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Gustaw Herling-Grudziński - Un mundo aparte

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Gustaw Herling-Grudziński Un mundo aparte

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Luz

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Vítebsk – Leningrado – Vólogda

El verano en Vítebsk llegaba a su fin. Por la tarde, el sol todavía abrasaba durante un rato el empedrado del patio de la cárcel, para acabar su recorrido tras la roja pared del edificio contiguo. Del patio llegaban los pasos de los presos, marcando rítmicamente el camino del baño, y las voces de mando rusas mezcladas con el tintineo de las llaves. El vigilante de guardia en el corredor tarareaba, plegaba el periódico a intervalos de varios minutos y, sin darse demasiada prisa, se acercaba al orificio redondo de la puerta. Doscientos pares de ojos se desprendían del techo como obedeciendo a una señal y se concentraban en la pequeña lente de la mirilla. Asomando bajo la visera de hule, nos miraba un ojo inmenso que, después de recorrer la celda de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, desaparecía tras la tapa de hojalata. Tres patadas en la puerta significaban: «Preparaos para la cena».

Semidesnudos, nos levantábamos del suelo de cemento, pues la señal de la cena también significaba el fin de nuestro amodorramiento vespertino. Mientras esperábamos el líquido caliente de la noche, escudilla de barro en mano, aprovechábamos para vaciar en el bacín el líquido amarillento de la comida. Chorros de orina procedentes de seis u ocho orificios, después de dibujar sendos arcos como hacen los surtidores de una fuente, se encontraban en pleno centro del bacín y, taladrantes, se abrían camino hasta el fondo, con lo que subían el nivel de la espuma depositada en las paredes. Antes de abrocharnos las braguetas nos deteníamos un instante a observar nuestras entrepiernas afeitadas: tenían un aspecto extraño, de árboles doblados por el viento en la ladera de un campo baldío.

Si alguien me preguntase qué más hacíamos en las cárceles soviéticas, poca cosa podría yo añadir. Como mucho, esto: nada más extinguirse el sonido de la aldaba anunciando la diana, en cuanto entraba en la celda el perol con el brebaje de hierba hervida y el cesto con las raciones diarias de pan, nuestro afán parlanchín alcanzaba su cenit: deseábamos que nuestra charla «estirara» el pan hasta la comida. Los católicos se congregaban en torno a un ascético cura; los judíos se sentaban junto a un rabino castrense, con sus ojos de pez y sus pliegues de piel colgando de lo que había sido una barriga; los hombres sencillos se contaban sus sueños y recordaban sus vidas pasadas, y los cultos recogían las colillas para poder acabar compartiendo un cigarrillo. Sin embargo, bastaban dos patadas en la puerta para que todo bicho viviente, en concentrado silencio y guiado por sus líderes espirituales, se lanzara sobre el perol de sopa dispuesto en el corredor. En nuestra celda apareció un hombrecillo moreno, judío de Grodno, que lloró amargamente tras anunciarnos que «los alemanes habían tomado París», y desde ese mismo momento cesó el susurro patriótico en los jergones y se acabaron las charlas en torno a la política. En el torrente de la vida que pasaba más allá de nosotros, fluíamos como un coágulo muerto hacia el corazón del mundo libre, cuyos latidos eran cada vez más débiles.

Al caer la noche el aire se volvía más fresco y en el cielo aparecían nubes lanudas que en su lento navegar encendían las primeras estrellas. La pared cobriza opuesta a la ventana estallaba por breves momentos en llamas rojizas, para apagarse de repente tras ser alcanzada por el ala del crepúsculo. Caía la noche y con ella llegaba el resuello para los pulmones, el descanso para los ojos y un toque de humedad para los resecos labios.

Justo antes del recuento, en la celda se encendía la luz. Producto de esa repentina iluminación, el cielo tras la ventana se sumía en la oscuridad para, al cabo de unos instantes, volver a brillar con trémula luminosidad. Eran las torretas esquineras, cuyos focos patrullaban la noche con ráfagas de luz que se entrecruzaban. Justo a esta hora, bastante antes de la toma de París, en el pequeño tramo de calle que se veía desde nuestra celda solía aparecer una mujer alta con un pañuelo en la cabeza que se detenía frente a la pared de la cárcel y encendía un cigarrillo. En varias ocasiones levantó la cerilla ardiendo cual una tea y permaneció inmóvil durante un rato en esa incomprensible postura. Decidimos que aquello significaba Esperanza. Después de la caída de París, durante dos meses la calle quedó desierta. Solo en la segunda mitad de agosto, cuando el verano en Vítebsk llegaba a su fin, la desconocida nos despertó de nuestro adormecimiento con unos taconazos rápidos que retumbaron en el silencio del empedrado; se detuvo bajo la farola y, tras encender un pitillo, apagó la cerilla con un movimiento zigzagueante de la mano (hacía un tiempo apacible, sin viento), parecido a los saltos que pegan las bielas de acoplamiento en las ruedas de la locomotora. Convinimos todos que aquello significaba Transporte.

Sin embargo, no parecía haber prisa, pues el transporte se hizo esperar un par de meses. Hasta finales de octubre no llamaron a cincuenta de los presos de la celda, en la que había doscientos, y les leyeron la sentencia. Yo me dirigí a la oficina a paso cansino, indiferente, desapasionado. La instrucción de mi caso había terminado tiempo atrás, en la cárcel de Grodno; no tuve en su curso un comportamiento modélico, ¡ni mucho menos! Hasta hoy profeso mi más sincera admiración a los compañeros de cautiverio que tuvieron el valor de enfrentarse con suma finura a los jueces soviéticos en torneos de esgrima dialécticos llenos de botonazos certeros y de respuestas inmediatas. Yo contestaba a las preguntas escueta y directamente, sin esperar a que en la escalera, camino de vuelta a la celda, una imaginación heroica me dictase altivos versículos del catecismo del martirologio polaco. Lo único que deseaba era dormir, dormir y dormir. Hay dos cosas que soy incapaz de dominar físicamente: el sueño interrumpido y la vejiga llena. Notaba la amenaza de ambas al mismo tiempo cuando me despertaban en medio de la noche y me sentaban en un duro taburete frente al juez de instrucción, de cara a una bombilla de potencia indecible.

La primera hipótesis de la acusación se basaba en dos pruebas materiales: las botas de caña alta con las que mi hermana menor me lanzó al ancho mundo tras la debacle de septiembre de 1939, que al parecer daban fe de que yo era «comandante del ejército polaco»; y la primera parte de mi apellido, que, en su transcripción rusa (Gerling), me asociaba inopinadamente con un mariscal de la aviación alemana. La conclusión lógica no podía ser otra que: «se trata de un oficial polaco al servicio del espionaje enemigo». La flagrante inconsistencia de los dos indicios nos había permitido en un tiempo razonablemente breve rechazar aquella gravísima acusación. Pero aún quedaba un hecho del todo indiscutible: yo, en efecto, había intentado cruzar la frontera entre Lituania y la Unión Soviética. «¿Y para qué, si se puede saber?». «Para luchar contra los alemanes». «¿Acaso no sabía que la Unión Soviética había firmado un tratado de amistad con Alemania?». «Pues sí, pero también sabía que la Unión Soviética no había declarado la guerra a Inglaterra ni a Francia». «Eso no tiene importancia». «¿Cómo queda formulado finalmente el auto de acusación?». «Intentó cruzar la frontera soviético-lituana para luchar contra la Unión Soviética». «¿No se podría cambiar las palabras “contra la Unión Soviética” por “contra Alemania”?». Un golpe descargado con toda la fuerza de una mano abierta me devolvió a la realidad en un santiamén. «Da lo mismo», me consoló el juez instructor mientras estampaba mi firma en el documento que me había alargado.

En la celda a la que me trasladaron después de leerme la sentencia (cinco años), situada en un ala lateral de la cárcel de Vítebsk, entré en contacto por primera vez con los presos rusos. Había una veintena de muchachos de entre catorce y dieciséis años tumbados sobre catres de madera, y justo debajo de la ventana, por la que no se veía sino un jirón de un cielo plúmbeo, estaba sentado un pequeño hombrecillo de ojos inyectados en sangre y nariz ganchuda dedicado a masticar en silencio un mendrugo de pan negro. Llovía desde hacía ya varios días. El otoño pendía sobre Vítebsk en forma de vejiga de pez que expelía chorros de agua sucia, regurgitada por la salida de una cañería situada encima de un saliente que tapaba la mitad inferior de la reja y la vista al patio de la cárcel.

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