Uno de los libros más famosos de este pensador liberal francés. Sostiene que el enorme conocimiento disponible en la actualidad, puede resultar inútil para vivir mejor, si nos dejamos llevar de la propaganda y de las ideas que se generalizan sin una base real. Sólo un análisis concienzudo de lo que ocurre puede ayudarnos a mejorar la vida de las personas, no intenciones piadosas fundamentadas en visiones sesgadas de la realidad.
Jean-François Revel
El conocimiento inútil
ePub r1.6
Titivillus 13.06.16
Título original: La connaissance inutile
Jean-François Revel, 1988
Traducción: Joaquín Bochaca
Editor digital: Titivillus
Corrección de erratas: zillium y Dr. Doa
ePub base r1.2
JEAN-FRANCOIS REVEL, (19 de enero de 1924 en Marsella, Francia) - (30 de abril de 2006 en Kremlin-Bicêtre, Val-de-Marne, Francia) fue filósofo, escritor, periodista y miembro de la Academia francesa.
Dio clases de filosofía en Argelia, en el Instituto Francés de Ciudad de México y en el de Florencia durante los años cincuenta. Inició su carrera literaria y periodística en 1957. Ha sido redactor jefe de las páginas literarias de France-Observateur, director y miembro del consejo de administración de L’Express entre 1978 y 1981, cronista de Point, Europe 1 y Radio télévision Luxembourg. Ha trabajado como consejero literario en las editoriales Julliard y Robert Laffont. Es autor de numerosas novelas y ensayos, entre los destacan El conocimiento inútil, Ni Marx ni Jesús, La tentación totalitaria, Un festín en palabras, El renacimiento democrático, El monje y el filósofo y La gran mascarada.
A lo largo de su carrera ha obtenido el Premio Konrad Adenauer (1986), el Premio Chateaubriand (1988) y el Premio Juan-Jacques Rousseau (1989), entre otros. En España ha recibido la Gran Cruz de Isabel la Católica.
Revel se proclamaba ateo y defensor del liberalismo democrático, el único sistema que funciona en su opinión. Es uno de los mayores polemistas del panorama filosófico-periodístico francés actual.
1. La resistencia a la información
La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira. La civilización del siglo XX se ha basado, más que ninguna otra antes de ella, en la información, la enseñanza, la ciencia, la cultura; en una palabra, en el conocimiento, así como en el sistema de gobierno que, por vocación, da acceso a todos: la democracia. Sin duda, igual que la democracia, la libertad de información está en la práctica repartida de manera muy desigual en el planeta. Y hay pocos países en los que una y otra hayan atravesado el siglo sin interrupción, e incluso sin supresión durante varias generaciones. Pero, aunque incompleto y sincopado, el papel desempeñado por la información en los hombres que deciden los asuntos del mundo contemporáneo, y en las reacciones de los demás ante esos asuntos, es incontestablemente más importante, más constante y más general que en épocas anteriores. Los que actúan tienen mejores medios para saber sobre qué datos apoyar su acción, y los que experimentan esa acción están mucho mejor informados sobre lo que hacen los que actúan.
Es, pues, interesante investigar si esta preponderancia del conocimiento, su precisión y su riqueza, su difusión cada vez más amplia y más rápida, han aportado, como sería natural esperar, una gestión de la humanidad por sí misma más juiciosa que antaño. La cuestión importa aún más puesto que el perfeccionamiento acelerado de las técnicas de transmisión, y el aumento continuo del número de individuos que de ella se aprovecharán, harán aún más del siglo XXI la época en que la información constituirá el elemento central de la civilización.
En nuestro siglo se encuentran a la vez más conocimientos y más hombres que conocen esos conocimientos. En otras palabras, el conocimiento ha progresado, y aparentemente ha sido seguido en su progreso por la información, que es su diseminación entre el público. En primer lugar la enseñanza tiende a prolongarse cada vez más tiempo y a repetirse cada vez más a menudo en el curso de la vida; luego, las herramientas de comunicación de masas se multiplican y nos cubren de mensajes en un grado inconcebible antes de nosotros. Se trate de vulgarizar la noticia de un descubrimiento científico y de sus perspectivas técnicas, de anunciar un acontecimiento político o de publicar las cifras que permitan apreciar una situación económica, la máquina universal de informar se hace más y más igualitaria y generosa, de modo que anula la vieja discriminación entre la élite en el poder que sabía muy poco y el común de los gobernados que no sabía nada. Hoy, los dos saben o pueden saber mucho. La superioridad de nuestro siglo sobre los precedentes parece, pues, fundarse en que los dirigentes o responsables en todos los terrenos disponen de conocimientos más surtidos y más exactos para preparar sus decisiones, mientras que el público, por su parte, recibe con abundancia las informaciones que le sitúan en posición de juzgar lo acertado de esas decisiones. Una tan fastuosa convergencia de factores favorables ha debido, en buena lógica, engendrar ciertamente una sabiduría y un discernimiento sin parangón en el pasado y, por consiguiente, una mejora prodigiosa de la condición humana. ¿Es así?
Sería frívolo afirmarlo. Nuestro siglo es uno de los más sangrientos de la historia; se singulariza por la extensión de sus opresiones, de sus persecuciones, de sus exterminios. Es el siglo XX el que ha inventado, o cuando menos sistematizado, el genocidio, el campo de concentración, el aniquilamiento de pueblos enteros mediante la carestía organizada; el que ha concebido en teoría y realizado en la práctica los regímenes de avasallamiento más perfeccionados que hayan abrumado jamás a tan gran cantidad de seres humanos. Esta proeza parece desmentir la opinión según la cual nuestro tiempo habría sido el del triunfo de la democracia. Y, no obstante, lo ha sido, a pesar de todo, por una doble razón. Termina, pese a tantos esfuerzos desplegados, con un mayor número de democracias, las cuales están en mejor estado de funcionamiento que en ningún otro momento de la historia. Además, incluso escarnecida, la democracia se ha impuesto a todos como valor teórico de referencia. Las únicas divergencias a su respecto se refieren a la manera de aplicarla, a la «falsa» y a la «verdadera» puesta en marcha del principio democrático. Incluso si se denuncia la mentira de las tiranías que pretenden obrar en nombre de una pretendida democracia «auténtica», o en la espera de una democracia perfecta pero eternamente futura, debe reconocerse que la especie de los regímenes dictatoriales fundados en un rechace declarado, explícito, doctrinal del principio mismo de la democracia desapareció con el hundimiento del nazismo y del fascismo en 1945, y luego del franquismo en 1975. Las supervivencias son marginales. Por lo menos, como hemos visto, las tiranías más recientes se encuentran reducidas a justificarse en nombre de la misma moral que violan, reducidas a las acrobacias verbales que, a fuerza de monotonía en lo inverosímil, engañan cada día a menos gente. A fin de cuentas, el empleo de ese doble lenguaje no soslaya el problema de la eficacia de la información. Los dirigentes totalitarios disponen de la información a título profesional lo mismo que los dirigentes democráticos, incluso si se obstinan en negársela a sus súbditos, sin, por otra parte, conseguirlo por completo. Los fracasos económicos de los países comunistas, por ejemplo, no proceden de que sus jefes ignoren las causas. Por lo general, las conocen bastante bien y lo dejan entrever de vez en cuando. Pero no quieren o no pueden suprimirlas, por lo menos totalmente, y se limitan, lo más a menudo, a combatir los síntomas por miedo a poner en peligro un orden político y social más precioso a sus ojos que el éxito económico. Por lo menos en ese caso se comprende el motivo de la ineficacia de la información. Puede que, a consecuencia de un cálculo por completo racional, se abstengan de utilizar lo que se conoce. Pues existen frecuentes circunstancias, tanto en la vida de las sociedades como en la de los individuos, en las que se debe evitar tener en cuenta una verdad que se conoce muy bien, porque redundaría contra el propio interés si se sacaran las consecuencias de la misma.