
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PREFACIO
E l año 1989 fue sin duda determinante para la tortuosa historia de la humanidad. La caída del muro de Berlín la noche del 9 de noviembre, preludio de la disolución del marrado imperio soviético, confirió un nuevo rumbo a nuestro planeta hasta conducirlo a la situación actual. Lo irónico (y triste) del asunto es que el cambio realmente producido tuvo bien poco que ver con la transformación candorosamente deseada por centenares de miles personas. El fantasma de la libertad, por decirlo a la manera del insólito Luis Buñuel, suele producir espejismos. El mundo, en cualquier caso, empezó a mutar de forma vertiginosa y algunos años más tarde no faltó quien supo describirlo con atinada claridad. Así, en El día que acabó el siglo XX , el periodista Josep Maria Martí Font percibió la jornada en que se había desplomado el muro de la capital alemana como el instante en que debía darse por concluido el siglo XX .
Nada ni nadie pudo permanecer ajeno al cambio de tiempo y de circunstancias aludidos. Tampoco el ciclismo, por muy arraigada que fuese y siga siendo la ilusión ideológica de que los individuos, gremios y negociados humanos gozan de un poder autosuficiente capaz de burlar el conjunto de coerciones que impone a su paso cada momento histórico. Por supuesto, y según cuál sea el ámbito vital, se pueden dar particularidades de ritmo o de forma, entre otras; pero tarde o temprano las transformaciones capitales de cualquier civilización acaban por afectar incluso a los espacios más diminutos y recónditos de lo existente, así como a los individuos más vocacionalmente aislados.
En el proceso de metamorfosis del ciclismo profesional se manifestó alguna que otra peculiaridad interna; sin embargo, el sentido del cambio global iniciado en 1989 acabó por llegar al mundillo de la bicicleta y lo cierto es que, como suele suceder en estas coyunturas, no tardó ni un suspiro en hacerlo. Al iniciarse la última década del siglo XX numerosos ciclistas de la órbita soviética se incorporaron al profesionalismo occidental, siguiendo así los pasos de algunos de los integrantes del pionero Alfa Lum, el primer equipo en contratar a corredores del Este gracias al aperturismo impulsado por Mijaíl Gorbachov poco antes de la desaparición de la Unión Soviética. Asimismo, la tecnología empezó a imponerse de forma sistemática e implacable en todos los órdenes del ciclismo profesional: la mecánica, la alimentación, el entrenamiento, la medicina, la férrea dirección deportiva de los corredores (la implantación del famoso pinganillo, entre muchas otras cosas)… Mientras que el olimpismo se profesionalizó, lo cual obviamente incidió en el deporte de la bicicleta. Y, por último, algunos potentados empresariales y financieros se sintieron irresistiblemente atraídos por el ciclismo y entraron en él con su delicadeza habitual. No está de más evocar las palabras de un tal Mario Conde en la presentación del equipo Banesto de 1992: 'Competir está muy bien, pero aquí lo que importa es ganar'.
En suma, la eufórica y desreguladora década de los noventa del siglo pasado agitó el mundo en su conjunto y el ciclismo no fue una excepción. Una de las pruebas más elocuentes de ello la constituyó el traumático Tour de Francia de 1998, tras el cual nada esencial se repensó ni cambió. El ciclismo del siglo XXI había nacido precozmente en un sentido cronológico, pero con los objetivos muy claros y haciendo trizas buena parte de lo mejor de la herencia del pasado. Solo desde la parcialidad, la candidez o la ignorancia puede negarse que las consecuencias en lo deportivo han sido severas. El bloqueo táctico en la carretera y el poder avasallador en el mercado, además del ya aludido y tiránico imperativo tecnológico, se han convertido en signos dominantes de nuestro tiempo. Todo lo cual revela también un profundo desplazamiento cultural e incluso lingüístico respecto al pasado más cercano. De la cohabitación de diversos ciclismos distintos entre sí (el francés, el belga, el neerlandés, el luxemburgués, el español y el italiano, así como el colombiano desde las últimas cuatro décadas) característica del siglo xx, se ha pasado a un modelo inflexible inspirado en las escuelas de negocios anglosajonas; y el peculiar idiolecto franco-italiano que había servido durante décadas de lengua franca entre los ciclistas ha ido siendo sustituido por la lengua de Samuel Johnson… pero también de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Y que nadie se confunda de forma provinciana o chovinista: no se trata aquí de una cuestión de pintorescas preferencias nacionales o de nostalgias absurdas, sino de formas de intervenir en el mundo y habitarlo y de las consecuencias de todo ello.
El Tour de Francia de 1989 es recordado a menudo como una de las mejores ediciones de toda la historia de la carrera. Es de justicia que así sea. Por imprevisible, por igualado, por cambiante, por emocionante, por disputado, por loco… Y según lo expuesto hasta aquí se deducirá fácilmente que no encaja con el paradigma dominante en el ciclismo del siglo XXI . De manera que si, como dice Martí Font, el siglo XX concluyó en 1989 tras la caída del muro de Berlín, no hay menos razones para pensar que el último Tour de Francia del siglo pasado fue el de ese año decisivo.
CIENTO
NOVENTA
Y OCHO CURRANTES
DEL PEDAL
E l Tour de Francia de 1989, correspondiente a la 76 edición de la carrera, se disputó entre los días 1 y 23 del mes de julio. Su punto de partida fue, por primera vez en su historia, Luxemburgo, si bien con anterioridad el Gran Ducado ya había recibido en tres ocasiones la larga caravana de la mejor vuelta ciclista del mundo. En 1947 fue final de una etapa e inicio de la siguiente, en 1967 vio pasar por sus carreteras a los ciclistas camino de Metz y en 1968 la primera etapa concluyó en Esch-sur-Alzette. Nada comparable en todo caso a lo que abarcaba esta ocasión: el Grand Départ, el prólogo, dos etapas íntegras y una tercera con final en Bélgica. Un banquete de publicidad planetaria cuya construcción y difusión llevarían a cabo un sinfín de medios escritos (tanto especializados como generalistas), bastante más de medio centenar de emisoras de radio y más de veinte cadenas de televisión de todos los continentes. Poco a poco el Tour de Francia se iba desnacionalizando y convirtiendo en lo que es hoy, en pleno siglo XXI : un acontecimiento global que atrae a centenares de miles de personas al mismo tiempo que mueve una fabulosa cantidad de dinero y de intereses.
A pesar de todo, en 1989 y todavía hoy, el magnetismo del Tour era y sigue siendo inconcebible sin la conjunción armoniosa de tres factores cuya evolución futura no está desprovista de incógnitas. De momento hay Tour porque hay ciclistas que compiten entre sí, aficionados sin entusiasmos oscuros y carreteras con su amplia y atractiva variedad de entornos. Pero se trata de una tríada cuyo equilibrio es más precario de lo que pueda parecer, hasta el punto de que quizá sea incapaz de soportar de manera indefinida la imparable tendencia del mundo actual.