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Iñaki Ezkerra - Los totalitarismos blandos

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Iñaki Ezkerra Los totalitarismos blandos
  • Libro:
    Los totalitarismos blandos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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Los totalitarismos blandos: resumen, descripción y anotación

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Palabras preliminares

Q ué peculiar rasgo tienen en común, a primera vista, el nacionalismo vasco, el catalán y el discurso de los populismos de izquierda que se aglutinan en torno a Podemos, es decir, los tres conglomerados ideológicos que con más virulencia impugnan hoy el sistema constitucional español y son una verosímil amenaza para este? La característica más genuina y llamativa que los une y les da un innegable aire de familia es que, pese a compartir todos ellos algo más que unas obvias reminiscencias totalitarias, todos se reclaman de una forma particularmente pertinaz y cansina como los puros, los genuinos, los verdaderos demócratas. Más aún, no solo apelan, con machacona insistencia, a esa condición democrática que se atribuyen a sí mismos como «incuestionable», y que no les vendría dada por unos hechos que la desmienten, sino que niegan categóricamente tal condición a quienes se atreven a contrariarlos: a los políticos, a los artistas, a los intelectuales, a los periodistas, a todo aquel que no se identifica con ellos en la ilusión de provocar la voladura del Estado o de amagar con ella permanentemente. A todo el que no es de los suyos o no muestra una patética indulgencia, un signo de rendición ante su amenazador proyecto, le niegan la condición democrática y, antes que a nadie, al propio Estado, por supuesto, pese a que este haya desistido de muchas de sus prerrogativas a favor de ellos y se haya prodigado en las más generosas cesiones.

Sí. Cuando alguien contraría esa contemporizadora consigna y delata los componentes totalitarios que poseen el populismo izquierdista o los nacionalismos vasco y catalán, a menudo se piensa que se trata de una hipérbole producida por una reacción emocional e impulsiva de rechazo a los desafíos que protagonizan estos; de un exceso verbal e irreflexivo con el que se quiere responder a las bravatas de ese populismo y de esos nacionalismos. Se piensa que se está participando de la misma visceralidad y arbitrariedad que se desea denunciar. Y, sin embargo, no se trata de un «insulto» vehemente, precipitado, irreflexivo, sino de un riguroso y meditado «diagnóstico».

A poco que se detiene la mirada en esas ideologías y en quienes las representan, se comprueba que sus referencias, sus raíces, sus comportamientos, sus ideas y sus características corresponden a un totalitarismo de manual. Otra cosa es que no dispongan de la misma capacidad destructiva que los totalitarismos clásicos, porque, para empezar, se hallan en un contexto absolutamente distinto al que permitió el desarrollo de aquellos. Se encuentran en la paradoja de que la misma democracia que los frena, los atenúa y los contiene es la que los respeta, los alimenta y los protege. Este hecho y otros hacen que no se pueda hablar de ellos en los mismos términos en los que hablamos de las tradicionales versiones totalitarias de referencia (obviamente no son Hitler ni Stalin) y que nos veamos obligados a matizar todo lo que sea preciso para esbozar su retrato. Pero es, a la vez, por esa precisión y por esas matizaciones que nos imponen por lo que no podemos dejar pasar por alto la gravedad de los legados ideológicos que han heredado de lo peor del siglo XX y que lucen con una obscenidad y una euforia ciertamente alarmantes.

Este nuevo totalitarismo intentaría actuar, ante las resistencias que pueda ofrecer la sociedad democrática, a la manera en que actuaría lo que el politólogo norteamericano Joseph Nye ha definido como el «poder blando» en relación con la política exterior norteamericana. El soft power de Nye consiste en una inteligente y pragmática renuncia a la utilización de los tradicionales medios coercitivos de carácter militar o económico, es decir «duros», para dar paso a las buenas formas de persuasión diplomáticas, culturales o ideológicas. Trasladada al ámbito de la política en general y a la cuestión que nos ocupa, esa «blandura» que ya es una figura recurrente en el debate ideológico (hablamos no solo de «formas blandas de poder» sino también de «líderes blandos», de «estrategias blandas», de «imagen blanda», de «blandos discursos»…) se traduciría en el despliegue de «amabilidad política» no solo gestual sino conceptual del que se sirven Podemos o los nacionalismos periféricos para incidir en el presente español. La autodenominación de «democráticos» (como la de «moderados» o incluso «democratacristianos» que han manejado los «peneuvistas» vascos o los convergentes catalanes durante lustros) forma parte de esa estrategia blanda que a veces no puede disimular la agresividad de sus raíces o que se combina alternativa y conscientemente con esta. Pero denominar como «blandos» a esos estofados ideológicos de tardías reminiscencias totalitarias no equivale a indultarlos en absoluto, sino a delatarlos en lo que tienen de peligrosamente dúctiles y de sinuosos, tanto en las formas como en los contenidos. Es reparar en cómo apelan a todos los tópicos de la corrección política; en cómo edulcoran todas las referencias a ideologías fuertes a las que, por otra parte, no renuncian (leninismo, sabinismo…); en cómo se moldea esa viscosa y venenosa goma dogmática que ya los constituye estructuralmente; en cómo tratan de aligerar su peso, de limar sus aristas, de travestirse y reblandecerse en nombre de la eficacia; de hacerse amables al tacto. Son blandos porque no pueden ser duros; porque ya no se estila; porque la plastilina ideológica, la gelatina buenista es lo que hoy vende.

Confieso que me produce la misma o muy parecida irritación quien banaliza la innegable carga de odio totalitario que ciertamente hay en el populismo llamado «bolivariano», o en el de nuestros nacionalismos secesionistas, que quien ve por todas partes frentes populares y guerras civiles, los fusiles de Paracuellos y las guillotinas del Reinado del Terror. Confieso que estas páginas nacen, en buena parte, de la indignación que me inspiran esos dos manoseados discursos y de la profunda incomodidad que experimento cuando alguien pretende identificarme con alguno de ellos, con el vaticinio distópico del llanto y crujir de dientes o con el eterno «aquí no pasa nada» que, por desgracia, solo ha dejado de escucharse cuando al final «ha acabado pasando algo que no es poco». Nacen de esos dos sentimientos encontrados; del enojo que me causa que me den hecho el discurso de la inminente caída en el abismo y de la necesidad de matizar, de comprender, de denunciar el alcance, la gravedad y el peligro reales que tienen esos «monstruitos totalitarios» de nuestra democracia.

He omitido premeditadamente en el título del libro el término «populismo» porque ya está demasiado manido y, en contra de lo que pueda parecer, ha llegado un momento en el que tranquiliza, banaliza, quita hierro al fenómeno; mete a Beppe Grillo, a Margaret Thatcher o al regionalista cántabro Revilla en el mismo saco que a Perón, Chávez o Maduro. Como hay populismos y populismos, esa palabra hoy ya no denuncia nada. De hecho, hay incluso quien la reivindica o ve como reivindicable el mal al que esta alude. No es en absoluto ajeno a esa tendencia un libro como En defensa del populismo, del español Carlos Fernández Liria, que deja entrever algunos escrúpulos frente al término, pero que lo acaba asumiendo en coincidencia con La razón populista del argentino Ernesto Laclau. Esta asunción de una expresión claramente despectiva que invoca un fenómeno a todas luces detestable nos brinda una pista sobre el carácter indigente y espurio de su apología. Como nos recuerda Enrique Krauze, el populismo remite directamente a la demagogia, en la cual veía Aristóteles la causa de las revoluciones en las democracias. Que los apóstoles del populismo posmarxista asuman el término y no se molesten siquiera en idear otro más digno que lo reemplace solo puede interpretarse como una estrategia retórica de hacer de la necesidad virtud: no están dispuestos a renunciar a la rapidez y facilidad con las que esas «paraideologías» prenden en la sociedad, como el vendedor de «comida basura» no está dispuesto a renunciar a las vísceras, los cartílagos y la grasa en la masa con la que hace las hamburguesas. Como el vendedor de «comida basura», el populista sabe que lo es, pero ostenta su condición en un alarde de arrogancia y en un truco de magia comercial por el cual vende esa carne grasienta como un producto bueno y deseable. La expresión «política-basura» nunca podría haber sido más justa y acertada para definir un hecho como el populismo. Pero, por más que a sus apologistas les parezca hábil darle la vuelta a la denostación y convertirla en reivindicación, el carácter infame de lo que defienden queda al descubierto para quien tiene un mínimo olfato, no ya ético, sino estético y unos elementales escrúpulos políticos. ¿Habría modo de presentar como respetable un libro que se titulara En defensa de la demagogia o La razón demagógica?

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