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José María Moreno Echevarría - Los Almogávares

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José María Moreno Echevarría Los Almogávares

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Capítulo primero

La causa de aquella guerra era la posesión de Sicilia (cuyo reino comprendía Nápoles, además de la isla de Sicilia), que se consideraba, a juicio de los Papas, como feudo de la Santa Sede. Manfredo, hijo natural del emperador Federico II, reinaba entonces en Sicilia y había emparentado con la Casa Real de Aragón, cuando su hija Constanza contrajo matrimonio con el heredero de la corona aragonesa, el futuro Pedro III el Grande. Se hallaba Manfredo en constantes luchas con la Santa Sede, posición muy peligrosa en un tiempo en que el Papa era el máximo poder de la Cristiandad. Era Manfredo un príncipe valeroso, dotado de excelentes prendas y, según lo retrata Dante en La Divina Comedia «… rubio, bien parecido y de gentil aspecto». Pero nada de esto impidió que fuera excomulgado y depuesto por el Sumo Pontífice, como hijo rebelde de la Iglesia. El Papa no se contentó con excomulgarle y deponerle, sino que buscó, además, quien le sustituyera en el trono y la elección recayó en el hermano de San Luis rey de Francia, Carlos, conde de Provenza. El 26 de febrero de 1266 se dio la batalla de Benevento, en la que Carlos venció a Manfredo que, abandonado por los suyos, antes que deshonrarse con la fuga, prefirió morir lanzándose en medio de la caballería enemiga. Tenía treinta y cinco años. El cadáver del suegro de Pedro III fue reconocido por uno entre los muertos, quien lo llevó, atravesado en un asno, al campamento de Carlos, gritando: «¿Quién compra a Manfredo?».

Los franceses trataron a Sicilia como a país conquistado y tantos fueron sus abusos, crueldades y atropellos que el mismo Papa tuvo que escribir cartas durísimas al hijo predilecto de la Iglesia, Carlos de Anjou o, como le llamaban los sicilianos, Carlos sin Piedad. Está insoportable tiranía dio lugar a que el 30 de marzo de 1282, lunes de Pascua de Resurrección, tuviese lugar en Palermo, al toque de vísperas, una matanza general de franceses que se extendió inmediatamente a toda la isla y que se conoce en la historia con el nombre de Vísperas Sicilianas.

El implacable Carlos decidió ahogar en sangre la rebelión y puso sitio a Mesina con un ejército de cuarenta mil infantes y quince mil caballos. Difícilmente se hubiera podido reunir en Europa un ejército mejor, ya que Carlos gozaba fama de gran guerrero y bajo sus banderas se alistaban los mejores caballeros franceses, los más ardientes partidarios de los güelfos y los aventureros de todas clases que, a su lado, pensaban conquistar gloria y fortuna.

Viéndose indefensos los sicilianos ante el poder de Carlos, volvieron sus ojos a Pedro III de Aragón, instándole a que fuera a la isla y se coronara rey de Sicilia, haciendo valer los derechos de su esposa Constanza, la hija y heredera de Manfredo. Pedro desembarcó con su ejército en Trapani el 29 de agosto de 1282 y al día siguiente fue coronado solemnemente en Palermo rey de Sicilia. Entretanto, los mesineses, sin fuerzas ya para resistir el apretado cerco de las tropas francesas, dirigieron apremiantes llamadas de socorro a Pedro y mientras éste organizaba su ejército para marchar contra Carlos, envió en auxilio de Mesina a dos mil almogávares.

La marcha de Palermo a Mesina que corrientemente se hacía en seis jornadas, la hicieron los almogávares en tres y conducidos por buenos guías, consiguieron penetrar por la noche en la ciudad sin ser vistos. Los mesineses se llenaron de entusiasmo ante el refuerzo que les enviaba el rey de Aragón, pero cuando, a la mañana siguiente, pudieron contemplar a aquellos soldados, su decepción fue enorme. Mesina, una de las florecientes ciudades de Italia, había visto guerreros de todas clases. Soldados de infantería con sus capacetes, sus lorigas, sus largas picas y sus fuertes espadas y, asimismo, brillantes caballeros cubiertos de hierro con sus lanzas, sus hachas y sus mazas de guerra. Pero nadie había visto nunca soldados tan desharrapados, como aquellos almogávares que les había enviado el monarca aragonés. No sabían si tomarlo como una burla.

Y, en cierto modo, no les faltaba razón, porque la primera impresión que causaban los almogávares era, realmente, bastante desfavorable. Bien constituidos, ágiles y musculosos, pero con hirsutas y revueltas cabelleras y rostros curtidos y renegridos por el aire, el sol y la intemperie. Su atuendo militar no podía ser más estrafalario y se limitaba a una camisa y una gonella o túnica corta, unas calzas de cuero, unas antiparas (polainas de cuero que cubrían sólo la parte delantera de la pierna) y unas abarcas. En la cabeza, en vez de yelmo o capacete, usaban una redecilla de hierro o de cuero. No llevaban armas defensivas; ni corazas, ni lorigas ni escudos. Tampoco usaban picas ni grandes espadas y tan sólo llevaban una azcona (venablo o lanza corta arrojadiza), cuatro o cinco dardos y un colltell, especie de cuchillo largo y fuerte, muy afilado. A la espalda o al costado les colgaba un zurrón para las provisiones y sujetaban la cintura con una correa, de la que pendía una bolsa o yesquero para encender fuego y, junto a ella, la vaina del colltell. La verdad es que tenían más aspecto de bandidos montaraces que de soldados dignos de este nombre.

Muntaner, con su pintoresco e inimitable estilo, describe a la perfección el desencanto de los mesineses: «Al día siguiente —dice— al verlos tan mal vestidos, con las antiparas en las piernas, las abarcas en los pies y las redecillas en la cabeza, exclamaron: ¡Ay, Dios!, ¿qué clase de gente es ésta que van desnudos y sin ropas y sin llevar más que unas calzas y no llevan ni siquiera un escudo? Poco podemos confiar, si todos los soldados del rey de Aragón son como éstos».

Los almogávares, gente de pocas palabras, al enterarse de lo que se murmuraba de ellos, se limitaron a decir:

—Hoy mismo os demostraremos quiénes somos.

Y aquella noche, poco antes de que amaneciera, mandaron abrir las puertas de la muralla y cayeron por sorpresa en el campamento francés, donde hicieron una verdadera carnicería. Mataron unos dos mil, cogieron lo que pudieron y volvieron a la ciudad. Se repitieron las salidas nocturnas, siempre con la misma fortuna, y los mesineses tuvieron que cambiar el concepto que habían formado de ellos. Seguían pensando, de todas formas, que no estaban muy presentables para un desfile, pero reconocían, en cambio, que a la hora de combatir lo hacían muy bien.

Las salidas de los almogávares llegaron a causar más de diez mil bajas a los sitiadores y la situación se hizo tan insostenible, que Carlos se vio obligado a levantar el cerco. Como no había suficientes naves para pasar de una vez tan numeroso ejército al otro lado del estrecho, gran parte de las tropas quedó en tierra y al amanecer, almogávares y mesineses cayeron sobre ellos y entraron a saco en el campamento. Tan grande fue el botín, que aquellos desharrapados almogávares se vieron ricos de repente «y así miraban los florines —dice Muntaner—, como si fueran dinerillos». Toda Mesina estuvo de acuerdo en admitir, que cuando Pedro III les envió aquellos dos mil almogávares, sabía muy bien lo que se hacía.

Libre Sicilia de franceses, pasaron los almogávares a Calabria, donde, en ausencia de Carlos de Anjou, mandaba a los angevinos su hijo Carlos el Cojo, príncipe de Salerno. Habiendo caído prisionero un almogávar, ordenó el príncipe que lo llevaran a su presencia, deseoso de conocer personalmente a uno de aquellos soldados cuya fama comenzaba a correr de boca en boca. La decepción que a su vista sufrió el príncipe fue idéntica a la que anteriormente habían sufrido los mesineses. Contemplaba extrañado a aquel soldado que ni en su aspecto ni en su atuendo se parecía a ninguno de los guerreros que él conocía, hasta que, finalmente, mirando al almogávar de arriba a abajo, dijo con no disimulado desprecio:

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