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Joanna Russ - Cómo acabar con la escritura de las mujeres

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Joanna Russ Cómo acabar con la escritura de las mujeres
  • Libro:
    Cómo acabar con la escritura de las mujeres
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1983
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Cómo acabar con la escritura de las mujeres: resumen, descripción y anotación

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1 PROHIBICIONES

Al tomar en consideración la literatura escrita por mujeres durante los últimos siglos en Europa y Estados Unidos (voy a centrarme en la literatura en inglés, salvo algunos ejemplos extraídos de otras literaturas y artes), no encontramos la prohibición absoluta en la escritura de las mujeres por el hecho de ser mujeres que (por ejemplo) ha enterrado gran parte de la tradición poética y retórica de la esclavitud negra estadounidense, aunque muchos mecanismos empleados sobre esta última para trivializarla resultan ser los mismos cuando a pesar de todo logra escribirse; en una cultura mayoritaria donde lo que está escrito es lo que cuenta, no es difícil que se deje de lado a la «larga estirpe de grandes poetas, algunos de los más grandes desde Homero» según James Baldwin. Los fragmentos que se conservan se sobrellevan sencillamente ignorándolos, a pesar de que cuando sí que salen a la luz, entran en juego otros métodos más sofisticados de los que hablaremos más adelante. (Por ejemplo, primero la educación era ilegal. Luego, tras la emancipación, era infrecuente, inferior y no estaba financiada. Esto es el progreso).

Pero hay mujeres blancas, así como mujeres negras, hombres negros y otra gente de color, que han osado adquirir el desagradable hábito de poner cosas por escrito, y algunas de estas cosas llegan a publicarse, y el material publicado, especialmente los libros, llega a las librerías, a las manos de la gente, a las bibliotecas, incluso a veces a los planes de estudio universitarios.

Entonces, ¿qué podemos hacer?

Para empezar, es fundamental que seamos conscientes de que la ausencia de prohibiciones formales contra el arte comprometido no excluye la presencia de otras que, a pesar de ser informales, son muy poderosas. Por ejemplo, la pobreza y la falta de tiempo libre son frenos realmente potentes en el arte: era improbable que la mayoría de quienes trabajaban en fábricas de la Gran Bretaña decimonónica, soportando jornadas laborales de catorce horas, dedicaran su vida a perfeccionar minuciosamente la técnica del soneto. (Por supuesto, cuando aparece la literatura de la clase obrera —como pasó y sigue pasando— se sobrelleva con los mismos métodos que se emplean contra el arte de las mujeres. Obviamente, las dos categorías se superponen). Es una creencia común que la pobreza y la falta de tiempo libre no resultaron impedimentos para las personas de clase media durante el siglo pasado, pero de hecho sí que lo fueron cuando estas personas eran mujeres de clase media. Podría ser más exacto definirlas como mujeres vinculadas a hombres de clase media, puesto que muy pocas de ellas hubieran podido mantenerse en la clase media únicamente por sus propios esfuerzos económicos; si eran actrices o cantantes, se convertían en personas indecorosas (abordaré esto más adelante) y si estaban casadas, no podían ser propietarias de nada en Inglaterra a lo largo de la mayor parte del siglo (la Ley sobre la Propiedad de la Mujer Casada.

Esta situación no cambia mucho en el siglo XX. Sylvia Plath, que se levantaba a las cinco de la madrugada para escribir, fue —en lo que respecta a su escaso tiempo para trabajar— afortunada si la comparamos con Tillie Olsen, mujer de la clase obrera, que describe la triple carga de familia, escritura y trabajo fuera de casa a tiempo completo como inevitable para la supervivencia familiar. Olsen escribe:

Cuando la más pequeña de nuestras cuatro hijas empezó a ir al colegio, de alguna manera fui capaz de llevar conmigo la escritura durante la jornada laboral y al estar haciendo la casa. Escribía en los trayectos en autobús, incluso cuando tenía que viajar de pie, robaba ratos al trabajo, lo hacía en la noche cerrada, una vez terminaba las tareas del hogar. Pero llegó un momento en que esta triple jornada dejó de ser posible. Las quince horas de realidades diarias se convirtieron en una distracción demasiado grande para mi escritura. Perdí el loco aguante que me hacía seguir con ella, siempre estimulada por la escritura que siempre me era negada. Así fue como mi trabajo literario murió.

Olsen también cita a Katherine Mansfield:

La casa parece llevarse tanto tiempo… Tantas veces esta semana habéis estado hablando Gordon y tú mientras yo lavaba los platos… y cuando te vas yo camino de un lado a otro con mi cabeza llena de fantasmas de sartenes y hornos de primus… Y tú [John Middleton Murry] me llamas, da igual lo que esté haciendo, aunque esté escribiendo, «Tig, ¿no vamos a tomar el té? Son las cinco».

Mansfield continúa, culpándose a sí misma («Hoy me detesto») y le pide a Murry que diga «Te comprendo». (Lo que no pide es ayuda).

Es también Olsen quien, en su conmovedora biografía de Rebecca Harding Davis (incluida en La vida en los altos hornos), estudia, detalle por detalle, la imposibilidad de ser artista, ama de casa las veinticuatro horas, madre y la que gana el pan en la familia también a tiempo completo. En 1881, Davis escribe a su hijo, Richard Harding Davis: «No se trata de inspiración, sino de práctica. Al menos, el verdadero éxito requiere tiempo, paciencia y ser muy constante en el trabajo». Pero ella misma, como Olsen deja claro, no pudo seguir su propio consejo: «A menudo solo quedaban los restos exhaustos de sí misma en las migajas de tiempo libre después de atender las tareas de la casa, a Clarke, a los bebés, para dedicarse a un libro que requería todas sus fuerzas, toda su concentración. A veces tenía que entregar largas partes sin leer, sin revisar, para cumplir con la implacable fecha de entrega». Quizá no sea una casualidad que George Eliot, las hermanas Brontë y Christina Rossetti no fuesen madres, que Elizabeth Barrett tuviera un hijo tardío y lo criase con ayuda de las criadas, o que Davis

… aceptó sin cuestionarlo que… era Clarke a quien, como hombre, debía facilitársele llevar a cabo su mejor trabajo, mientras que la situación que a ella le correspondía como mujer era la de contribuir a ese fin: responsabilizarse de la casa, de los niños y de que reinara una atmósfera apropiada para su concentración y relajación. (p. 138)

Una escritora contemporánea, Kate Wilhelm, dice lo siguiente:

… tantas presiones trataban de obligarme a dejar mi escritura, a convertirme en madre, ama de casa, etc. … mi marido era comprensivo y deseaba que yo escribiera, pero se sentía impotente ante estas. … me di cuenta de que el mundo, de que prácticamente todas las personas que lo habitan, va a seguir dando cada vez más responsabilidades a cualquier mujer que esté dispuesta a continuar aceptándolas. Y cuando las otras responsabilidades sean demasiado grandes, las que tenga consigo misma tendrán que desaparecer. O bien deberá adoptar una posición plenamente egoísta, negarse al mundo y aceptar la culpa que sea.

A no ser que una mujer sepa que es otra Virginia Woolf o Jane Austen, ¿cómo puede decir que no…? Generalmente se espera que sus hijos, la casa, los compromisos con el colegio, las necesidades de su marido, el jardín, etc., vayan primero. … revertir ese orden … es duro. Nada en nuestro pasado nos ha preparado para ese papel.

Si el tiempo es vital, también lo es el acceso a materiales y a formación. Esto puede que no parezca un factor tan fundamental para los escritores como lo es para los artistas, pero si a las mujeres nunca se les ha negado la posesión de folios de grado A y lápices de grafito, puede que solo sea porque resultaría imposible hacer cumplir dicha prohibición. La historia de cómo se ha impedido a las mujeres el acceso a la educación superior es demasiado conocida para repetirla aquí. Lo que tal vez no sea de conocimiento general es que esa privación, de forma modificada, a veces sigue estando vigente. Por ejemplo, cuando ingresé en la Facultad de las Artes y las Ciencias de la Universidad de Cornell en 1953, pasé a formar parte (sin saberlo) de la cuota femenina. Cuando regresé a la facultad como miembro del profesorado en 1967 la cuota había subido un 50 por ciento, y cuando me marché en 1973 la facultad se hallaba inmersa en una batalla acerca de si se debía abolir la cuota y, por primera vez en su historia, permitir que el estudiantado femenino matriculado superara al masculino (puesto que las chicas que competían por una plaza en primer curso tenían mejores calificaciones académicas, con mucha diferencia, que los chicos).

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