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Iñaki Rekarte - Lo difícil es perdonarse a uno mismo

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Iñaki Rekarte Lo difícil es perdonarse a uno mismo
  • Libro:
    Lo difícil es perdonarse a uno mismo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2015
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El 19 de febrero de 1992 Iñaki Rekarte empezó a caminar deprisa en dirección - photo 1

El 19 de febrero de 1992, Iñaki Rekarte empezó a caminar deprisa en dirección contraria al coche bomba que había aparcado minutos antes en el barrio de La Albericia de Santander. Segundos más tarde vio pasar a su objetivo, una furgoneta de la policía, buscó en el bolsillo el mando a distancia, levantó el brazo y apretó el botón con todas sus fuerzas. La explosión absorbió durante unos instantes todo el oxígeno de la calle; luego lo soltó de golpe. Tres personas murieron: un matrimonio de unos cuarenta años y un hombre de menos de treinta. Una veintena de transeúntes, entre ellos dos policías, resultaron heridos. Fue el primer atentado, y el último, del recién formado comando Santander de ETA. Pocas semanas después, Iñaki Rekarte fue detenido y encarcelado, y, en 1998, juzgado y condenado a 203 años de cárcel.

Lo que vino a continuación fueron dos décadas de prisión, odio, aislamiento, consignas y, más tarde, poco a poco, de crecimiento y evolución personal. De la sed de aventuras de los diecinueve años, los que tenía en la época en la que entró a formar parte de ETA, pasó a la radicalización ideológica en la cárcel, donde la fidelidad acrítica al grupo lo era todo, y de ahí al desencanto, la desvinculación y la salida, previo paso por el centro penitenciario de Nanclares.

Pero esta es también, y pese a todo, una historia de amor. La de Iñaki Rekarte con Mónica, una trabajadora social de la prisión gaditana de máxima seguridad Puerto I, donde estuvo recluido trece años, a través de la cual descubrió un mundo y una sociedad, desconocidos para él, que hasta entonces solo identificaba como el enemigo.

Iñaki Rekarte Lo difícil es perdonarse a uno mismo Matar en nombre de ETA y - photo 2

Iñaki Rekarte

Lo difícil es perdonarse a uno mismo

Matar en nombre de ETA y arrepentirse por amor

ePub r1.0

Titivillus 07.06.15

Título original: Lo difícil es perdonarse a uno mismo

Iñaki Rekarte, 2015

Imagen de cubierta: José Luís López de Zubiría

Diseño de cubierta: Departamento de Arte y Diseño, Área Editorial Grupo Planeta

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Para Marino y Juanan dos pedazo de personas que tuve la suerte de encontrarme - photo 3

Para Marino y Juanan, dos pedazo de personas que tuve la suerte de encontrarme en el laberinto de la vida

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EL DÍA EN QUE TODO CAMBIÓ

Una mañana de septiembre de 2003, cuando ya llevaba más de una década en la cárcel, de repente apareció ella. En esos días el calor seguía apretando fuerte en aquellas tierras de Cádiz, a pesar de que el otoño ya estaba cerca, y la vida en el interior del módulo penitenciario continuaba siendo muy dura. Su llegada fue una especie de chispazo que provocó en mí una sensación que no había vivido en mucho tiempo. Fue como una aparición venida de otro mundo, una imagen que contrastaba de manera inimaginable con aquella rutina diaria poblada por los presos más peligrosos del país y los funcionarios que mantenían el centro sometido a un régimen especialmente estricto.

Pero ella era real, yo no estaba soñando. Pasó junto al grupo de reclusos camino de la sala de calderas de la cárcel y, desde el patio, donde yo estaba jugando al ajedrez con un compañero, pude ver cómo me lanzó una mirada llena de franqueza. Y me preguntó:

—Hola, buenos días, ¿que hacéis?

—Buenos días —le contesté sorprendido por su acento gaditano—. Aquí estamos, intentando ganar la partida.

Fueron apenas unos segundos, un instante en la vida de una persona, pero me causó una reacción emocional tan grande que no supe qué decir y sólo acerté a devolverle esa insulsa respuesta, que salió de mi interior de forma casi automática. Realmente, yo no sabía lo que decía, estaba conmocionado por la arrolladora presencia de aquella chica gaditana. Llevaba casi doce años encerrado entre rejas, casi la mitad de la vida de un chaval que había entrado en la cárcel a los veinte años y había pasado toda su juventud rodeado de presidiarios entre los altos muros de un centro penitenciario.

Hasta esa mañana, mi vida consistía en una sucesión de días y noches marcados por la disciplina casi militar que reinaba en aquella prisión del sur de España. Yo era uno más en una sociedad formada exclusivamente por hombres encerrados entre cuatro paredes. Puerto I, una de las sedes del complejo carcelario del Puerto de Santa María, en Cádiz, era en esos tiempos la más segura de las prisiones españolas, lo que significaba que los reclusos que la habitábamos éramos considerados los más peligrosos, los más antisociales y los que precisábamos mayor vigilancia y control. En un ambiente así, cuesta imaginar que alguien pudiera ponerse a fantasear con la idea de una ilusión. Pero el día que vi a Mónica por primera vez, algo cambió. Su mirada, su expresividad, su alegría y su candor calaron hasta lo más hondo en mi interior y en ese preciso instante empecé a sentir cosas que no había percibido en mucho tiempo. Como si de repente volvieran a renacer en mí sentimientos que creía adormecidos.

Me refiero a sentimientos que habían quedado heridos el día que L., mi novia de juventud, me había anunciado, poco después de entrar yo en la cárcel, que me dejaba, que iniciaba una nueva vida en la que yo no entraba. Aquella noticia me había llegado en el peor momento, justo cuando llevaba 35 días de huelga de hambre en Puerto I. Por entonces, mi relación con L. era lo único que me ayudaba a mantenerme vivo y a confiar en un futuro libre de las rejas de la prisión. Cuando ella desapareció de mi vida, la cárcel se hizo más cerrada, más oscura, más inhabitable.

Aún hoy, más de veinte años después, me cuesta explicar la tremenda reacción interior que me causó la ruptura con L. Creo que debía de haberme preparado con antelación para una noticia así. No es fácil mantener una relación amorosa cuando eres uno de los miembros de ETA más perseguidos, tienes tu expediente bien marcado en rojo con intentos de fuga y estás recluido en la cárcel más segura y controlada del país. Esto significa que para ti no hay encuentros íntimos y que las simples visitas del locutorio se te otorgan con cuentagotas. La llama del amor hay que alimentarla de vez en cuando y no dejar que se apague, pero esto era imposible en Puerto I.

Luego quise a otras chicas, claro está. Pero la llegada de Mónica provocó una sacudida. Ella era una chica menuda, muy simpática y extraordinariamente guapa, con un cierto aire de india americana, o eso me pareció el primer día que la vi. Llevaba una melena larga y morena, y sus ojos, marcados por un remoto toque oriental, parecían lanzar destellos de vivacidad que iluminaban con su brillo aquel lugar cerrado y deprimente. Era de allí, de Cádiz, así que pertenecía a un mundo que para mí formaba parte del territorio enemigo; un mundo que no conocía, pero que había aprendido a odiar. Sé que proclamar el odio hacia lo que se desconoce puede sonar contradictorio, pero en aquellos años de rejas y aislamiento, de vueltas al patio y olor a presidio, el odio se había convertido en una herramienta fundamental para mantenerme aferrado a mis ideales y sobrevivir.

Tantos años de cárcel, tanto tiempo para reflexionar, me habían servido para levantar un escudo de seguridad frente al mundo exterior. Estaba al margen de las ekintzas, del frenesí del comando, de la parafernalia de las armas, de la vida de acción. Alejado de todo ese mundo, los primeros años de cárcel los había dedicado a tejer un entramado interior que me salvaguardara. Lo que había hecho, estaba hecho, y punto. No había vuelta atrás. Los muertos habían quedado en el camino, eso era todo. Formaban parte de un conflicto, como cuando estás en una guerra y hay caídos en el frente. No había dudas al respecto, ni problemas de conciencia.

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