Prefacio
Empecé a escribir este libro inicialmente para mis alumnos del curso de finanzas que desde hace veinticinco años imparto en la Universidad de Yale. Muchos de estos jóvenes, imagino, todavía no han encontrado su lugar en el mundo y se siguen preguntando cómo adaptarán sus sueños y objetivos a la dura realidad. Con esta obra quise ayudarlos a entender el sistema moderno del capitalismo financiero en el que han de vivir, ahora y en las décadas que vendrán, sea cual sea la profesión que elijan.
Desde 2008, este curso está disponible en la red a través de los vídeos de todas mis clases, producidos para el público por Open Yale Courses, y en 2012 aparecerá una nueva versión en vídeo de mis conferencias. Las necesidades de los alumnos lejanos que acceden a mis clases por la red han formado parte también de mi motivación a la hora de escribir el libro.
No obstante, desde que empecé a trabajar en él, este libro ha adquirido un objetivo más grande y más apremiante, y no sólo para los estudiantes. Nuestras vidas se desarrollan en un mundo de capitalismo financiero, un sistema económico que está guiado cada vez más por instituciones financieras y que, como consecuencia de la grave crisis económica iniciada en 2007, muchos consideran agotado. Todos debemos plantearnos si esta sociedad está siquiera un poco bien encaminada, tanto para nuestra generación como para la de nuestros hijos.
El capitalismo financiero es una invención, y el proceso de inventarlo no ha terminado en absoluto. El sistema ha de guiarse cuidadosamente hacia el futuro. Y, lo más importante, ha de extenderse, democratizarse y humanizarse, de modo que seamos capaces de llegar a un momento en el que las instituciones financieras tengan un impacto todavía más omnipresente y positivo. Eso significa dar a las personas la capacidad de participar de igual a igual en el sistema financiero, con pleno acceso a la información y con los recursos, tanto humanos como electrónicos, para hacer un uso activo e inteligente de sus oportunidades. Esto hará que se sientan plenamente integrados en el capitalismo financiero moderno, en vez de considerarse víctimas de las acciones agresivas y egoístas de un círculo financiero cínico. Eso comportará además el diseño de nuevos inventos financieros que tengan en cuenta la teoría financiera más avanzada, además de la revolución de las investigaciones en economía conductual y finanzas conductuales que ha explorado las limitaciones humanas reales que inhiben la toma de decisiones racional y humana. Crear e implementar tales inventos será la mejor táctica para combatir la desigualdad económica. Este futuro está en las manos de la gente, mayor y joven, que pueda leer este libro.
Este asunto es especialmente evidente en el momento de redactar este libro, en el que muchos países del mundo siguen luchando contra los efectos de la crisis económica iniciada en 2007. Es difícil poner una fecha exacta a esta crisis, puesto que, mientras escribo, en 2012, no creemos en absoluto que haya terminado, y hasta es posible que lo peor esté todavía por llegar. Los esfuerzos de los gobiernos por resolver los problemas subyacentes responsables de la crisis todavía no han surtido mucho efecto, y las «pruebas de estrés» que los gobiernos han utilizado para promover el optimismo sobre nuestras instituciones financieras han sido de dudosa rigurosidad.
Las protestas callejeras tanto contra los gobiernos como contra las instituciones financieras estuvieron en las portadas de todos los periódicos en 2011, mucho después de haber iniciado la redacción de este libro. Las protestas, al parecer, se inspiraron en las de la llamada primavera árabe contra los gobiernos dictatoriales de Oriente Próximo. Empezaron contra las instituciones financieras con el Movimiento 15-M en Madrid, luego con Occupy Wall Street en Nueva York, junto con Occupy Boston, Occupy Los Ángeles, Occupy London, Occupy Melbourne, Occupy Rome y otras variantes. Las manifestaciones de diciembre de 2011 contra las irregularidades en las elecciones rusas reflejaban asimismo la insatisfacción con la cómoda situación que vivían los ricos «oligarcas de los negocios». El tema más repetido en todos estos movimientos ha sido la petición de una democracia más transparente, y el lamento por lo que se percibe como una conspiración entre gobiernos y sus instituciones financieras asociadas. Aunque sus argumentos y su retórica no siempre son coherentes, los manifestantes representan, en gran medida, una bienvenida afirmación de los valores democráticos y de la responsabilidad ciudadana.
Los movimientos no son necesariamente de izquierdas. Hasta aquellos que se consideran ideológicamente opuestos al movimiento Occupy Wall Street en Estados Unidos —los activistas de derechas del Tea Party— también parecen molestos con la aparente concentración de riqueza y poder en Nueva York y otros centros financieros, mientras que la «América media» se carga con todo el trabajo. Parece haber unanimidad entre los seguidores de todas las tendencias políticas en que los intereses económicos más favorecidos no han de usar su influencia sobre los gobiernos para obtener más riqueza, como parece haber sido el caso en asuntos que han desembocado y han seguido a la crisis. Pero parece haber mucha menos unanimidad respecto de lo que hay que hacer a continuación.
Mucha gente parece convencida de la idea de que los responsables de la crisis financiera han de ir a la cárcel. A finales de 2011 di una conferencia, al anochecer, patrocinada por el Chicago Council on Global Affairs, ante un público numeroso, aparentemente conformado por una mayoría de empresarios. Al acabar, algunos de entre el público me criticaron por no haber hecho hincapié en las muchas acusaciones de fraude hechas contra algunas firmas financieras a raíz de la crisis. Me sorprendió percibir tanta rabia entre miembros de la comunidad empresarial, que no tenían nada que ver con los manifestantes de la calle y que, probablemente, eran tanto de tendencia republicana como demócrata. Me provocó la misma sorpresa comprobar que el tema de mi charla —la necesidad de democratizar las finanzas haciendo que los mercados financieros funcionen mejor para todos— no fuera percibido como más comprensivo con sus preocupaciones. De hecho, este tema parece promover los objetivos más profundos del movimiento Occupy Wall Street.
Aunque resulta imposible dejar de lado la ilegalidad como causa del actual colapso financiero, creo que situar el problema en este aspecto nos impide apreciar el conjunto. Nuestro sistema financiero es disfuncional debido a múltiples factores. Si no nos enfrentamos a los orígenes más profundos de estos problemas para mejorar el sistema, nos habremos perdido la clave del conflicto... y la oportunidad de corregirlo.
Es obvio que cualquiera que haya cometido fraudes ha de pagar por ello, pero es difícil atribuir la crisis a un estallido repentino de maldad. La situación durante el boom que provocó la crisis se parecía más bien a la de una autopista en la que la mayoría de los coches sobrepasan un poco el límite de velocidad permitida. En una situación así, los conductores bienintencionados se limitan a adaptarse al tráfico. La U.S. Financial Crisis Inquiry Commission, en su informe final de 2011, describió el boom como una «locura», pero, fuera lo que fuese, no fue mayoritariamente criminal.
Y, si llevamos un poco más lejos la metáfora de la autopista, podríamos sugerir que los diseñadores de coches harían mejor si se limitaran a aplicar las nuevas tecnologías a una mejor gestión del tráfico de vehículos por parte de los conductores, con reguladores de velocidad mejorados, una información electrónica externa de los coches, e incluso vehículos que se conduzcan solos —nuevos sistemas complejos que permitirían a la gente llegar a sus destinos con mayor facilidad y seguridad—. Si éste es el futuro de nuestras autopistas, algo parecido debería ser también el futuro de nuestras instituciones financieras.