Johana Quintero - 100 cartas suicidas
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- Libro:100 cartas suicidas
- Autor:
- Editor:Enxebrebooks
- Genre:
- Año:2014
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100 Cartas Suicidas
Johana Quintero
Título: 100 cartas suicidas
Diseño de la portada: Juan Pablo Quintero Castro
Primera edición: Junio, 2014
© 2014, Johana Quintero
© 2014, Juan Pablo Quintero Castro
Derechos de edición en castellano reservados para todo el mundo:
© 2014, Enxebrebooks, S.L
Campo do Forno, 7 – 15703, Santiago de Compostela, A Coruña
www.descubrebooks.com
ISBN: 978-84-15782-64-3
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. Diríjase a Cedro si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
ÍNDICE
A quien me enseñó que:
“No podemos cambiar el mundo,
pero sí la percepción que tenemos de él”.
Capítulo 1
Sosiego, incompetencia, cansancio, el camino, la nada, treinta años y nada. Tres décadas con estos mismos zapatos, con esta misma ropa, con este mismo caminar y la insatisfacción apretada al alma. Ser periodista, literata y artista; tres profesiones sin gratificación alguna, sin ideas, sin consecuencias.
Camino hacia el frente, solo hacia el frente; la calle no es un camino, la calle es solo una acera gris, un mundo de cemento, árboles dibujados con una capa gruesa de polvo, el verde perdido. El aire que respiro entra como una bocanada de vida marchita. Observo a las personas que caminan a mi lado, ajenas, y yo acelero el paso, no quiero estar cerca, ni ser parte de ellas, huyo de este mundo donde muero paso a paso. Nací en una sociedad muerta que dice estar viva, pero que solo se siente respirar, la de pañitos de agua tibia y sueños mediocres.
Voy caminando por una calle estrecha, donde, hacia el final, hay un edificio abandonado de aproximadamente diez pisos; en lo alto, una terraza amplia. Desde ahí pretendo bajar y hundirme en el asfalto, volverme un mar de huesos y sesos. Lo tengo anotado en mi agenda: fecha, hora y lugar. Mis cartas aún no han sido entregadas; ya no hay palabras, historias, recuerdos o sueños. Solo me queda la maldita frustración de una vida que no parece ser mía, de mil eventos, de millares de escenas perdidas en el fondo de los deseos. ¿Luchar? No me interesa luchar, la vida por sí misma es una lucha continua, el universo todavía no se ha confabulado a mi favor.
El escape, el volar, el pensamiento final. ¿Coraje? Lo tengo. Está entre mi estómago y mi gastritis, entre estas manos vacías, en este bolso de mujer que no contiene maquillaje, en una vida sin otro y sin necesidad de otro. Mis sentimientos se han desgastado, el contacto físico se me hace innecesario; todo fue ocupado por los libros que se aglomeran sobre la mesa en la que ceno sin compañía. En los anaqueles inmóviles, los libros no son más que ideas empaquetadas en palabras y hojas, ninguno tiene vida. Si mi mente no recrea lo que las palabras relatan, todo en mí ha muerto. ¿Me ves caminando? No soy yo quien camina, ni soy un camino andado. No soy más que mil pensamientos copulando, aquellos que quieren descansar, sin lucha, sosteniendo la vida en el espacio. Respiro, pero nada cambia; siento el aire, pero no siento el pecho. ¿Quién decide cuándo se acaba la vida? ¿Acaso tengo la obligación de vivir?
La soledad habita en todo. En el país de los muertos está presente como camino, como las voces incomprendidas, como los besos no dados, como los coitos interrumpidos. Los zapatos son manipulados por un ser que ha llegado a su destino, un escenario de vida en un estallido de muerte. Al fin, el fin. Los pasos y el camino, el edificio y su altura. Las personas pasan, algunas levantan la mirada hacia el tejado. ¿Acaso sospechan mis intenciones?, ¿qué me delata? Yo los imito. Observo a un hombre de no más de veintitrés años que está en mi sitio, que está hurtando mis íntimos deseos, robando mi escenario, mi idea.
El hombre mira al vacío, mientras yo veo como mis planes se vienen abajo. Llego hasta aquí sometida por la ansiedad que me genera la muerte y ¿debo hacer turno?, ¿dónde está la fila de los suicidas? Seré la segunda en todo. ¡Maldito escenario en mitad de la calle! Un hombre en lo alto no se decide a saltar. No puedo ver más que su rostro sereno, su estatura de metro ochenta; es delgado y pálido. Su cabello es de color castaño y viste pantalón de dril color caqui, camisa de puño a cuadros café con líneas blancas y zapatos marrón tipo mocasín.
Las personas se agrupan mientras el tiempo avanza. Yo me quedo aquí, entre el gentío, sin tener otro lugar a donde ir. Mi sitio ha sido invadido. La policía llega, acordona el área y pide a las personas que se alejen. Poco a poco llegan fotógrafos y periodistas que filman el evento, como si fuera un partido de fútbol, un programa llamativo en el que intentan persuadir a un hombre que parece ido. Su familia no está, nadie sabe quién es ni el porqué de sus razones, el porqué de robar mi idea y caminar en el espacio que solo a mí pertenecía. Yo hubiera saltado sin pensarlo tanto. Qué pérdida de tiempo. Me exaspera tener que retrasar este momento. Sin embargo, el morbo me consume y quiero ver el desenlace de esta escena. Sigo siendo del pueblo, del gentío que se maravilla con grotescos espectáculos.
El tiempo corre y el hombre sabe que ha llegado su momento. Empieza a arrojar sus documentos de identidad, su billetera, todo lo que tiene a mano. El reloj se estrella en la acera y se destroza en pedazos. Es divertido oír el grito de la gente cuando algún objeto cae al suelo. Estoy en el circo: la vida y su continuo escenario. Un cielo azul con pocas nubes atraviesa el día, el sol parece muerto aunque está presente sobre nuestras cabezas. En los rostros de las personas que están a mi lado se dibuja el pánico y algunas lloran resguardando el rostro entre las manos abiertas. Yo estoy serena, algo cansada e insatisfecha. Mi trayecto fue largo y mi salida, una pérdida de tiempo. No puedo decidir nada, un imbécil me ha cogido el sitio. El mundo y sus ambigüedades. Un hombre en lo alto de mi muerte. No puede ser más triste este día en esta Bogotá helada.
El tiempo se agota. El hombre es consciente de ello y las personas presentes también. Nadie sabe qué pensamientos se cuelan en una mente que ha decidido acabar con su propia vida. Yo estoy en el mismo lugar, a la expectativa. Quiero ver la siguiente escena: el salto o no, la pérdida de los estribos; puede que la razón lo haga reencontrarse y decida bajar calmadamente, evitar la euforia colectiva. Mis pensamientos están siendo procesados, diluidos en un nuevo malestar que se presenta en la boca del estómago. Siento un hormigueo en el pecho y mis manos empiezan a sudar, mi corazón da tumbos, deseo irme, ya no quiero presenciar esta puesta en escena. Hasta aquí llega mi intención de ver este declive. Los automóviles se detienen. Un hombre salta al vacío. Hay personas que gritan, otras lloran, algunas se tapan lo ojos y los más morbosos quieren mirar cada segundo de la caída. El cuerpo vuela y se escucha un golpe seco, como un crujido de huesos rotos. La acera ahora está ensangrentada y sostiene un cuerpo destrozado que no se mueve. Un paramédico corre, examina su pulso y su pecho; no respira.
El gentío observa la imagen caótica: el cuerpo, los miembros inertes, ambulancias y médicos. Un joven que no tiene nombre ni apellido ha muerto. Su billetera ha caído. Un hombre de estatura baja, moreno y grueso, la examina. Mira su contenido, arrojando rápidamente lo que no parece serle útil. Mientras unos lloran, otros se ganan la vida. No puedo dejar de observarlo, él se da cuenta y me mira a los ojos desafiante. La policía llega, el hombre se siente descubierto y huye. En su huida deja caer la cartera del hombre que ha saltado. Todos ven el cadáver mientras yo camino hacia el lado contrario. Tomo la documentación por inercia, aún tengo algo de periodista. El miedo me consume, debo huir, sería el colmo que me capturasen robándole a un muerto.
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