Jesús Marchamalo - 39 escritores y medio
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- Libro:39 escritores y medio
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2011
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Al pequeño Andrés, que nunca acabó de creerse que esto acabaría siendo un libro.
Y a Julio y a Manes.
J. M.
A mi madre, que dibujó mi vida.
D. F.
urante una larga temporada, recién regresado del exilio, Alberti vivió en un minúsculo apartamento de la calle Princesa, en Madrid, donde una mano anónima pegaba a diario un sello con la cara de Franco en la puerta. «Vaya, otra vez el funeralísimo», decía el viejo poeta de melena escarchada mientras se afanaba en despegarlo. Era muy aficionado, Alberti, a los juegos de palabras, que utilizaba con sus amigos como un idioma secreto. Así, decía aquello de: «Abrígate, que en la calle hace Freud»; o se despedía con un insólito «Señores, ha llegado la hora de Ibsen», un chiste de leídos que provocaba perplejidad entre los no avisados.
Llenó aquel diminuto apartamento de libros, y papeles, y una bicicleta estática cuyo manillar utilizaba de perchero (en Roma hacía ejercicio tirando dardos contra una diana de corcho). Por allí andaban también, rodando, unos dibujos que Picasso le había regalado y que él mismo tenía que retocar de vez en cuando porque la tinta iba perdiendo color.
Alberti había vuelto a España como un arrebol de gorras marineras, blancas melenas y camisas hawaianas, coloristas como una caja de rotuladores infantiles. Retornaba de un largo exilio, y el Partido le había asignado un guardaespaldas, un joven karateka fornido y de manos callosas que le seguía a todas partes y que, un día, experimentando llaves y katas, se dio un golpe fatal en la frente que le dejó tumbado en el pasillo.
Se cuenta que tenía pavor a los coches, incluso antes del accidente que una noche, volviendo de una verbena, se cobró una pierna rota, unos pantalones destrozados y una larga convalecencia que le impidió dar sus recitales por el solar patrio, a todo lo largo y ancho como el capitán Tan. Lo otro fueron siempre las mujeres, que se rendían ante su perfil de patricio romano con ramos de rosas rojas, rojísimas, y notas perfumadas, y mensajes en el contestador que después debía andar escondiendo, los unos de las otras.
Y parece ser que cuando Dámaso Alonso le insistía para que ingresara en la Academia recordaba siempre gozoso aquella noche en que, jóvenes, él y algunos amigos más del 27 habían profanado los muros de la docta institución con un gozoso pis de amanecida. Y cuentan que una noche, años más tarde, volviendo de farra, descubrieron de repente una chispa en sus ojos, y que Alberti, Sabina y algún otro poeta que andaba con ellos marcharon a hurtadillas a la calle de Felipe IV para rubricar de nuevo en la pared y la acera su promesa de no admisión.
Pasó sus últimos años recibiendo homenajes, firmando dedicatorias y dibujando palomas de colores y sirenas en llamas y toreros con alamares de plata. Después, se perdió en un extenso, inabarcable laberinto de amigos y enemigos, mujeres y viudas, de bandos enfrentados y alianzas interesadas. Y se hizo mayor, de repente, con su melena blanca, sus gorras marineras y sus camisas de colores, estentóreas, como él decía.
oda su vida quedó marcada por el informe médico que a los veintisiete años confirmó el diagnóstico de su enfermedad. Las fiebres persistentes que le mantenían con frecuencia en cama estaban provocadas por una nefritis de tipo tuberculoso, algo que en 1925 sonaba fatal.
Su familia, buscando el aire libre en aquel Madrid populoso e irrespirable de la dictadura de Primo de Rivera, construyó una casa en el Parque Metropolitano. Un chalecito de dos plantas rodeado por un pequeño jardín en el número 3 de la calle Velintonia, que después muchos han escrito con uve doble, Welingtonia, como si fuera el extranjero. A esa dirección llegó años más tarde una carta en la que se solicitaba al poeta el envío de su libro La destrucción o el amor, por el que ganó el Premio Nacional en 1935. «No me es posible adquirirlo», decía, «y le quedaría muy reconocido si pudiera Vd. proporcionarme un ejemplar». Firmaba un pastor de Orihuela, Miguel Hernández.
Vicente Aleixandre había nacido el 26 de abril de 1898 en Sevilla. Nieto de un general, le bautizaron con los nombres de Vicente, Pío, Marcelino y Cirilo, para que después tuviera ocasión de elegir. Su padre, ingeniero, era autor de un libro, Álgebra superior, en el que el joven Vicente intentó sin éxito estudiar una asignatura que, para desesperación paterna, suspendería una y otra vez. Orientó su carrera hacia el Derecho, y a veces, en el camino entre la facultad de la calle San Bernardo y la Escuela de Comercio, en Carretas, acababa en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional, en cuyos pupitres leyó todo el teatro clásico, y a Schiller.
Escribía siempre en la cama, o tumbado en un sofá donde pasaba gran parte del día, con una carpeta sobre el pecho en la que apoyaba las cuartillas.
Durante la guerra tuvo que abandonar su casa. Toda la zona fue evacuada tras los primeros ataques de las tropas franquistas desde la cercana Ciudad Universitaria, y se fue a vivir con unos familiares a la calle Españoleto. Cuando los frentes se estabilizaron, su amigo Miguel Hernández le consiguió un salvoconducto y los dos, con un carro de mano, bajaron toda la avenida de la Reina Victoria para ver qué podían rescatar. De entre los escombros recuperaron uno de sus libros, Pasión de la tierra, editado en México en 1932, manchado de humedad y con huellas de tierra, algún objeto personal, y poco más.
Después de la guerra, reconstruyó la casa. Y allí estaba siempre, entre trinos de pájaros, con el bigote minuciosamente recortado, dispuesto a escuchar cada tarde a quien llegara, en la salita-biblioteca presidida por un retrato de Rimbaud y otro de Góngora, una acuarela original de Eduardo Vicente y un dibujo de Miró.
Cuando en 1977 se le concedió el Premio Nobel dijo que era la respuesta. «Uno cuando escribe hace preguntas», afirmó con una sonrisa enigmática y sus ojos claros.
laro que es una excentricidad llamarse Aub y ser valenciano, algo que ni siquiera se arregla con el segundo apellido, Mohrenwitch, que suena más a duque austrohúngaro, a coronel de dragones o húsares. Así que tuvo que idear el propio Max una teoría que resolviera sus problemas de concordancia: se es, dijo, de donde se estudia el bachillerato. Y punto.
Nacido en París en 1903, hijo de padre alemán y madre francesa, el pequeño Max llegó a Valencia en 1914, huyendo con su familia de la guerra que convirtió Europa en un bosque de trincheras y alambradas de espino. Llegó hablando francés y alemán, y quienes le conocieron le recuerdan regordete y reservado, leyendo en su cuarto a Victor Hugo, que era su escritor favorito. Tenía ya entonces un pelo con tendencia a lo indómito y unas gafas de miope que acabarían convirtiéndose en dos aros de pasta oscura. Estudiaba en la Alianza Francesa y en el instituto Luis Vives, y en la playa de la Malvarrosa, donde conoció al pintor Sorolla, se convirtió en un excelente nadador.
Su padre importaba y distribuía artículos de caballero —peines, gemelos, cubrebotones, sujetacorbatas—, negocio al que el joven Max se incorporó con entusiasmo, lo que le llevó a recorrer el solar patrio tres o cuatro veces al año, de arriba abajo y de abajo arriba, y a pasar los veranos en París, para empaparse de las últimas modas y tendencias.
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