Jesús Quintero - Cuerda de presos
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- Libro:Cuerda de presos
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1997
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Cuerda de presos: resumen, descripción y anotación
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Nuestro agradecimiento a Instituciones Penitenciarias y a la Direcció General de Servéis Penitenciaris i de Rehabilitació de la Generalitat
JESÚS QUINTERO, periodista, director y presentador de programas de radio y televisión que han supuesto importantes hitos en la comunicación de habla hispana, nació en San Juan del Puerto (Huelva). «El Loco de la Colina», su programa más emblemático, supuso la mayor revolución de la radio española, a la que aportó un nuevo estilo que ha creado escuela. «El Loco» traspasó los límites de la radio para convertirse en un auténtico fenómeno social. Su primera experiencia televisiva, «El perro verde», dio a la televisión autenticidad y fue todo un éxito de público y crítica. «Qué sabe nadie» y su segundo programa, lo confirmó como el francotirador de una televisión distinta, de autor, en la que el espectáculo está en un expresivo rostro en primer plano que cuenta cosas interesantes. Otros programas en los que, ha demostrado su maestría y dominio del medio, así como su decidida apuesta por la calidad y el humanismo, son: «Trece noches», serie de diálogos con Antonio Gala; «La boca del lobo», donde incorpora al medio televisivo elementos y profesionales del cine; «El Lobo Estepario», su última incursión, hasta el momento, en la radio, y «Cuerda de presos», programa sobre el que se basa el presente libro. A lo largo de su vida ha recibido más de ochenta premios, entre los que destacan el Ondas, el Ondas Internacional, el Rey de España de Periodismo y el Premio a la Originalidad Periodística del Club Internacional de Periodistas. El nombre de Jesús Quintero está asociado, por méritos propios, a la calidad, a la credibilidad y al prestigio, máximos honores a los que puede aspirar un profesional.
Si una idea no deja de acosarte, el único medio de deshacerte de ella es llevarla a la práctica. Durante los siete años transcurridos desde que entrevisté a Rafi Escobedo hasta que conseguí que se abrieran para mí las puertas de la cárcel, la idea de «Cuerda de presos» se había convertido en una obsesión. Cuando por fin tuve en mis manos el ansiado permiso caí como un cóndor sobre las prisiones y los prisioneros.
Nunca olvidaré la soleada mañana de finales del verano de 1995 en la que me encaminé, con todo mi equipo, a la prisión madrileña de Carabanchel, primera estación en mi camino al infierno. En mi ánimo se mezclaban sentimientos encontrados: ilusión, miedo, responsabilidad, rechazo… Ante mí se abría el duro y difícil mundo carcelario y por mi cabeza desfilaban todas las imágenes que el cine negro ha alimentado. Al atravesar las primeras rejas me interné en las primeras galerías con la desconfianza hacia un mundo hostil, violento, duro. Un mundo poblado de seres humanos, a veces fieramente humanos, que, como todos, necesitan que alguien los escuche.
Yo iba a escucharlos, a reflexionar con ellos sobre el crimen y el castigo, sobre la violencia, sobre el odio, sobre la libertad perdida y soñada, sobre la soledad, sobre el amor… No era un juez. No iba a juzgar ni a condenar. No iba a hacer apología del delito ni a convertir a los delincuentes en héroes ni en víctimas, pero tampoco a presentarlos como alimañas o como la escoria de la sociedad. Era un ser humano que iba a enfrentarse con otros seres humanos quizá con menos suerte; un periodista que pretendía hacer la crónica viva y auténtica de una temporada en el infierno de la cárcel.
En el camino me esperaban muchos paisajes carcelarios y muchos hombres y mujeres a los que preguntar por qué. No por curiosidad ni por morbo, sino animado por el deseo de conocer al ser humano incluso en las condiciones en las que parece menos humano.
La cárcel asusta. Cuando uno atraviesa por primera vez la reja no puede evitar una incómoda sensación de desconfianza y de miedo, también de rechazo a que lugares así existan. Las miradas de los presos, sus rostros, el olor peculiar de las prisiones —sobre todo de las antiguas—, el murmullo de las conversaciones, las voces y los gritos, el zumbido metálico de las rejas, la megafonía con sus interminables listas, todo ello produce el efecto de un golpe al que, sin embargo, uno se acostumbra. Lo notaba en mi equipo. Al principio, todos procuraban moverse como una piña, apenas se distanciaba uno de otro. Luego se iban relajando, moviéndose de un lado a otro con una cierta naturalidad e incluso entablando conversaciones con los reclusos, como si estuviesen en los pasillos o en el patio de un colegio.
Para que el clima no se rompiera, mientras nos desplazábamos de una cárcel a otra yo llevaba en el coche una selección de blues interpretada por presidiarios negros de las penitenciarias norteamericanas. En el televisor del autobús en el que viajaba el equipo solía ponerles películas carcelarias —La cárcel de cristal, Asesinos natos, El hombre de Alcatraz…—, pero pronto descubrimos que la realidad que estábamos viviendo no tenía demasiado que ver con el cine.
El trabajo en las cárceles se desarrolló sin grandes problemas. La mayoría de los directores de los centros penitenciarios colaboraron, aunque surgió algún que otro conflicto cuando trataron de acotarnos excesivamente el territorio por el que podíamos movernos. Había una tendencia a enseñarnos las galerías culturales, los talleres, las piscinas, los campos de deportes y los gimnasios —algunos magníficos—, pero lo que a mí me interesaba ver era la parte dura de la cárcel: las galerías, las celdas, los patios, los módulos de presos conflictivos… Lo que me interesaba era la parte oculta, meter el ojo de la cámara allí donde dolía.
Durante tres meses conviví con los presos, compartí con ellos cigarrillos, comida, charla, ilusiones, sueños, escuché sus historias, a veces comprendí las razones que los llevaron al delito, y descubrí que no hay monstruos, que muchos de los hombres y mujeres que cumplen condena en una cárcel no son peores que la mayoría, sólo son gente que ha tenido menos suerte o se ha visto más presionada por la vida. En ocasiones, pensé, como Oscar Wilde: «Echo de menos en este recinto a muchos de mis amigos que se merecen, tanto como yo, la estancia en esta hospedería.»
Aunque nunca había llegado tan hondo, la cárcel no era un mundo extraño para mí. La había visitado muchas veces y había hecho muchas entrevistas entre sus muros. Desde que hablaba cada noche desde una colina sabía que los presos eran mi más fiel audiencia, mis mejores oyentes, porque no hay mejor oidor que el que sufre y la cárcel es un perpetuo sufrimiento. Muchas noches, aferrado al micrófono como un náufrago, me sentí cómplice de todos los asesinos y atracadores del mundo:
Mis primeros oyentes son los que sufren y están privados de libertad. Cada vez que digo libertad pienso en vosotros, y me estremezco cuando hablo de un mar que no podéis mirar ni oler ni sentir; cuando hablo de tantas cosas que os están prohibidas.
«Cuerda de presos» era, ante todo, una oportunidad para conocer la dura realidad de la cárcel y para que los presos pudieran hablar. Un hombre condenado a diez o quince años se merece ser escuchado, por lo menos, diez minutos con atención y respeto.
Siempre estuve convencido de que habría sido un programa de gran impacto si se hubiese programado a una hora compatible con los que trabajan y tienen la obligación de madrugar. Ni siquiera los presos podían ver su programa, ya que a la hora en que se emitía ellos ya estaban «chapados» en sus celdas y en silencio. Aun así, muchos espectadores pudieron entrar por primera vez en una cárcel y ver, con sus propios ojos, un mundo por lo general oculto, secreto; un mundo que sólo conocemos por las películas. Pero la cárcel no es una película. Es la única realidad para miles y miles de hombres y mujeres cuya existencia se reduce a ver pasar los días a través de los barrotes de una celda.
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