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Héctor de Mauleón - La ciudad que nos inventa

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Héctor de Mauleón La ciudad que nos inventa

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HÉCTOR DE MAULEÓN nació en la Ciudad de México en 1963 Es autor de los libros - photo 1

HÉCTOR DE MAULEÓN nació en la Ciudad de México en 1963. Es autor de los libros de cuentos La perfecta espiral y Como nada en el mundo, de la novela El secreto de la Noche Triste, y de tres libros de crónicas: El tiempo repentino, Marca de sangre, Los años de la delincuencia organizada, y El derrumbe de los ídolos. En la colección Los Imprescindibles, de Cal y Arena, antologó la obra de Ángel de Campo. Director de los suplementos culturales Posdata y Confabulario, de ilustre memoria, es en la actualidad subdirector de la revista Nexos, columnista del diario El Universal y conductor del programa de televisión El Foco, de Canal 40.

novedad de hoy y ruina de pasado mañana enterrada y resucitada cada día - photo 2

novedad de hoy y ruina de pasado mañana, enterrada y resucitada cada día, /convivida en calles, plazas, autobuses, taxis, cines, teatros, bares, hoteles, palomares, catacumbas, /la ciudad enorme que cabe en un cuarto de tres metros cuadrados inacabable como una galaxia, /la ciudad que nos sueña a todos y que todos hacemos y deshacemos y rehacemos mientras soñamos, /la ciudad que todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos, /la ciudad que despierta cada cien años y se mira en el espejo de una palabra y no se reconoce y otra vez se echa a dormir, /la ciudad que brota de los párpados de la mujer que duerme a mi lado y se convierte, /con sus monumentos y sus estatuas, sus historias y sus leyendas, /en un manantial hecho de muchos ojos y cada ojo refleja el mismo paisaje detenido, […]

OCTAVIO PAZ

Perderse en una ciudad, como quien se pierde en el bosque.

WALTER BENJAMIN

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El cuento de espantos más antiguo

E N MUCHOS EDIFICIOS antiguos del Centro Histórico existen fosos rectangulares, cubiertos por una capa de cristal o bien rodeados de barandales, a los que los arqueólogos han llamado «ventanas arqueológicas». Esas ventanas permiten asomarse a los primeros días de la ciudad: son elevadores en cuyos botones hay siglos en lugar de plantas: conducen a muros y fuentes que quedaron sepultados, a fragmentos de azulejo y restos de pinturas murales que sobrevivieron el andar del tiempo.

Esas «ventanas» se vislumbran en el atrio de la Catedral, en el Palacio del Arzobispado, en el Museo de la Caricatura, en la casa del Marqués del Apartado. En algunas de ellas se vislumbran entierros, osamentas, pisos que pertenecieron a la otra ciudad, México-Tenochtitlan, la ciudad prehispánica.

En ninguna «ventana» es posible hallar, sin embargo, lo que ofrece un foso ubicado en uno de los corredores del Palacio Nacional. En el verano más caluroso que recuerdo decidí visitarlo.

Crucé los patios cargados de historia de ese edificio, «galerías de ecos, entre imágenes rotas», escribió Octavio Paz. Aferrado a un barandal, me «asomé» al pasado.

Vi lo que queda de la famosa Casa Denegrida, el aposento sin ventanas, de paredes negras y piso de basalto oscuro, en donde sucedió el cuento de espantos más antiguo.

La Casa Denegrida, el aposento al que Moctezuma II solía retirarse a reflexionar, formó parte de un conjunto integrado por cinco palacios que se comunicaban entre sí a través de grandes plataformas. Los conquistadores llamaron a aquel complejo «las casas nuevas de Moctezuma». Sobre aquellos edificios se levantó más tarde, cuando Tenochtitlan no era más que un puñado de piedras, la sede del gobierno virreinal.

La tarde de mi visita, lo he dicho ya, hacía en el centro un calor maléfico. Pero al mirar aquello, la sensación que me acometió fue cercana al frío: la Casa Denegrida era el origen de todo, del país, de la ciudad, de nosotros mismos. Allí se encerraba Moctezuma II a meditar cada que aparecían bajo el sol de Anáhuac las cosas «maravillosas y espantosas» que le anunciaron el fin del mundo azteca: los ocho augurios que según fray Bernardino de Sahagún precedieron a la llegada de los españoles.

Moctezuma pisó las lajas de basalto de la Casa Denegrida la noche en que una llama de fuego, «muy grande y muy resplandeciente», iluminó el firmamento oscuro «con tanto resplandor que parecía de día». Era 1509, faltaban diez años para el arribo de los conquistadores, y aquel fenómeno se repitió noche tras noche, por espacio de un año. «Toda la gente gritaba y se espantaba; todos sospechaban que era señal de algún mal», relata el padre Sahagún.

Moctezuma entró de nuevo en el aposento el día en que se incendió sin motivo el templo de Huitzilopochtli y la gente quiso apagar el fuego con cántaros de agua: mientras más agua lanzaban contra el fuego, éste, «más se encendía».

Volvió Moctezuma a este sitio:

—Cuando cayó el rayo que quemó el templo de Xiuhtecuhtli.

—Cuando cruzaron el cielo «tres estrellas juntas que corrían a la par muy encendidas».

—Cuando hirvió el agua de los lagos y las olas entraron a las casas.

—Y cuando se escuchó, desgarrando la noche, un grito que varios siglos después llegaría hasta nosotros bajo la forma de una leyenda.

El grito era este: «¡Oh, hijos míos, ya nos perdimos! ¡Oh, hilos míos, a dónde os llevaré!». Ese grito se transformó durante la Colonia en el «¡Ay, mis hijos!», de La Llorona.

Moctezuma II se hallaba meditando en la Casa Denegrida cuando unos cazadores le llevaron un ave prodigiosa que tenía en la cabeza un espejo redondo, a través del cual él vio con horror «una muchedumbre de gente junta que venían todos armados encima de caballos». (¿Qué habrá ocurrido con ese pájaro maravilloso?)

Poco antes de acudir en busca de refugio al reino de los muertos —tenía miedo del fin: no quería ver el apocalipsis del mundo azteca—, antes de encaminarse a la temible gruta de Chapultepec por la que se entraba al inframundo, Moctezuma II pisó una vez más las lajas de basalto que aquella tarde yo tenía ante mis ojos: sus ayudantes le habían llevado varios «monstruos en cuerpos monstruosos», seres deformes, enanos con dos cabezas, que desaparecían en cuanto el gobernante los miraba.

Todo este relato de horror que es, en realidad, el origen entre nosotros del cuento de espantos, gravita como eco alrededor de estas piedras. No hay una máquina que recupere los pensamientos, pero si la hubiera el primer lugar donde me gustaría probarla sería en este sitio.

No existe tampoco modo de saber cuándo fue la última vez que Moctezuma visitó el aposento. De la Casa Denegrida sólo quedan ahora fragmentos de pisos, de muros. Salgo del viejo palacio de los virreyes, vuelvo a la calle de Moneda y pienso en las dolidas palabras de fray Toribio de Benavente sobre el fin de Tenochtitlan:

La séptima plaga fue la edificación de la gran ciudad de México, en la cual los primeros años andaba más gente que en la edificación del templo de Jerusalem; porque era tanta la gente que andaba en las obras, que apenas podía hombre romper por algunas calles y calzadas, aunque son muy anchas; y en las obras a unos tomaban las vigas, otros caían de lo alto, a otros tomaban debajo los edificios que deshacían en una parte para hacer en otra, en especial cuando deshicieron los templos principales del demonio. Allí murieron muchos indios, y tardaron muchos años hasta los arrancar de cepa, de los cuales salió infinidad de piedra.

Qué horrible calor hay en la calle. Estoy temblando.

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