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Luis Araquistaín - Dos visiones del zapatismo

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Secretaría de Cultura

Alejandra Frausto Guerrero

Secretaria de Cultura

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Instituto Nacional de Estudios Históricos
de las revoluciones de méxico

Pedro Salmerón Sanginés

Director General

Felipe Arturo Ávila Espinosa

Director General Adjunto de Investigación Histórica

Gabriela Alejandra Cantú Westendarp

Directora General Adjunta de Difusión de la Historia

méxico 2019 Portada Francisco Moreno Capdevila Grabado en Linóleum 1945 El - photo 6

méxico 2019

Portada: Francisco Moreno Capdevila. Grabado en Linóleum. 1945.
El grabado apareció en la portada de la revista La República ,
número 18, el 15 de noviembre de 1949. Acervo inehrm .

Primera edición, inehrm , 2019.

D. R. © Luis Araquistáin “El Espartaco de México”, en La revolución mejicana, sus orígenes, sus hombres, su obra, Madrid, Renacimiento, 1930.

D. R. © Agustín Cue Cánovas “La Revolución y Emiliano Zapata”, en Historia Mexicana II, México, Trillas, 1976.

D. R. © Instituto Nacional de Estudios Históricos
de las Revoluciones de México ( inehrm )
Francisco I. Madero 1, Colonia San Ángel, C. P. 01000,
Alcaldía Álvaro Obregón, Ciudad de México.

Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, órgano desconcentrado de la Secretaría de Cultura.

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

ISBN: 978-607-549-089-2.

Hecho en México.

parte i

El Espartaco de México

Luis Araquistáin

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E l valle de México y el valle de Cuernavaca, en el estado de Morelos, están separados por una cadena de montañas que el automóvil trepa por una carretera pina y bien conservada. Es la misma que construyeron los españoles, salvo un breve tramo que, por ser demasiado pendiente para el automovilismo, ha habido que rectificar: las máquinas de hogaño son más delicadas que los hombres de antaño. A mano derecha queda el sombrío monte Ajusco, guarida permanente de bandidos. De vez en cuando estos bandoleros, residuos degenerados de las tropas zapatistas ―campesinos que se acostumbraron a la guerra y a la aventura y que luego, pacificado el escenario de sus primitivas andanzas, no pudieron readaptarse a la mísera vida de peones agrícolas― bajan a este camino de Cuernavaca, muy frecuentado de turistas norteamericanos que van a visitar las maravillosas grutas naturales de Cacahuamilpa.

Pocos días antes de una excursión a que fui invitado para recorrer Morelos, por el camino de Acapulco ―puerto que, durante la colonización española, fue una de las llaves del Pacífico, señaladamente para el comercio con las Filipinas― ocurrió uno de estos atracos. Según iban llegando los automóviles de turistas, los bandidos los obligaban a internarse en un ramal de la carretera, para que no viesen la operación y no diesen la voz de alarma los oficiales del Ejército Federal o los empleados de obras públicas que van y vienen constantemente por ese trayecto. Una vez en lugar seguro, los salteadores hicieron descender de sus coches a los viajeros, que ya se daban por fusilados. Pero cuál no sería la sorpresa de los aterrados excursionistas al advertir que, en vez de pasarlos por las armas, aquellos hombres harapientos y semisalvajes se quitaban respetuosamente el amplio sombrero y les leían con palabra lenta y torpe, poco familiarizada con la letra impresa, un papel lleno de mugre y casi roto por las dobladuras; tal vez una proclama revolucionaria de la época zapatista. Terminada la lectura, el jefe de la partida extendió el sombrero al asombrado auditorio y con su cadencia más meliflua les invitó cortésmente: “y ahora, señores, den lo que buenamente gusten para la causa”. Excusado es decir que los detenidos, ignorantes de la “causa” para la cual se les pedía con tan buenos modos, se apresuraron a volcar la plata de sus bolsillos en el recipiente de paja. Inmediatamente fueron puestos en libertad y continuaron el viaje. Esta escena se repetía con harta frecuencia, a pesar de la constante vigilancia de las tropas federales y de los terribles castigos que infligían a los atracadores si les daban alcance. En estos caminos de Morelos no es raro encontrarse con el siniestro cuadro de unos cuantos hombres ahorcados de los árboles. Pero mejor que este sistema de terrible ejemplaridad ha de ser la otra de educación y reparto de tierras que vienen realizando los gobiernos de México. El bandolerismo florece en los países sujetos a un régimen de esclavitud agraria. Así brotó el bandolerismo andaluz del siglo xix y de condiciones semejantes ha nacido el de México, al desarticularse, por efecto de la Revolución de 1910, el férreo Estado porfiriano, más cruel y sanguinario que el propio bandidaje.

Sin embargo, no hay que inferir lo que fue el zapatismo de estas supervivencias que ultrajan su recuerdo y contribuyen a hacer perdurar una de las leyendas que se han formado en torno de Emiliano Zapata y de sus huestes: la leyenda de que sólo fueron una horda de forajidos, azote de la tierra que dominaron durante nueve años, señores de horca y cuchillo y dueños de vidas y haciendas. La primera impresión que se recibe en Morelos al ver tantos ingenios de azúcar incendiados y en ruinas parece confirmar el título de Atila mexicano con que propios y extraños han querido envilecer el nombre de Zapata; pero lo cierto es que la mayor parte de esos incendios y saqueos no fueron obra de los zapatistas, sino de las tropas federales enviadas por Carranza al mando del general Pablo González, una de las figuras más sinuosas y predatorias del Ejército Mexicano.

A crear la leyenda del bandolerismo zapatista contribuyó principalmente el aspecto selvático de sus soldados. Nunca vistieron un uniforme militar, muchas veces patente de corso para toda clase de crímenes. Su uniforme era la blusa y los calzones blancos del campesino mexicano; el gran sombrero de paja, los pies generalmente descalzos. Y los rostros que rara vez tenían tiempo de afeitar. De armamento andaban mejor. Tenían buenos fusiles, ametralladoras, hasta cañones de largo alcance y copioso “parque”, como llaman en México a las municiones; pero todo tomado a las tropas federales. Emiliano Zapata solía decir con orgullo: “Nosotros no hemos pedido al extranjero ni un cartucho, ni un fusil, ni un peso; todo lo hemos tomado del enemigo”.

Profesaba un hondo nacionalismo, cuyas raíces brotaban de los ejemplos despóticos de una dominación extranjera, que, a pesar de la Independencia subsistía aún como organización económica. La industria del azúcar, que en Morelos y otros estados del sur se había comido las tierras comunales para engrosar sus latifundios y que había ido dejando al indio en la miseria, reducido a peón de los ingenios, a siervo del más bárbaro feudalismo que ha conocido la historia moderna, sin exceptuar a la Rusia zarista; la industria azucarera seguía en manos de extranjeros. Y de ellos no quería Zapata ni el armamento con que luchaba su jacquerie .

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