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Jean-François Braunstein - La filosofía se ha vuelto loca

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Jean-François Braunstein La filosofía se ha vuelto loca

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AGRADECIMIENTOS

A mi amigo Pascal Bruckner, que creyó en este proyecto de libro desde el principio y me animó mientras lo estaba escribiendo.

A Roland Jaccard y a los amigos de «la banda de Yushi» y de más sitios, que leyeron el manuscrito y me permitieron mejorarlo.

A mis alumnos de filosofía de la Sorbona.

JEAN-FRANOIS BRAUNSTEIN Marsella 1953 es un filósofo y profesor - photo 1

JEAN-FRANÇOIS BRAUNSTEIN (Marsella, 1953) es un filósofo y profesor universitario francés, cuyos trabajos se ejercen principalmente en los campos de la historia y la filosofía de las ciencias.

Desde el año 2008 es profesor de Filosofía en la universidad Panthéon-Sorbonne de París. Es miembro del consejo científico del Centro Georges Canguilhem, miembro de la Sociedad francesa de filosofía, exsecretario de la Sociedad de amigos de Jean Cavaillès, miembro de la Sociedad internacional de historia de la psiquiatría y presidente de la asociación internacional de La Maison d'Auguste Comte.

En 2018, publicó La philosophie devenue folle: le genre, l'animal, la mort (La filosofía se ha vuelto loca, 2019).

Jean-François Braunstein participa regularmente en en programas de radio, especialmente en la cadena France Culture.

Conclusión

ANTES HUMANISMO QUE COMPOSTISMO


REENCONTRAR LA «DECENCIA ORDINARIA»

Teoría de género, derechos del animal y entusiasmo por la eutanasia beben de las mismas fuentes: de amor, de benevolencia universal, de esquivar el dolor y lo trágico. Sin embargo, como hemos visto, estos buenos sentimientos conducen a las peores aberraciones. Si llevamos hasta el límite la lógica de los razonamientos de los eminentes profesores universitarios que hemos comentado aquí, llegamos a conclusiones no solamente absurdas sino abyectas. Si aceptamos la idea de que el sexo biológico no tiene la menor importancia y que el género «se elige», va a ser difícil evitar la consecuencia de que nuestro cuerpo esté enteramente a disposición de nuestra voluntad y podamos transformarlo como nos apetezca. Si la identidad es también «a voluntad», va a ser posible que cada uno de nosotros surfee de un género a otro. Si pensamos que los «animales no humanos» deben ser tratados de la misma manera que los «animales humanos» que parece que somos, la zoofilia y la experimentación en humanos tienen ante sí un brillante porvenir. Si conviene legalizar la eutanasia, ¿por qué limitarla a tal o cual tipo de humanos, moribundos o disminuidos? ¿Por qué no matar también a los niños que nos parecen «defectuosos»? En cuanto al déficit de órganos para los trasplantes, basta con cambiar la definición de la muerte, nacionalizar los cadáveres y asunto concluido. Las consecuencias que sacan nuestros «generistas», «animalistas» y «bioéticos» son imparables si se aceptan sus creencias.

Los discursos que todos deseamos hacer nuestros sobre amor y tolerancia, sobre animales maltratados y moribundos que aliviar, llevan a conclusiones absurdas y chocantes. Frente a tales tonterías cabe recordar las palabras de George Orwell: «Desde luego hay que ser un intelectual para creerse semejante cosa: alguien normal no podría nunca llegar a alcanzar tal grado de simpleza». Pero se puede también esperar, citando de nuevo a Orwell en aquella carta a Humphry House de abril de 1940, que esas enseñanzas se topen con la «decencia ordinaria» de todo ser humano digno de ese nombre: «Mi principal motivo de esperanza», añadía, «se basa en el hecho de que la gente corriente es siempre fiel a su código moral».

Conviene pues impugnar las bases mismas de estos razonamientos. Su error común consiste en pensar que las cuestiones morales son análogas a los problemas lógicos o jurídicos en los cuales se impone una solución y solo una. Los famosos «casos» de la ética analítica son a menudo entretenidos pero no tienen el menor interés. La moral no trata de preferencias o de placeres que habría que «llevar al extremo», trata de situaciones particulares y de hombres reales, para los que unas cosas son admisibles y otras no. En estas cuestiones, y siguiendo a Auguste Comte, más valdría apoyarse en las tradiciones de la humanidad, en esos «muertos que nos gobiernan», antes que en el «abuso de la lógica deductiva». Cuando se es un ser humano suficientemente civilizado, hay supuestos que no deberían ni poder imaginarse. Lo dice muy claro Anne Maclean, no se mata a bebés sencillamente «porque eso no se hace». Intentar demostrar lo contrario es ya criminal. Practicar el infanticidio debe producir gran desazón, al menos por el momento y en la mayoría de los casos. El mismísimo Singer reconoce que matar a su madre aquejada de alzhéimer no era asunto tan sencillo. Sin duda se practica la zoofilia, pero no tanto como pretende Singer y no se tiene la sensación de mantener una relación amorosa normal. Tampoco se suele presentar al animal a la familia. Cambiar la identidad sexual a voluntad es un estupendo juego del espíritu o una performance artística, pero de eso a pedir que la sociedad se reconstruya enteramente, de la educación al derecho pasando por la medicina, para satisfacer esos juegos sobre los límites entre los sexos, media verdaderamente un abismo. Cortarse un brazo sano tampoco es buena idea y llama la atención ver que algunos médicos extraviados puedan imaginarse cooperando en semejantes locuras.

EL BORRADO DE LAS FRONTERAS: HACIA LA INDIFERENCIACIÓN

Más allá de esos raciocinios políticamente correctos, es verdad que esas tomas de posición manifiestan una determinada voluntad de borrar sensu stricto todas las fronteras. Para empezar, la fundamental, la dualidad de los sexos. Luego, la tradicional que separa al hombre del animal. Después, la sacrosanta que para los humanos traza la línea entre lo vivo y lo muerto. Todos los autores que hemos estudiado proclaman que hay que acabar con el binarismo, con lo que Money llamaba «el helado de dos bolas». Existe una infinidad de sexos como existe una infinidad de géneros que a su vez prometen goces sin límite. El hombre es un animal como los demás, y el darwinismo, de ser originariamente una teoría científica, pasa a convertirse en una vulgata animalista; se acabó la diferencia entre «animales humanos» y «animales no humanos». Y la muerte ya es solo una cuestión técnica, no tiene nada de sagrado y hay que racionalizarla, socializarla y hacerla productiva. El hombre se convertirá en todopoderoso, pero no porque se lo haya ganado con esfuerzo, sino porque todo estará «a su disposición», todo le será dado. Todo es fácil, todo fluye, ya no habrá nada negativo ni alteridad radical.

El autor que mejor resume esta tendencia es sin lugar a dudas Donna Haraway. Aunque su influencia es menor que la de Judith Butler o Peter Singer, que consiguieron efectivamente transformar el mundo a peor, ella es la teórica más coherente y radical de esta voluntad de «perturbar», de «borrar», de «confundir» todas las fronteras. Ella, que en un principio quería que el hombre se uniera a las máquinas y saliera así de la humanidad «por lo alto», inventando el mito del cyborg, lo que busca ahora es que el hombre salga de la humanidad «por lo bajo», mezclándose con los animales. Como dice ella misma, ha pasado del «glorioso cyborg» al animal de compañía. El asalto «por lo bajo» contra la humanidad se reúne con el que tiene lugar «por lo alto», mediante las utopías transhumanistas y poshumanistas, que por cierto muchas veces se topan con las tesis posfeministas. Lanza la primera andanada en nombre de los buenos sentimientos y la segunda en nombre del afán prometeico más exaltado, lo cual explica que los dos embates no lleguen al mismo público: las abuelitas de caniche por un lado, los tecnoprofetas por el otro.

Pero no se detiene ahí. Quiere verse mezclada con lo que llama un «

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