José Fuentes Mares - Cortés el hombre
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- Libro:Cortés el hombre
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1981
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Cortés el hombre: resumen, descripción y anotación
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Cortés el hombre — leer online gratis el libro completo
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A este México de hoy y de mañana —en tanto Chimalpopoca Smith no sea Presidente de la República— dedico Cortés, El Hombre.
J. F. M.
HAY CENIZAS, HUBO LUMBRE
La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias.
FRANCISCO LÓPEZ DE GOMARA
1. Las tres ciudades del comienzo
En la placa de la iglesia de Jesús Nazareno del Hospital de Jesús, en la ciudad de México, sólo se leen dos palabras, las de Hernán Cortés, y se consignan dos fechas: 1485-1547. Pudieron agregarse los nombres de sus padres, Martín Cortés de Monroy y Catalina Pizarro Altamirano, y el de los hijos reconocidos, los dos Martines, Luis, Catalina, María y Leonor; el de ellos, siquiera, entre los muchos que dejó por el mundo aquel señor de serrallo que tantas mujeres tuvo, indias unas y otras de Castilla, amén de las casadas que llevó a su cama «enviando a sus maridos fuera de la ciudad para quedar con ellas», como escribió su malqueriente, el conquistador Bernardino Vázquez de Tapia. Mas no habría cabido todo en tan corto espacio, y menos todavía las oraciones de sus deudos por el eterno descanso de su alma. Por eso en el bronce se leen sólo doce letras: Hernán Cortés.
Y sin embargo, sobran seis: las de su nombre de pila. De haberse pedido la opinión de Bernal Díaz del Castillo, su testigo por excelencia, éste habría aconsejado consignar sólo el nombre de Cortés, porque así le cuadraba ser nombrado: Cortés, no Femando ni don Hernando sino Cortés, como César, Pompeyo, Escipión, Alejandro, Aníbal o el Gran Capitán. Así le llamaban sus soldados y le conoce la posteridad. Es el destino de los creadores de la historia: perder sus nombres de pila, y en ocasiones su condición de hombres de carne y hueso, para volverse símbolos. Cortés, emblema de amores verdaderos o estigma de amores contrariados; hombre de fuego en los murales de José Clemente Orozco, indigno monigote en los del trapacero Diego Rivera. Cortés se nos ha muerto a medias, y nadie lleva prisa en consignar su muerte total. Fuego sin fin, algún misterioso combustible alimenta la llama inextinta. Sobre el enterramiento del Hospital de Jesús corren odios y amores actuales. Como si la placa de bronce, tan pequeña, escondiera no unos pocos huesos sino al hombre con su casco de dos puntas, firme la espada en la nervuda mano, señor de indios y españoles, señor de caballos y perros de guerra, centelleante la mirada, dura la voluntad conquistadora.
Que no se nos engañe más: bajo la lápida está Cortés, no sus restos. Cortés, gran rezador, oidor de misas, tan adicto a las mujeres que algunos le tuvieron más por gentil que por cristiano; letrado en latines y algo poeta, hacedor de coplas en prosa y verso; de linaje hidalgo, limpio de sangre aunque pobretón y pueblerino; membrudo, bien proporcionado, de regular estatura, barba y cabellos prietos, ralos y lacios, ancho pecho y espaldas poderosas, ceceño y de poca barriga si bien algo patizambo; prohibidor de naipes y dados, y él mismo proclive a jugarlos; amante de la siesta, tanto que al no dormirla «se le revolvía el estómago»; algo ceniciento el cutis, de no muy alegre cara pese al «amoroso mirar» de sus grandes ojos pardos. Tal es su retrato, poco semejante a los conocidos. Pero así fue Cortés. Así le vieron sus amigos y enemigos: Bernal Díaz, Gomara, Las Casas y Vázquez de Tapia, todos ellos sus contemporáneos.
Tipo de muchas caras, porfiado, seguro de contar con Dios a su lado, Cortés fue sobre todo un actor excepcional, simulador fuera de serie. Lamentaba saber escribir al firmar sentencias de muerte, y lloraba como niño ante el dolor ajeno. Cuidadoso en el cultivo del amigo, inclemente con el enemigo, precursor continental del soborno. Unico en la multiplicidad; múltiple en la unidad de su ambición sin límites, cabe hablar de tantos corteses como las circunstancias aconsejaron. Blanco de mil acechanzas, no hubo trampa india o española donde cayera. Nadie como él combinó perdones y castigos, y nadie como él fue objeto de castigos y perdones. Muy pocos jugaron más con las pasiones de los demás, y pocos han sido más heridos por las pasiones ajenas. Varón excepcional, de los que nacen para llenar de guerra las almas.
En 1540 escribió al emperador Carlos que «los príncipes no engrandecen sus estados con ser dueños de posesiones sino con señorear a quienes las poseen», largo saber político en quien seguramente no llegó a leer a Maquiavelo. ¿Dónde aprendió Cortés tanto de cosas humanas? No por cierto en sus dos años en la Universidad de Salamanca sino en su hondo sentido de la historia. En su circunstancia vital, cruce de Medievo y Renacimiento, se dieron tipos de esa laya, visceralmente fronterizos; hombres de pasión medieval y lógica cartesiana, medio adivinos, al corriente de las complejas razones o sinrazones de la historia. Pero Cortés, celo medieval y lógica mundana, fue sobre todo el primer mestizo de Tierra Firme; primer bípedo con cerebro europeo y corazón americano.
Muéstrase su vida llena de pequeños y grandes milagros, o de afortunadas casualidades si negamos viabilidad a los milagros. Por mi parte no admito que el apóstol Santiago decidiera la acción de Centla en favor de los españoles, y menos que la Virgen María arrojara tierra a los ojos de mexicas enfurecidos, atacantes del palacio de Axayácatl, pero sí creo que Cortés fuera, antes de otra cosa, un predestinado, pues su genio no basta para explicar sus hazañas. Fray Juan de Torquemada acentúa que al momento de nacer nuestro hombre en Medellín nacía Martín Lutero en Islebio, villa de Sajonia, éste «para turbar al mundo y meter debajo de la bandera del demonio a muchos fieles que de padres o abuelos y muchos tiempos atrás eran católicos»; aquél para «traer al gremio de la Iglesia católica romana infinita multitud de gentes», y aduce una serie de hechos, a su juicio confirmatorios, «de la divina elección de Cortés para obra tan alta en el ánimo y estraña determinación que Dios puso en su corazón para barrenar los navíos y quedarse en tierra de tantos enemigos sin aspirar a remedio humano, porque en la tierra no le tenía».
Hoy, ningún historiador fundaría sus juicios como fray Juan de Torquemada, entre otros motivos porque el concepto providencialista de la historia ha caído en desuso, y sin embargo en Cortés abundan los episodios de otro modo inexplicables. Se suceden tan poco verosímilmente a veces que los tendríamos por invenciones de no constar en documentos fehacientes. Imposible que los actuales «historiadores científicos» admitan «la divina elección de Cortés para obra tan alta», como dice Torquemada, pero también difícil que lleguen a explicar las frecuentes y sorprendentes casualidades que salpican la azarosa vida del héroe. Hipóstasis llamaron los filósofos alejandrinos a la sustancialización de lo ideal, y eso fue, sobre todo, la proeza histórica de Cortés: sustancialización de lo irreal más aún que de lo ideal. Algo semejante a lo que hizo Cervantes con don Quijote.
Bien poco se sabe de los primeros años del conquistador en ciernes, salvo que fue niño enfermizo y encanijado, hijo de hidalgo de mucha honra y rentas limitadas, lo que según Gomara «raras veces acontece si no es en personas de buena voluntad», natural de un poblado extremeño —Medellin— sobre los caminos de Mérida y Badajoz, solar de lugareños entregados al cultivo de cereales, viñedos y frutales en sus buenas tierras junto al Guadiana. En la era romana fue ese pueblo Cecilia Metellina, en homenaje a Quinto Cecilio Metello, tiempos de los que sólo subsiste una parte del puente sobre el río y algunas ruinas en la vega. De siglos posteriores data el castillo, bastión defensivo en la región de La Serena, a cuyos muros y torreones agrietados treparían los rapaces del 1500, como los de hoy, para ver caer el sol en las prolongadas tardes estivales y arrojar piedras a los grajos. De la plazoleta donde estuvo la casa de Cortés, destruida durante la guerra con los franceses, como todo el pueblo casi, se domina el caserío, el cerro y el castillo. En ella se encuentra el feo monumento, de piedra y bronce, en honor de quien puso el nombre del pueblo en los mapas del mundo. Evocador Medellin, pueblo blanco con su cerro pelado y su castillo. Lo mismo que Cortés vería una mañana al tomar el camino de Salamanca. Otros chicos como él pescarían en el río, y otros más buscarían perdices y conejos. Poco cambian las cosas en esos pueblos: grajos en castillos agrietados, ovejas en su diario mordisqueo de la hierba, y labriegos con el cosquilleo del Nuevo Mundo en las entrañas.
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