Debo expresar mi gratitud a mis oyentes del Collège de France y a los investigadores de mi seminario. Encontrarán en estas páginas mención de documentos que ellos me han sugerido o indicado y de investigaciones que ellos están realizando. Han contribuido, pues, conmigo a la realización de este proyecto historiográfico.
I NTRODUCCIÓN
E L HISTORIADOR A LA BÚSQUEDA DEL MIEDO
1. E L SILENCIO SOBRE EL MIEDO
Durante el siglo XVI no se entra en Augsburgo fácilmente de noche. Montaigne, que visitó la ciudad en 1580, queda maravillado ante la «falsa puerta» que, gracias a dos guardianes, filtra a los viajeros que llegaban tras la puesta del sol. Estos chocan primero con una poterna de hierro que el primer guardián, cuyo cuarto está situado a más de cien pasos de allí, abre desde su alojamiento gracias a una cadena de hierro que, «por un fuerte y largo camino y muchas vueltas», retira una pieza también de hierro. Una vez pasado este obstáculo, la puerta se cierra de repente. El visitante franquea luego un puente cubierto situado sobre un foso de la villa, y llega a una pequeña plaza donde declara su identidad e indica la dirección en que ha de alojarse en Augsburgo. Con un toque de campanilla, el guardián avisa entonces a un compañero, que acciona un resorte situado en una galería próxima a su cuarto. Este resorte abre primero una barrera —siempre de hierro—, luego, mediante una gran rueda, dirige el puente levadizo «sin que de todos esos movimientos se pueda percibir nada: porque se guían por los pesos del muro y de las puertas, y de pronto todo vuelve a cerrarse con gran estruendo». Al otro lado del puente levadizo se abre una gran puerta, «muy espesa, que es de madera y está reforzada con diversas y grandes hojas de hierro». El extranjero accede por ella a una sala donde se encuentra encerrado, solo y sin luz. Pero otra puerta semejante a la anterior le permite pasar a una segunda sala en la que, esta vez, «hay luz» y en la que descubre un recipiente de bronce que cuelga de una cadena. Deposita en él el dinero de su pasaje. El (segundo) portero tira de la cadena, recoge el recipiente, comprueba la suma depositada por el visitante. Si no está conforme con la tarifa fijada, le dejará «templarse hasta el día siguiente». Pero si queda satisfecho, «le abre de la misma forma una gran puerta semejante a las otras, que se cierra bruscamente cuando ha pasado, y ya le tenemos en la ciudad». Detalle importante que completa este dispositivo a la vez pesado e ingenioso: bajo las salas y las puertas se halla preparada «una gran bodega capaz de alojar a quinientos hombres de armas con sus caballos para enfrentarse a cualquier eventualidad». Llegado el caso, se les manda a la guerra «sin el sello del común de la villa».
Precauciones singularmente reveladoras de un clima de inseguridad: cuatro gruesas puertas sucesivas, un puente sobre un foso, un puente levadizo y una barrera de hierro no parecen suficientes para proteger, contra cualquier sorpresa, a una villa de 60.000 habitantes que es, en esa época, la más poblada y rica de Alemania. En un país presa de las querellas religiosas y mientras el Turco merodea en las fronteras del imperio, todo extranjero es sospechoso, sobre todo de noche. Al mismo tiempo, se desconfía del «común», cuyas «emociones» son imprevisibles y peligrosas. Por eso se las arreglan para que este no se dé cuenta de la ausencia de los soldados habitualmente estacionados bajo el dispositivo complicado de la «falsa puerta». En el interior de esta se han llevado a cabo los últimos perfeccionamientos de la metalurgia alemana de la época; gracias a ello, una ciudad singularmente codiciada logra, si no rechazar completamente el miedo fuera de sus murallas, al menos debilitarlo suficientemente para poder vivir con él.
Los hábiles mecanismos que protegían antiguamente a los habitantes de Augsburgo tienen valor de símbolo. Porque no solo los individuos tomados aisladamente, sino también las colectividades y las civilizaciones mismas, están embarcadas en un diálogo permanente con el miedo. Sin embargo, la historiografía hasta ahora apenas ha estudiado el pasado bajo ese ángulo, a pesar del ejemplo concreto —pero ¡cuán esclarecedor!— dado por G. Lefèbvre y los deseos sucesivamente expresados por él y por L. Febvre. El primero escribía en 1932 en su obra consagrada al Gran Miedo de 1789: «En el curso de nuestra historia ha habido otros miedos antes y después de la Revolución; los ha habido también fuera de Francia. ¿No se podría encontrar en ellos un rasgo común que arroje alguna luz sobre el miedo de 1789?».
Es a este doble requerimiento al que trato de responder con la presente obra, precisando desde el principio tres límites en mi trabajo. El primero es el que trazaba L. Febvre: no se trata de reconstruir la historia a partir del «solo sentimiento de miedo». Tal mengua de las perspectivas sería absurda, y sin duda es muy simplista afirmar, con G. Ferrero, que toda civilización es producto de una larga lucha contra el miedo. Invito, pues, al lector a no olvidar que he proyectado sobre el pasado una iluminación determinada, pero que hay otras, posibles y deseables, susceptibles de completar y corregir la mía. Las otras dos fronteras son de tiempo y de espacio. He sacado preferentemente —pero no siempre— mis ejemplos del período 1348-1800 y, en el sector geográfico, de la humanidad occidental, a fin de dar cohesión y homogeneidad a mis razonamientos y de no dispersar la luz del proyector sobre una cronología y unas extensiones desmesuradas. En este marco quedaba por llenar un vacío historiográfico que, en cierta medida, voy a esforzarme por llenar, dándome perfecta cuenta de que semejante tentativa, sin modelo que imitar, constituye una aventura intelectual. Pero una aventura excitante.
¿Por qué ese silencio prolongado sobre el papel del miedo en la historia? Sin duda a causa de una confusión mental ampliamente difundida entre miedo y cobardía, valor y temeridad. Por auténtica hipocresía, lo mismo el discurso escrito que la lengua hablada —esta influida por aquel— han tendido durante mucho tiempo a camuflar las reacciones naturales que acompañan a la toma de conciencia de un peligro tras las apariencias de actitudes ruidosamente heroicas. «La palabra “miedo” está cargada de tanta vergüenza —escribe G. Delpierre—, que la ocultamos. Sepultamos en lo más profundo de nosotros el miedo que se nos agarra a las entrañas».
Es en el momento —siglos XIV - XVI — en que comienzan a ascender en la sociedad occidental el elemento burgués y sus valores prosaicos cuando una literatura épica y narrativa, alentada por la nobleza amenazada, refuerza la exaltación sin matiz de la temeridad. «Como el leño no puede arder sin fuego —enseña Froissart—, el gentilhombre no puede acceder al honor perfecto, ni a la gloria del mundo, sin proezas…». Orlando, «paladín inasequible al miedo», desprecia naturalmente «la vil tropa de sarracenos» a la que ataca en Roncesvalles. Con ayuda de Durandarte, «los brazos, las cabe zas, los hombros / de los enemigos / vuelan por todas partes» (cap. XIII). En cuanto a los caballeros cristianos que Tasso saca a escena en la Jerusalén liberada (1ª ed., 1581), al llegar ante la ciudad santa, piafan de impaciencia, «se adelantan a la señal de las trompetas y de los tambores, y se ponen en campaña con altos gritos de alegría» (cap. III).