José Alvarado - Visiones mexicanas
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- Libro:Visiones mexicanas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1976
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Visiones mexicanas: resumen, descripción y anotación
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De Lampazos, Nuevo León, donde vivían menos de dos mil personas, surgieron durante la Revolución más de cincuenta generales. Allí nació también José Alvarado, escritor y uno de los grandes periodistas mexicanos.
Para José Alvarado (1911-1974) la tarea periodística era compleja en extremo: exigía de la virtuosidad en el estilo —se daba el lujo de escribir artículos sin recurrir al relativo «que»— al conocimiento acendrado de su país y al compromiso con sus causas. Le eran tan importantes personajes de la Tlaxpana como el «Chiflaquedito» y el «Chómpira» Escandón, como los de la «crema de la intelectualidad» y los de la alta sociedad. La «temporada del huitlacoche» y las fiorituras de las quesadilleras de las calles del Carmen, Pensador Mexicano y San Cosme adquieren en sus páginas tanta importancia gastronómica como los platillos franceses del Amba. En fin, alguna vez aseguró que el periodismo es «noble oficio cuando la mano de quien lo ejerce es limpia y el corazón valiente».
Luchador infatigable, se inició en el periodismo en 1926 en la Revista Estudiantil de Monterrey. Tomó parte de las luchas en pro de la autonomía universitaria cuando era estudiante de leyes en 1929 y, por su actitud se le consideró desde entonces un escritor político. Participó también en aventuras literarias como la fundación de las revistas Barandal, Taller, Romance, Letras de México y Tierra Nueva. Su sentido del humor y su capacidad de síntesis lo llevaron con frecuencia al campo de la narración. De sus cuentos, ingeniosos e irónicos, hay muestras sin recopilar en revistas y periódicos, aunque recogió algunos en Memorias de un espejo (1953) y El personaje (1955).
José Alvarado
y otros escritos
ePub r1.0
Titivillus 06.12.16
Título original: Visiones mexicanas
José Alvarado, 1976
Fotografía de cubierta: Rafael López Castro
Diseño de cubierta: Rafael López Castro
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Como introducción a este libro, viene a continuación el texto de Hugo Latorre Cabal, leído por éste en el Panteón Civil de la ciudad de México, en el acto que allí tuvo lugar al cumplirse el primer aniversario de la muerte de José Alvarado.
Volvemos hoy a agradecer a José Alvarado la generosidad con que prodigó sus dones. Sus diarios ejemplos de varón que no se abatió al servicio de ocasiones; sus caudalosas enseñanzas, acopio de estudios, lecturas y llano, infatigable trato con la gente. Confesemos que alabamos aquel desinterés porque recogimos sus efectos.
También intentamos, de nuevo, el reconocimiento de que no es bueno estar desacompañados de sus puntuales referencias a una época por él vivida en fresco olor de ilusiones juveniles. Años en que nosotros, los estudiantes del Sur, seguimos la Revolución Mexicana con expectativa sólo análoga a la que más adelante pusimos, idéntico el fervor, en la República Española, en la Revolución Cubana, y en el intento de Salvador Allende de llevar a Chile al socialismo por los cauces pacíficos de la democracia representativa. Cuatro hitos que limitan los sueños de una generación que ha traspuesto el medio siglo.
José Alvarado estuvo siempre con las buenas causas. Fue, ante todo, hombre de hondas convicciones razonadas. Cierto hálito poético que solía insuflar a sus recuerdos regala todavía trascendencia a la anécdota aparente.
Defendió sus ideas y sus afectos con su oficio de escritor, y con su calidad de periodista. Se propuso escribir pensando, en lugar de escribir odiando o lisonjeando. De allí su obsesivo cuidado de la palabra, su afán de exactitud semasiológica: sus indagaciones en el idioma, que lo llevarón a admirar el donaire de la precisión y el equilibrio, en Alfonso Reyes; el estilo como forma de pensar, en Jorge Luis Borges; la esclarecedora penetración en el genio de la lengua, en Andrés Bello y Rufino José Cuervo. Pocos escritores nuestros han sentido y amado tanto las ricas posibilidades del castellano como José Alvarado, explorador de sus sorpresas con deleite.
En las ideas y el idioma acicateaba y mesuraba. Enseñó con el espíritu tenso de quien, en nuestro medio, cree armonizables la estética y el desamparo. Y prodigó su cátedra por doquier: en la prensa, el aula y la tertulia; en su moroso caminar por el vasto manantial del territorio mexicano; por la angustia y la esperanza de un pueblo del cual él fue atormentada expresión de su angustia y esperanza.
Llevó la sensibilidad mexicana en carne viva, para sus congojas y para su contento. Lo que juzgaba tropiezos nacionales, se le volvía insoportable dolor físico; para lo que consideraba aciertos, pocas veces podrá volver a verse registro de más discreta elegancia —una sonrisa si acaso levemente dibujada, en la que era dado imaginar la íntima explosión de una voz de germanía.
«El papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla», su sensibilidad y su lógica lo mantuvieron atento a los inmensos problemas de la inmensa población del campo. Se esforzó por comprender a los obreros. Se sintió, más en lo suyo, estudiante. A la gente sin rostro, intentó darle un rostro, una activa presencia humana y social. En sus cotidianos merodeos por los centros de la rica picaresca mexicana, buscó la gracia —la humana y la teológica— de coloridos en el decir y el sentir. De esa cantera extrajo no pocos de sus muchos amigos, y temas innumerables. Con esas elevadas referencias vitales se aproximó al drama de los oprimidos de la Tierra, comenzando por los pueblos nuestros, de tan prolífica desdicha. E indagaba al encuentro de responsables de ella, con espíritu adolorido. Transcurrida la etapa teórica de los análisis globales, comenzó a percibir que los responsables también estaban adentro, y le crecía la verdad desoladora de que ellos son parte de nuestra propia gente.
Esas iras y sonrisas, esos empeños de claridad, han sido recogidos en una selección que está editando el Fondo de Cultura Económica. Allí, hasta donde la palabra impresa lo permite, podrá recrearse la cátedra —la vida— de un amigo que da razón a la memoria. Y que la alegra.
HUGO LATORRE CABAL
Ciudad de México, septiembre de 1975.
La tristeza del indio. ¿Cuántas palabras se han dicho en siglo y medio, sobre la tristeza del indio? ¿Cuántas sobre su silencio y su alma impenetrable? Pocas veces se ha advertido, sin embargo, que la consabida tristeza no es sino fruto de la desnutrición y la miseria.
Hace unos días se recordó, nada menos que en la antigua Sala de Cabildos de la ciudad de México, y en un acto que resulta el primero de los conmemorativos del Sesquicentenario de la Independencia, que las condiciones de gran parte de la población indígena del país son todavía indignas de los seres humanos. Una triste, dolorosa verdad, que aparece como una huella acusatoria sobre todos los programas de redención popular.
Formalmente, cada uno de los indígenas es un ciudadano mexicano, y desde el punto de vista de la ley en nada se distingue de quienes habitan en las ciudades modernas y disfrutan los dones de la civilización. Pero la realidad es otra.
Hay grupos indígenas, muy numerosos, que no participan en la economía nacional. Ni contribuyen a su desarrollo ni, mucho menos, reciben de ella sino migajas y desechos. No saben, siquiera, que son mexicanos y no tienen a la mano ningún instrumento para elevar sus condiciones. Siglos de miseria y de explotación los han sumido en la ignorancia.
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