Enrico Castelli - Lo demoníaco en el arte
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- Libro:Lo demoníaco en el arte
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1952
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Lo demoníaco en el arte: resumen, descripción y anotación
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Ubi Spiritus Domini, ibi libertas
[Donde está el espíritu de Dios, allí está la libertad].
San Pablo
II Corintios 3, 17
Maxima temptatio est non temptari
[La mayor tentación es no ser tentado].
Gerhardt Groote
Se ha perdido para siempre el ser cuyo principio y fin son imposibles de indagar. Lo demoníaco es el no ser que se manifiesta como agresión pura: lo trastocado.
La pura agresión que padece el santo de los pintores alemanes cuando es arrebatado en un círculo de monstruos. Pero ¿es padecer? Sí, en tanco que se ve obligado a apelar a lo demoníaco, es decir, a pedir gracia (la oración como súplica de socorro extraordinario); no, puesto que la condición del santo es tal que el ímpetu demoníaco se rompe alrededor del halo de la santidad, que constituye una barrera impenetrable.
En definitiva, el tormento y la tentación son, en la representación del artista, la misma cosa: La atracción por el vacío es el vértigo que se apodera de nosotros cuando ya no sabernos dónde aferrarnos. ¿Y si la barandilla es baja, la calle, un callejón y la pared vertical? ¿Y si no hay salientes a los que agarrarnos? Entonces es el abismo lo que nos arme, aunque signifique el tormento. Cuidado: los salientes físicos de la naturaleza sorda cuentan poco, pero esos salientes físicos que son los brazos de nuestros semejantes son decisivos. Si los brazos no abrazan, rechazan. El aislamiento es condenatorio. Ta tentación es el sentimiento abismal de la soledad: para vencerla no hay más que un camino: participar de lo divino. Sólo a través de la participación en lo divino tiene sentido comunicar. El comunicar sin remitirse a Cristo es creer en una capacidad que sólo lo demoníaco puede insuflar. «Serás como Dios si comes el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal», es decir, si te confías a la técnica que te permite unirte a los demás y construir tu mundo. El consejo de la serpiente.
Ésta es la seducción de lo demoníaco, del demonio. Pero éste es precisamente lo definitivamente inconsistente, es decir, lo monstruoso, es decir, lo que aparece sin que se pueda vislumbrar el origen de su aparición, que es el fin de su aparición: lo que no tiene naturaleza, ya que en cuanto se intenta aprehender su naturaleza, ésta se transforma en otra, y ésta otra en otra más, y así hasta el infinito: lo que no es posable, lo que no se puede posar y, por lo tanco, mucho menos reposar.
Todo el arte que trata de representar de uno u otro modo la tentación de lo demoníaco reproduce este sentimiento de lo horrible indefinido; el sentimiento de algo que no tiene naturaleza, o incluso algo peor, algo que está definitivamente desnaturalizado.
De aquí las representaciones de la doble o triple cara; los demonios de los grabados alemanes del siglo XV tienen codos, o casi todos, doble cara. Allí donde en el cuerpo humano está situado el órgano de la reproducción aparece un rostro; otro en la espalda; un tercero a la altura del estómago. En ocasiones también las rodillas son una cara. Y los pequeños diablos que rodean al monje tentado son quizá la representación del ser que tiene un rostro que no se corresponde con la naturaleza misma del rostro.
Esta bifacialidad o trifacialidad no es otra cosa que un modo de representar aquello que carece de la posibilidad de expresar algo consistente, puesto que es solamente la aparición de una cara. Anticipación alegórica de la multitud. Preludio al todos, esto es, a nadie.
El demonio es representado como la inconsistencia de la naturaleza humana o bestial, en cuanto que la bestia no es más que un aspecto del ser humano, es decir, un ser corporal sin inteligencia, pero con pasión, y pasión por la destrucción. La bestia que aterra: el ímpetu del toro cegado, la ferocidad como acto que tiende a desmembrar, a deshacer, a hacer de modo que alguna cosa ya no exista.
Por otra parte, fuera de la lucha el demonio no existiría. Su existencia está ligada al intento de asir estrechamente. Es la lucha eterna. Uno de los ejemplos más impresionantes de este aferrarse pan conquistar un alma lo aporta un escultor alemán de finales del siglo XV del que sólo conocemos un monograma: H. L.
La lucha con el ángel que lleva la balanza con las almas es espantosa. El monstruoso ser satánico de cuerpo humano y probóscide elefantina trata de inclinar la balanza hacia sí, con los músculos contraídos por el esfuerzo decisivo, pero ese esfuerzo es lo que reduce al demonio a su soledad, pues lleva a cabo una obra que lo engaña. El engañador es el engañado por su propio engaño, y las patas caprinas se enlazan inconscientemente al brazo de la balanza que porta un alma sencilla, simbolizada por un amorcillo ingenuo con los brazos abiertos en un gesto de pura confianza. Vence la inocencia. El monstruo es dividido en dos; como si tuviese una bisagra en el vientre, la espalda se abre a la altura de la cintura y los intestinos salen fuera en una maraña de la que huye un pequeño diablo alado. Emblema de la derrota.
Lo sacro aparece, en el arte que presenta la tentación máxima, como el ser que transfigura al santo en el éxtasis producido por un modo de consumar la Gracia.
Para representar el estado de Gracia en su máxima intensidad, el artista no puede más que rodear la representación física del santo con una representación de lo que es desgracia pura; y la desgracia puede ser la seducción.
Raras veces, en las innumerables tentaciones de san Antonio, hallamos los símbolos de los pecados capitales: gula, lujuria, ira, etcétera. Son los objetos sensibles puros, y ante la sensibilidad es posible la lucha.
Siempre se puede rechazar la lujuria y la gula. Pero ¿cómo rechazar lo que no tiene consistencia, lo que no es propio de la naturaleza humana, aunque sea exageradamente prepotente?
No tenemos, en efecto, a la mujer desnuda que se presenta ante el santo para tentarlo, tal como aparece en el arte del siglo XV, y de los anteriores. Los desnudos del Bosco no son tentadores, son símbolos. Cuando la mujer desnuda, alegoría de la lujuria, se manifiesta en los lienzos de los pintores de los siglos XVII y XVIII, el motivo teológico y filosófico ha decaído ya, y se pinta por pintar y no para representar una experiencia religiosa y un sentimiento común a la categoría de los indagadores de las cosas divinas.
También en el arte del siglo XV y de principios del XVI, tenemos, es cierto, al demonio vestido de mujer; Lucas van Leyden, Nikolaus Manuel Deutsch y otros lo pintan como una mujer ricamente vestida que no exhibe ningún gesto de seducción femenina. No es la feminidad, sino el símbolo de la vanidad. Lo que se muestra es una manera de representar la inconsistencia, la forma vacía.
48. Escuela de Lucas van Leyden,
Las tentaciones de san Antonio.
Dresde, Gemäldegalerie.
La mujer-demonio tiene a menudo en la mano una especie de cáliz, cerrado, que está ofreciendo al santo: símbolo del recipiente vacío, que no contiene nada, y que es al mismo tiempo cáliz de todos los males. Es el ofrecimiento de la nada hecha por una nada, esto es, por una vestimenta, una pura vestimenta, por medio de una pum sonrisa —que no una sonrisa pura, pues nada tiene de lascivo el rostro de la mujer-demonio de los pintores de las tentaciones de san Antonio es casi una figura tizianesca: las manos cruzadas sobre el vientre, el traje de terciopelo rojo formando pliegues y suntuosamente ornamentado de oro, la mirada estática, los cabellos rojizos cubiertos por una cofia y con un sólo un rizo cayendo sobre la mejilla. Nada de ardor lujurioso.
La marca de lo demoníaco se descubre ya en los dos pequeños cuernos disimulados que no trastocan la armonía del atuendo, ya en la garra que asoma bajo la falda y avanza hacia el santo, el cual se limita a hacer la señal de la cruz.
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