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J. P. Gallagher - Púrpura y negro

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J. P. Gallagher Púrpura y negro
  • Libro:
    Púrpura y negro
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1967
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Púrpura y negro: resumen, descripción y anotación

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J. P. GALLAGHER Nació el año 1917 en Londres, durante la Primera Guerra Mundial, mientras la ciudad era bombardeada por un zepelín. De madre inglesa y padre irlandés, se dedicó al periodismo desde muy joven, siguiendo la tradición familiar a lo largo de tres generaciones. Gallagher es el único periodista a quien Monseñor O’Flaherty contó su labor en Roma durante la Segunda Guerra Mundial, aunque necesitó seis días para persuadirle…

Capítulo I. El joven nacionalista

Al filo de las ocho, una fría mañana del mes de marzo de 1944, durante la ocupación militar de Roma por los alemanes, un gran automóvil negro se deslizaba suavemente por la Via della Conciliazione hacia la Plaza de San Pedro. No llegó a entrar en ella; se detuvo junto a una raya blanca, pintada sobre el pavimento, que se extendía de uno a otro lado de los dos extremos de la columnata de Bernini. Al borde de esa línea, se veían cuatro paracaidistas alemanes, armados con metralletas. El automóvil se paró allí mismo y de él descendió el Coronel Herbert Kappler, Comandante en Jefe de las SS. El Coronel Kappler señaló con el dedo al extremo izquierdo de la plaza, en lo alto de la escalinata de 22 gradas que conducía a las puertas de la Basílica. Erguida en el último escalón se perfilaba la silueta de un monseñor de la Iglesia Católica, vestido con traje talar ribeteado de rojo y cubierto con la redonda teja romana. A casi trescientos metros de distancia no se podía distinguir su rostro, pero los rayos del sol naciente espejearon en sus gafas cuando alzó la cabeza y dejó de leer el Breviario para observar a los recién llegados. Algunos romanos subían y bajaban por las gradas, con aire pacífico, sosegado, ajenos por completo al crimen que se planeaba; porque el Coronel Kappler no estaba allí para inspeccionar la guardia, sino para ordenar un asesinato…

Señaló una vez más hacia la figura que se perfilaba en lo, alto de las gradas y dijo a los dos miembros de la Gestapo, vestidos de paisano, que le acompañaban:

—Ese es Monseñor O’Flaherty , un cura irlandés que está loco de remate… Es peligroso, muy peligroso, y no debe vivir… Nos está dando más quebraderos de cabeza que cien romanos juntos, y tal situación tiene que terminar. Sabe que le cazaremos si sale del Vaticano. Hasta ahora no hemos conseguido hacerle traspasar esta línea ni atraparle cuando se traslada subrepticiamente a la ciudad. Por eso, ya que no hemos sido capaces de liquidarle frontalmente, lo haremos por la espalda. Escuchadme: A vosotros no os conoce, ¿no es así?… Bien, mañana oiréis Misa en San Pedro. Celebran no sé qué fiesta y estará lleno a rebosar. Cuando la gente empiece a salir, salís vosotros también, pero por la puerta que está detrás de donde ahora se encuentra ese cura. Seguramente estará también ahí. Lo agarráis disimuladamente, lo empujáis escaleras abajo y le hacéis traspasar esta línea. Lo conducís hacia esa calle lateral y luego lo soltáis. No quiero volver a verle vivo, ¿está claro?… Nada de juicios. Lo mataréis en cuanto emprenda la huida.

Los dos hombres de la Gestapo asintieron en silencio. Habían comprendido perfectamente: era algo que habían hecho muchas veces. El plan de Kappler no brillaba por su sutileza, pero estaba tan furioso, tan harto, que no se le ocurría nada mejor.

A última hora de la tarde de aquel mismo día, un hombrecillo vivaracho, con chaqueta negra y pantalones grises a rayas, corbata también negra y cuello duro blanco irrumpió en el despacho de O’Flaherty :

—Monseñor —exclamó casi sin aliento—, tenemos problemas. ¿Se acuerda de Giuseppe, nuestro «contacto» en la Questura? Bueno, pues me acaba de decir que Kappler planea raptarle mañana por la mañana. No me ha dicho cómo, pero creo que será mejor que permanezca escondido un par de días.

O’Flaherty se puso en pie, al otro lado de su mesa de trabajo, y pudo apreciarse el enorme tamaño de aquel hombre de 46 años, ex-boxeador y atleta aficionado, que pesaba más de noventa kilos y medía cerca de dos metros.

—Eso —dijo sonriendo—; y permitir que piensen que tengo miedo. Con tal de que no usen armas de fuego, no me será difícil desembarazarme de dos o tres de ellos. Aunque dejarlos hechos una piltrafa en las mismas gradas de San Pedro tal vez sea un tanto… indecoroso. ¿No te parece?

El hombrecillo, cuyo nombre era John May, tosió delicadamente.

—Monseñor, verá usted —insinuó—; si los nazis no lo intentan mañana, lo intentarán otro día y entonces tal vez no nos llegue el soplo. Giuseppe no puede enterarse de todo. Creo que Kappler necesita que le demos una lección. Déjelo en mis manos.

—Haz lo que quieras, John —repuso O’Flaherty , sonriendo de nuevo—. Pero mañana yo estaré donde siempre.

May no dejó ningún cabo suelto. Hizo llegar un mensaje a Giuseppe y, a la mañana siguiente, el joven informante se reunía con John May —que no era católico— en la Basílica de San Pedro.

A la entrada, a mano derecha, en una capilla lateral, puede verse el primero de los 44 altares de la enorme Basílica, capaz de albergar 100 000 fieles. Allí se encuentra la famosa Pietà de Miguel Ángel, la única escultura firmada con su nombre, y allí estaban los dos miembros de las SS, de paisano, en pie, con las cabezas inclinadas hipócritamente y las manos entrelazadas. Giuseppe hizo una significativa señal y John May miró de reojo a cuatro guardias suizos que acababan de situarse junto a las puertas. En la Basílica resonaban los susurros de una veintena o más de sacerdotes que celebraban Misa simultáneamente, el taconeo de los zapatos femeninos sobre las losas de mármol, el etéreo repiqueteo de las campanillas de plata. Los guardias suizos fueron avanzando lentamente; dos se colocaron a derecha e izquierda de los miembros de las SS y otros dos detrás; luego, golpearon suavemente en el hombro de cada uno de ellos y les invitaron a abandonar el templo.

Salieron por la puerta frente a la cual solía colocarse Monseñor O’Flaherty , tal como ellos habían planeado, pero iban cabizbajos, como mansos corderos, flanqueados por los robustos guardias suizos y seguidos por un eufórico John May, sonriente. O’Flaherty se hizo a un lado, para darles paso; sus ojos brillaron pícaramente tras las gafas de montura metálica que solía usar siempre.

Descendieron las gradas, y los guardias suizos les condujeron hacia la raya blanca, pero, a mitad de camino, May susurró algo al que mandaba el grupo, y los alemanes, ahora desconcertados, fueron conducidos amable y firmemente a un punto de la columnata que daba acceso a la calle donde se encontraban las dependencias del Santo Oficio. Estaban todavía en territorio del Estado Vaticano y los paracaidistas que montaban la guardia al otro lado de la raya blanca, aunque hubiesen reconocido a los hombres de Kappler, nada podrían haber hecho.

May había preparado su propio «comité de recepción» (formado por yugoslavos, cuyo odio a los alemanes era imperecedero) y los dos miembros de las SS, en un callejón apartado, tuvieron su merecido. Esa misma mañana, poco más tarde, magullados y maltrechos, informaban a Kappler de lo sucedido.

Una vez más, el individuo más buscado de la Ciudad Eterna, la pesadilla de los alemanes en Roma, su presa más esquiva, había ganado. Un hombre cordial, un sacerdote inocente, se había convertido en la Pimpinela Escarlata del Vaticano, una Pimpinela con traje talar, púrpura y negro. ¡Qué paradoja! Quien en su juventud había odiado a los ingleses estaba salvando más soldados británicos que nadie en la Ciudad Eterna. Al frente de una asombrosa red de salvamento, que tenía su centro en el Colegio Alemán y extendía sus «hilos» secretos hasta el mismísimo cuartel general de las SS, vigilaba noche y día, exasperando a los nazis con su sola presencia, mientras se mantenía erguido en las gradas de San Pedro, a la espera de que llegase alguien a quien librar de la cárcel, de la tortura y tal vez de la muerte. En una sola noche del invierno de 1943-1944 , por ejemplo, llegó a tener escondidas cerca de doscientas personas, entre civiles y militares —desde soldados hasta generales—, escapados de campos de prisioneros. Los tenía ocultos en hogares de romanos antifascistas, en conventos, en monasterios, y les había ayudado a huir, unas veces disfrazados con sus propias ropas sacerdotales y otras a cara descubierta…

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