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María Moreno - Black out

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María Moreno Black out

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Luz

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A Beba Eguía y Ricardo Piglia

El hombre subió al ómnibus. Llevaba una enorme jaula cubierta por un trapo negro. Los pasajeros que viajaban parados se fueron corriendo hacia el fondo; algunos intercambiaron una mirada cómplice: el amor a un animal doméstico con el que se comparte la vida, sabiendo que la comida siempre será escasa —el hombre vestía humildemente—, suele despertar una tolerancia sin aspavientos. Después de todo, era un transporte popular: no faltaban los grandes bolsos donde los obreros llevaban su muda de ropa y su vianda, los coches de bebé plegados y cerrados, las bolsas del supermercado con alimentos para los próximos quince días. Pero lo que pareció molestar a todos fue que el hombre estuviera borracho. Transpiraba ese olor dulzón, agrio, que perfuma la resaca y sobrevive a una ducha o un baño de inmersión. Debía de ser vino, porque las bebidas en forma de aguardiente —de la llamada bebida blanca— suelen salir a la superficie con la pureza química del etanol, como si el cuerpo se hubiera convertido espontáneamente en un alambique purificador. El aliento del hombre también era agrio, fuerte, porque además de alcohol exhalaba tabaco. El hombre se tambaleaba aun en las paradas, cuando el ómnibus estaba detenido mientras la gente subía. Lo peor es que no había podido desplazarse hacia el fondo, se atravesaba en el pasillo y, con las aristas de la jaula, pinchaba a los pasajeros de alrededor. Tampoco se callaba, decía: “No quiero perder esta jaula, si la pierdo me muero”.

No le contestaban, la mayoría trataba de alejarse lo más posible hasta que alguien, una mujer joven, le cedió el asiento. Estaba del lado de la ventanilla y, como el aire fresco diluía el olor del hombre, los pasajeros se tranquilizaron. Una vieja que iba sentada en el asiento reservado para embarazadas y discapacitados le preguntó qué llevaba en la jaula. El hombre respondió: una mangosta. La necesito porque, como soy curda, no puedo separarme de ella, si no ¿quién se comería las víboras? Un policía le preguntó cuáles víboras. Las del delirium tremens, contestó. Pero esas víboras no son verdaderas, le dijo una chica con delantal blanco. Entonces el hombre levantó una punta del trapo para mostrar que la jaula estaba vacía. Tenía un aspecto radiante cuando dijo: ¡pero esta mangosta tampoco es verdadera!

La primera vez que escuché esta historia fue en una fiesta. Yo iba por mi quinto whisky. Pensé que era un chiste de borrachos, una fábula a favor del protagonista. Después de todo, él era el héroe. Luego me dijeron que la mujer que la había contado era de Alcohólicos Anónimos. Pero para entonces yo había olvidado la noche entera. Incluso la historia del borracho y la mangosta.

Contra un fondo de tubos de ensayo por los que circulaba algo en ebullición, mi madre me hacía una prueba de magia. Con un vaso en cada mano, los dos llenos de un líquido transparente —luego supe que era alcohol—, vertía al mismo tiempo los contenidos en una pipeta de vidrio. El líquido se volvía de un carmín traslúcido que evocaba el color de una prenda ensangrentada que se enjuaga. Yo llamaba a mis amigas para que asistieran al número. Me jactaba de mi madre, doctora en Química, aceptando ser su asistente. Sin embargo no hacía nada.

Mucho más tarde, durante los años en que bebí sin parar, solía tener hemorragias. El diagnóstico de endometriosis no ponía en peligro mi vida y yo era suficientemente fuerte como para conservar un número normal de glóbulos rojos. Tenía un hijo, no pensaba tener otro. Sin embargo mi imaginación se disparaba cuando creía que el líquido ardiente que me llevaba sin cesar a los labios, me bajaba transformado en sangre, manchándome la ropa. Pero entonces, cuando mi madre “me hacía magia” ignoraba que la alquimia de mutar una sustancia transparente en rojo bermellón, a su modo, era una profecía.

Mi primera menstruación llegó muy tarde y por eso fue atesorada. Apenas un hilo de sangre en la toalla higiénica acompañado por una molestia en el vientre, que no alcanzaba el rango de dolor, eran suficientes para que yo actuara mi pubertad de manera que las amigas que poco antes se burlaran de mí enrostrándome mi cuerpo infantil, comparado con el de ellas, recientemente calificadas “de señoritas”, me obsequiaran con una sonrisa de condescendencia: les mostraba con ostentación mi blíster de Evanol, me negaba a correr en los recreos y, con cara de sufriente, iba al baño a cada rato, para comprobar con desilusión que la mancha seguía teniendo el mismo tamaño mientras su color viraba a un feo marrón oscuro. Todavía se usaban los paños caseros de tela de toalla con aletas, lavables e indiscretos desde la soga de colgar la ropa.

La casa que alquilamos con Gumier Maier no terminaba de gustarnos; conocedores entusiastas de la literatura sobre el Delta, no nos dejaba leerla en ninguna de sus claves: carecía de la clásica estructura de material y techo de dos aguas que el ascético Sarmiento había querido junto al río, con un mínimo de confort, como quien, por haber sido pobre, se aviene a desviar su destino con mejoras y bienes acumulados pero hasta cierto punto. Sólo seguía la etiqueta edilicia de las islas en los pilotes y el muelle, gemelo de tantos; cuando emergía de la bruma y sin balaustrada, Gumier Maier veía en él un jardín zen. Le decíamos La Desabrida y, sin que nuestro gusto hubiera influido en la elección, aunque todos sospecharan que sí, era kitsch. Cabaña de pino de Bariloche y casa de geishas, se la podía reconocer desde la lancha por el enorme cisne blanco que un amigo había puesto con la base en el agua: un trozo de cemento pintado, de un tamaño imposible para un ave, con alas separadas en actitud de levantar vuelo.

El amante de Gumier Maier había muerto. Yo vigilaba ese duelo, sin interrogar ni consolar, con una distancia pedagógica, puesto que me había persuadido a mí misma de que la no intervención, combinada con una mirada atenta y un cuidado flotante, podían acompañar aquello que me era vedado ahorrar al amigo: las distintas formas del dolor haciéndose pasado a través de períodos de una calma casi narcótica, desasosiego activo, desesperación enunciada sin necesidad de nombrarse en largas marchas ciegas desde el muelle al dormitorio durante las que —con el pretexto de plantar una azalea o unos jazmines del cabo— él sumergía sus manos en la tierra, como si tocara a su amante a través de la sustancia común que rodeaba el río y la tumba en el cementerio público al que solía llevar sus herramientas para instalar canteros. Si mal no recuerdo, hacía traslados de bulbos entre la tumba y nuestro jardín. En los dos lugares miraba crecer los brotes, tenderse hacia el sol: era un duelo floral.

Entonces murió también mi padre. No lo velé pero cumplí su pedido de ser enterrado en la pequeña parcela que su familia tenía en el cementerio de Olivos: el traslado no estaba incluido entre las prestaciones de su jubilación —pero ¿quién se anima a desoír los pedidos de un moribundo?—; sí, el servicio funerario y el féretro, de una madera brillante y rojiza que elegí como si él hubiera podido verlo y reírse. Pedí dinero prestado a mi editora de entonces. Apenas la conocía, pero ya había sableado lo suficientemente a mis amigos como para reincidir aun por razones dramáticas, y ella tal vez achacara mi pedido al estilo del autor marginal cuyo trato formaría parte de los gajes de su oficio.

Le pedí a M que me reemplazara en la ceremonia. La esperé bebiendo en un bar frente al cementerio. M tiene la virtud de no perder la sangre fría en ninguna circunstancia. Cuando todo terminó, vino al bar, se pidió un café y comenzó a quejarse. Creo que no calibraba el lado cómico de su relato. Para colocar el féretro de mi padre hubo que reducir el cadáver precedente. Trozarlo hasta que los huesos ocuparan menos espacio, cambiar a una urna las cenizas de las partes incineradas. Deduje que eran los de mi abuela materna. Se me ocurrió que el tabú del incesto primaba bajo tierra: féretros y urnas separaban lo que sería polvo, y aun polvo común. M me contaba que no fue suficiente con mi abuela. También hubo que reducir a su hijo menor, muerto en un accidente de ómnibus. Mi padre no había sido un familiar simpático; mi abuela prefería a su hermano y allí estaba el odioso Cristobita imponiendo su corpacho y su féretro colorado: siempre había sido un extravagante. Le canté a M un trozo de “Boda negra”. Se escandalizó. En cambio le parecía natural darme esos detalles escatológicos. Hábil administradora, mascullaba contra la rapidez de las acciones de los enterradores, más destinadas —según su impresión— a no atrasar los próximos entierros que a la cortesía hacia los deudos, obligados a optar entre la integridad del muerto reciente y la de los anteriores, quizás ya moderadamente olvidados. Pensé en las pilas de Auschwitz, en el terrorismo visual de lo numeroso en la Historia, y en su opuesto, la pequeña pila de huesos fruto del destino biológico de uno solo, que ha gozado de una inscripción en su tumba, un par de placas con frases sentidas, a veces ambiciosas (esas

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