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Robert K. Wittman - El diario del diablo

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Robert K. Wittman El diario del diablo

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Para nuestras familias Se necesitan varias generaciones para convertir las - photo 7

Para nuestras familias

«Se necesitan varias generaciones para convertir las grandes revoluciones filosóficas en vida palpitante. E incluso nuestras tierras actualmente desoladas volverán un día a florecer».

A LFRED R OSENBERG

«Uno solo tiene que dar unos cuantos pasos para caer en el asesinato masivo; eso es lo malo.

Bastan unos pasitos muy pequeños».

R OBERT K EMPNER

EL DIARIO DEL DIABLO
P RÓLOGO
La cámara de seguridad

Viva la Alemania eterna Los nazis de la localidad reciben a Alfred - photo 8

«¡Viva la Alemania eterna!». Los nazis de la localidad reciben a Alfred Rosenberg ( en el centro, con la mano levantada ) en Heiligenstadt, Turingia, en 1935 ( ullstein bild/ullstein bild vía Getty Images ).

El palacio en lo alto de la montaña se erguía sobre una amplia extensión de ondulados campos bávaros, tan encantadores que todos los llamaban el Gottesgarten , «el jardín de Dios».

Desde las aldeas y las casas de labranza que bordeaban el sinuoso río situado a sus pies, Schloss Banz llamaba la atención. Sus múltiples alas de piedra resplandecían con una luminosidad dorada por los rayos del sol, y un par de delicadas torres con remates de cobre se elevaban hacia el cielo en la fachada de su iglesia barroca. El lugar tenía una historia milenaria: como centro comercial, como castillo fortificado desde el que oponer resistencia a diversos ejércitos y como monasterio benedictino. Había sido saqueado y destruido en tiempos de guerra y reconstruido de forma un tanto extravagante para los Wittelsbach, la familia real de Baviera. Reyes y duques, y en cierta ocasión incluso el káiser Guillermo II, el último emperador de Alemania, habían honrado con su presencia sus opulentos salones. Ahora, en la primavera de 1945, aquel coloso servía de puesto avanzado de una famosa fuerza operacional que se había pasado la guerra desvalijando la Europa ocupada para mayor gloria del Tercer Reich.

Cuando la derrota empezó a verse cada vez más cercana, después de seis años durísimos de guerra, en todos los rincones de Alemania los nazis intentaron quemar los documentos gubernamentales sensibles antes de que su contenido cayera en manos del enemigo y pudiera ser utilizado contra ellos. Pero algunos burócratas que no se sintieron capaces de destruir sus papeles los escondieron en bosques, en minas, en castillos y en palacios como aquel. En todo el país quedarían enormes archivos de documentos secretos que los Aliados encontrarían intactos: detallados informes internos que arrojaban luz sobre la retorcida burocracia alemana, sobre la despiadada estrategia bélica del ejército y sobre el obsesivo plan trazado por los nazis para limpiar Europa de sus «elementos indeseables», de manera definitiva y para siempre.

Durante la segunda semana del mes de abril, las tropas norteamericanas del III ejército del general George S. Patton y del VII ejército del general Alexander Patch invadieron la región. Los soldados, que habían cruzado el Rin unas semanas antes, avanzaban ahora contundentemente por las regiones occidentales del maltrecho país, viéndose frenada su marcha solo por puentes demolidos, barricadas improvisadas en medio de la carretera y bolsas aisladas de obstinada resistencia. Las fuerzas invasoras pasaban por ciudades arrasadas por las bombas aliadas. Desfilaban ante aldeanos de ojos hundidos y ante casas en las que, en vez de la esvástica nazi, ondeaban ahora sábanas y fundas de almohada de color blanco. El ejército alemán prácticamente se había desintegrado. Hitler estaría muerto en tres semanas y media.

Poco después de llegar a aquella comarca, los americanos se encontraron con un extravagante aristócrata que lucía monóculo y botas altas perfectamente brillantes. Kurt von Behr había pasado la guerra en París expoliando colecciones privadas de arte y saqueando el mobiliario y los enseres más sencillos de decenas de millares de casas de judíos de Francia, Bélgica y los Países Bajos. Poco antes de la liberación de París había huido con su mujer a Banz, acompañado de un enorme cargamento de tesoros robados en un convoy compuesto por once automóviles y cuatro camiones de mudanzas.

Ahora Von Behr pretendía hacer un trato.

Se trasladó a la vecina ciudad de Lichtenfels y abordó a un funcionario del Gobierno militar llamado Samuel Haber. Daba la impresión de que Von Behr se había acostumbrado a vivir como un rey bajo los techos decorados con ricos frescos del palacio. Si Haber le daba permiso para quedarse allí, Von Behr estaba dispuesto a enseñarle un alijo secreto de importantes documentos nazis.

El oficial americano se sintió intrigado. Las labores de inteligencia operacional estaban muy solicitadas y los juicios por crímenes de guerra estaban a la vuelta de la esquina, de modo que las fuerzas aliadas habían recibido la orden de rastrear y recuperar toda la documentación alemana que pudieran encontrar. El ejército de Patton tenía una unidad de inteligencia militar G-2 dedicada a esa tarea. Solo en el mes de abril, sus equipos de búsqueda llegarían a capturar treinta toneladas de documentos nazis.

Siguiendo la pista suministrada por Von Behr, los americanos subieron a la montaña y franquearon las puertas del palacio para visitar al barón. El aristócrata nazi los escoltó hasta un subterráneo situado a cinco pisos de profundidad, donde, oculta tras un falso muro de hormigón, se hallaba una verdadera mina de documentos nazis de carácter confidencial. Los papeles llenaban una cámara de seguridad enorme. Lo que no cabía en su interior yacía desperdigado en montones por la habitación.

Tras revelar su secreto, Von Behr —dándose cuenta, al parecer, de que su jugada no iba a salvarlo de los estragos de la humillante derrota de Alemania— se dispuso a salir de esce na a lo grande. Se puso uno de sus extravagantes uniformes y acompañó a su esposa al dormitorio de su mansión. Levantando dos copas de champaña francés previamente envenenadas con cianuro, la pareja brindó por el final de todo. «El episodio», escribiría una corresponsal americana, «tenía todos los elementos del melodrama que, al parecer, tanto entusiasmaba a los líderes nazis».

Los soldados encontraron los cuerpos de Von Behr y su esposa desplomados en su lujoso entorno. Cuando fueron a examinar sus cadáveres, se fijaron en la botella medio vacía que aún estaba encima de la mesa.

La pareja había escogido un vino de una añada llena de simbolismo: 1918, la fecha en que su amada patria había sido derrotada al término de otra guerra mundial.

Los papeles que había en la caja fuerte pertenecían a Alfred Rosenberg, el principal ideólogo de Hitler y uno de los primeros miembros del partido nazi. Rosenberg vivió los momentos embrionarios del partido en 1919, cuando algunos nacionalistas alemanes, llenos de amargura e ira, descubrieron un nuevo líder en Adolf Hitler, el rimbombante veterano de la Primera Guerra Mundial que llevaba una vida errante. En noviembre de 1923, durante la noche escogida por Hitler para derrocar al gobierno bávaro, Rosenberg entró en la cervecería de Múnich un paso por detrás de su héroe. Estaría también en Berlín diez años más tarde, cuando el partido accediera al poder y procediera a aplastar a sus enemigos. Estuvo también ahí, peleando en la arena, cuando los nazis remodelaran toda Alemania a su imagen y semejanza. Y estaría también ahí, cuando la guerra cambiara de rumbo y toda su retorcida visión de las cosas se viniera abajo.

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