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Jacques Le Goff - La civilización del Occidente medieval

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Jacques Le Goff La civilización del Occidente medieval
  • Libro:
    La civilización del Occidente medieval
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1964
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La civilización del Occidente medieval: resumen, descripción y anotación

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Introducción

E l plan de la colección «Les Grandes Civilisations» ha determinado el marco cronológico y la división de esta obra y yo no he tenido inconveniente en aceptarlos. Perfectamente de acuerdo con Raymond Bloch, Sylvain Contou y Jean Delumeau, he centrado el libro en el período de los siglos X-XIII, la Edad Media central que, en una perspectiva más amplia, también es un momento decisivo en la evolución de Occidente: la elección de un mundo abierto frente a un mundo cerrado, a pesar de los titubeos de la cristiandad del siglo XIII entre los dos modelos, la opción, aún inconsciente y frenada por la mentalidad autárquica, para el crecimiento y el establecimiento de unas estructuras aún fundamentales para el mundo actual. Ese tiempo vio el nacimiento de la ciudad (la ciudad medieval es distinta de la ciudad antigua, y la ciudad de la revolución también será diferente) y de la aldea, el auténtico comienzo de una economía monetaria, los inventos tecnológicos capaces de garantizar la conquista rural, el artesanado preindustrial, la construcción a gran escala (arado asimétrico de ruedas y vertedera, herramientas de hierro, molino de agua con sus aplicaciones y molino de viento, sistema de levas, telares, tornos elevadores, sistema de tracción animal «moderno»).

Con la aparición de la máquina de uso utilitario (y no sólo lúdico o militar) se crean a la vez nuevos modos de dominación del espacio y del tiempo, sobre todo del espacio marítimo, con la invención del timón de codaste, la adopción de la brújula, de nuevos tipos de navío, los avances en la precisión de las medidas, la noción de horas iguales y la fabricación de relojes para medirlas y anunciarlas. La Iglesia conserva y a veces refuerza su control ideológico e intelectual, pero la alfabetización progresa, la oposición litterati-ilitterati (instruidos-ignorantes, versados en latín y gente confinada a las lenguas vulgares) ya no es sinónimo de oposición entre clérigos y laicos, puesto que un nuevo tipo de enseñanza y de ciencia, la escolástica, apoyada en una institución nueva, la universidad, sigue siendo clerical pero fomenta el espíritu crítico y alienta en su seno el desarrollo de conocimientos y oficios jurídicos y médicos que pronto se le irán de las manos a la Iglesia. A pesar del internacionalismo cristiano, los hombres se agrupan cada vez más en naciones y en Estados en torno a dirigentes laicos según un modelo principalmente monárquico o principesco. Las estructuras sociales y mentales conceden un lugar privilegiado a ciertos tipos de organización ternaria «el esquema indoeuropeo tripartito: los que rezan, los que combaten y los que trabajan, o también, con el afianzamiento del concepto de medio, de intermediario, la trilogía de los grandes, de los medios y de los pequeños» o pluralista (los estados del mundo, las virtudes y los vicios). Las mentalidades cambian: surgen nuevas actitudes frente al tiempo, al dinero, al trabajo, a la familia a pesar del vigor persistente de los modelos aristocráticos reforzados por la formación del ideal cortés, principal código propiamente occidental de comportamiento, sean cuales fueren las influencias árabes que hubiera podido haber y la aparición de tradiciones populares que se propagan al amparo de un pensamiento «folclórico». La Iglesia crea para esta sociedad nueva un humanismo cristiano que realza la imagen del hombre humillado en Job, en contraste con la imagen de Dios, transforma la devoción gracias al florecimiento del culto mariano y a la humanización del modelo cristológico, trastorna la geografía del más allá insinuando un purgatorio entre el paraíso y el infierno, privilegiando de este modo la muerte y el juicio individual.

Pero no todo es de color rosa, en contra de lo que pretenden algunos, en este florecimiento de la Edad Media central. La hambruna es una amenaza permanente, la violencia omnipresente, las luchas sociales agrias y constantes, por más que hagan su aparición formas más pacíficas y organizadas de resistencia de clases y grupos dominados, como la huelga en el medio artesanal y en el universitario. La Iglesia, inquieta e incapaz «a pesar de las órdenes monásticas y religiosas nuevas, cistercienses y órdenes mendicantes, y los concilios fomentados por el papado» de un auténtico aggiornamento (lo que ella llama la reforma) redobla su recurso al infierno y organiza ese cristianismo del miedo que Jean Delumeau nos muestra a la perfección estudiando el período siguiente. Pero está bien claro que, al menos a partir del siglo XI, ya no se puede hablar, como se ha hecho de los siglos XVI al XIX, de edad de tinieblas refiriéndose a la Edad Media en la que nuestro tiempo encuentra nuestra infancia, el auténtico comienzo del Occidente actual, sea cual fuere la importancia de las herencias judeocristiana, grecorromana, «bárbara», tradicional, que la sociedad medieval recibió. A pesar de la verdadera crueldad de los tiempos medievales en muchos aspectos de la vida cotidiana, cada vez nos cuesta más aceptar que medieval sea sinónimo de retrasado y de salvaje. Aceptaríamos de mejor gana un concepto algo así como primitivo, puesto que esa época se halla casi seducida y dominada por el primitivismo. Lo esencial es la incontestable potencia creadora de la Edad Media.

Si para mí el corazón de la Edad Media sigue estando situado en los tres siglos y medio que van desde el año mil a la peste negra, hoy me sentiría más inclinado a recolocar esa Edad Media corta dentro de una Edad Media que se extendería desde aproximadamente el siglo III hasta mediados más o menos del siglo XIX, un milenio y medio en el que el sistema esencial es el del feudalismo, aunque haya que distinguir fases a veces bien diferenciadas. Mi «hermosa» Edad Media del crecimiento se halla enmarcada entre dos zonas de recesión o de estancamiento que han llevado a Emmanuel Le Roy Ladurie a evocar la idea de una historia (casi) inmóvil, por más que se niegue, evidentemente, como cualquier historiador, a detener la historia, lo cual equivaldría a negarla. Por lo demás, ni esa alta Edad Media que se remonta según mi opinión a lo que se llama actualmente la Antigüedad tardía, ni el ecosistema de Emmanuel Le Roy Ladurie referente al período que se denominaba en la escuela «moderno» me parecen simples decaimientos de la historia. Incluso si, en mi opinión, se ha exagerado la importancia de los renacimientos (tanto el carolingio como el de los humanistas), los siglos IX y XVI, los siglos de Carlomagno y de Carlos V respectivamente a decir de Voltaire, son tiempos de renovación. Lo esencial para la cristiandad latina es ese largo equilibrio del modo de producción feudal dominado por la ideología cristiana, que se extiende desde finales de la Antigüedad clásica hasta la revolución industrial, no sin crisis e innovaciones.

De este modo mi Edad Media se halla más que nunca —lo que no es más que una paradoja aparente— anclada en la larga duración y arrastrada por un vivo movimiento. El sistema que yo describo se caracteriza por el paso de la subsistencia al crecimiento. Produce excedentes pero no sabe reinvertirlos. Gasta, derrocha con magnanimidad las recolecciones, los monumentos —lo que es hermoso—, y los hombres —lo que es triste—. No sabe qué hacer con su dinero, constreñida entre el desprecio de los adeptos de la pobreza voluntaria y las condenas de la usura por parte de la Iglesia.

Sin embargo el Occidente experimenta, entre los siglos XI y XIV, una conversión esencial. Antes se contentaba con subsistir, con sobrevivir, porque creía que el fin de los tiempos estaba próximo. El mundo envejecía y el miedo del Anticristo se contrarrestaba con el deseo del Milenio, del reino de los santos sobre la tierra o, de una forma más conforme con la ortodoxia de la Iglesia, la espera del Juicio final alentaba por igual la esperanza del Paraíso y el temor del Infierno. Ahora se instala sobre la tierra por un tiempo siempre limitado pero más largo y piensa, más que en la vuelta a la pureza original del Paraíso o de la Iglesia primitiva, o en el vaivén al final de los tiempos, en lo que le separa aún de la eternidad. Lo provisional va a durar aún. Cada vez piensa más en arreglar su morada terrestre y en procurarse, en el más allá, un territorio, un reino de espera y de esperanza entre la muerte individual y la resurrección final, el Purgatorio.

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