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Emmanuel Carrere - Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos

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Emmanuel Carrere Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos
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    Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos
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    www.papyrefb2.net
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Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos: resumen, descripción y anotación

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Para unos, Philip K. Dick no es más que el nombre de un escritor de ciencia ficción, cuyas obras inspiraron las películas de Blade Runner y Desafío Total. Para otros, es uno de los escritores esenciales del siglo XX. Y, para unos pocos, el agente de una auténtica Revelación. Una cuestión obsesiva que ha hecho de su vida caótica una extraña odisea espiritual: ¿Quién sabe lo que es realmente?, ¿Quién de nosotros puede probar, por ejemplo, que Alemania y Japón no ganaron la guerra, que vivimos en la Tierra, que somos hombres, que no estamos muertos? En California de los años sesenta, esas vertiginosas dudas llevaron a Dick a un encuentro con las drogas. Confió en que le darían acceso, más allá de los simulacros, a una Realidad Última. Se convirtió en un apóstol del LSD, un gurú de la contracultura. El hombre en el castillo, Ubik, La penúltima verdad, unas novelas que se mueven en el estrecho filo entre la revelación y la locura, fueron la Biblia psicodélica para toda una generación. Entonces el sueño se convirtió en pesadilla. El explorador de la conciencia se perdió dentro del laberinto. En 1974, tras los años de vagabundeo espantoso, tuvo una experiencia mística, y hasta el momento de su muerte se preguntó si era un profeta o el juguete de una psicosis paranoica, y si existía una diferencia entre ambos. A quien Dios habla ¿oye algo más que su propia voz?

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Para unos, Philip K. Dick no es más que el nombre de un escritor de ciencia ficción, cuyas obras inspiraron las películas de Blade Runner y Desafío Total. Para otros, es uno de los escritores esenciales del siglo XX. Y, para unos pocos, el agente de una auténtica Revelación.
Una cuestión obsesiva que ha hecho de su vida caótica una extraña odisea espiritual: ¿Quién sabe lo que es realmente?, ¿Quién de nosotros puede probar, por ejemplo, que Alemania y Japón no ganaron la guerra, que vivimos en la Tierra, que somos hombres, que no estamos muertos?
En California de los años sesenta, esas vertiginosas dudas llevaron a Dick a un encuentro con las drogas. Confió en que le darían acceso, más allá de los simulacros, a una Realidad Última. Se convirtió en un apóstol del LSD, un gurú de la contracultura. El hombre en el castillo, Ubik, La penúltima verdad, unas novelas que se mueven en el estrecho filo entre la revelación y la locura, fueron la Biblia psicodélica para toda una generación.
Entonces el sueño se convirtió en pesadilla. El explorador de la conciencia se perdió dentro del laberinto. En 1974, tras los años de vagabundeo espantoso, tuvo una experiencia mística, y hasta el momento de su muerte se preguntó si era un profeta o el juguete de una psicosis paranoica, y si existía una diferencia entre ambos.
A quien Dios habla ¿oye algo más que su propia voz?

Emmanuel Carrère
Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos
Philip K. Dick 1928 - 1982
minotauro
Título del original: Je mis vivant et vous êtes morts Philip K. Dick 1928 - 1982
Traducción de Marcelo Tombetta
Ilustración de cubierta: Retrato de Philip K. Dick The Religious Experience of Philip K. Dick © Robert Crumb, 1986
© Emmanuel Carrère et les Éditions du Seuil, 1993
© Ediciones Minotauro, 2002
ISBN: 978-84-450-7636-1
Apaños:Jack!2007
Segundos apaños:vampy815
Para Anne
«Estoy seguro de que no me creen, y de que tampoco creen que creo en lo que afirmo. Son libres de creerme o no, pero al menos crean esto: no estoy bromeando. Se trata de algo muy serio, algo muy importante. Tienen que pensar que, para mí también, el hecho de declarar algo así es una cosa terrible. Muchas personas aseguran recordar sus vidas anteriores. Yo, por mi parte, afirmo que puedo recordar una vida presente distinta. No conozco a nadie que haya hecho declaraciones como ésta, pero sospecho que mi experiencia no es única. Quizá lo sea el deseo de hablar de ella.»
Del discurso de Philip K. Dick en Metz,
el 24 de septiembre de 1977.
1
Berkeley
El 16 de diciembre de 1928, en Chicago, Dorothy Kindred Dick dio a luz a una pareja de mellizos prematuros de seis semanas y muy flacuchos los dos. Los llamaron Philip y Jane. Dicen que por ignorancia, porque la madre no tenía suficiente leche para alimentarlos y porque nadie, familiar o médico, le aconsejó el uso del biberón para completar la dieta, Dorothy dejó que los bebés pasaran hambre las primeras semanas de vida. Jane murió el 26 de enero.
La enterraron en el cementerio de Fort Morgan, en Colorado, de donde era originaria su familia paterna. Junto a su nombre, en la lápida, grabaron el nombre de su hermano, con la fecha de nacimiento, un guión y un espacio en blanco. Poco después los Dick partieron rumbo a California.
En las raras fotos de familia, Edgar Dick aparece con la cara afilada, un traje cruzado y un sombrero como el de los agentes del FBI en las películas sobre la Prohibición. Era en realidad un funcionario federal, pero del Departamento de Agricultura. Su misión consistía en controlar que el ganado hubiera sido sacrificado tal como declaraban los ganaderos, y, en caso contrario, debía encargarse él mismo de hacerlo; se daba una prima por cada animal muerto, y se cometían fraudes. Recorría al volante de su Buick los campos diezmados por la Depresión, entre gentes maltrechas y recelosas, capaces de agitar rencorosamente en las narices de un inspector la rata que asaban en un brasero improvisado. Su único consuelo durante esos viajes era el de encontrarse con ex combatientes como él. Enrolado como voluntario, de la guerra en Europa conservaba unos recuerdos heroicos, un grado de sargento y una máscara antigás que un día sacó de su estuche para jugar con su hijo de tres años. Pero a Phil no le hizo ninguna gracia. Al ver esas cavidades redondas y huecas y esa trompa de goma negra que colgaba siniestramente, dio un grito de terror creyendo que su padre se había transformado en un monstruo o un insecto gigante. Pasó varias semanas escudriñando la cara que se había vuelto normal, buscando y temiendo encontrar otras secuelas de la transformación. Los mimos aumentaban su desconfianza. Tras ese incidente desafortunado, Dorothy, que tenía ideas muy claras sobre la educación de los niños, levantaba los ojos al cielo y suspiraba furiosamente cada vez que se cruzaba con la mirada mortificada de Edgar.
Cuando se casaron, después de que él regresara del frente, decían que ella se parecía a Greta Garbo. Los años y una serie de enfermedades la habían transformado en un esperpento desprovisto de toda sensualidad, aunque no de cierta seducción autoritaria. Devoradora de libros, dividía a la humanidad en dos grupos: los que se consagran a una actividad creativa y los que no. Incapaz de concebir que existieran personas de valor fuera de la primera categoría, su vida transcurrió en una suerte de bovarismo puritano, rigurosamente intelectual, sin que nunca llegara a formar parte de ese círculo de elegidos que representaban para ella los autores publicados. Despreciaba a su marido, quien, aparte de temas militares, sólo se interesaba por el fútbol. Él intentó iniciar a Phil en su pasión llevándolo al estadio a escondidas de su madre; pero el niño, solidario con ella aun cuando se jactaba de desobedecerla, se negaba a entender por qué los adultos se excitaban alrededor de un balón ridículo.
Su infancia se parece a la de Loujine de Nabokov o a la de Glenn Gould, su contemporáneo y en ciertos aspectos su hermano espiritual: niños regordetes y taciturnos a los que se hace campeones de ajedrez o pianistas prodigiosos. Se loaba su calma, su gusto precoz por la música. Su mayor placer era esconderse en viejas cajas de cartón y pasar allí largas horas en silencio.
Tenía cinco años cuando sus padres se divorciaron, por iniciativa de Dorothy, quien obtuvo de un psiquiatra la confirmación de que su hijo no sufriría por la separación (se quejaría de ella durante toda su vida). Edgar no quería romper completamente, pero sus primeras visitas fueron recibidas tan fríamente que se desanimó y se marchó a Nevada. Dorothy se instaló con su hijo en Washington, con la esperanza de encontrar un trabajo más interesante y mejor pagado que el de secretaria.
Pasaron allí tres años horribles. Phil era muy pequeño cuando vivían en Chicago, y de la costa oeste sólo recordaba la bendición de su clima, descubriendo ahora con doloroso estupor la lluvia, el frío, la pobreza y la soledad. Su madre trabajaba todo el día en la Oficina Federal de la Infancia, corrigiendo pruebas de manuales pedagógicos. Al regresar de la escuela cuáquera en la que lo habían matriculado, y en la que los alumnos formaban un círculo invocando al Espíritu Santo para que se decidiera a hablar, Phil la esperaba durante horas y horas en la soledad de aquel apartamento triste y sombrío. Como volvía muy tarde y demasiado cansada para contarle cuentos, debía contarse a sí mismo los que ya conocía. Su cuento preferido era el de los tres deseos que un hada concede a una pareja de campesinos. «¡Quisiera una espléndida salchicha!», exclama la mujer. Y he aquí que la salchicha surgía ante sus ojos, provocando la ira del marido: «¿Estás loca? Derrochar así uno de los deseos. ¡Ojalá que la salchicha cuelgue para siempre de tu nariz!». Y he aquí la salchicha que cuelga de la nariz de la mujer, de la que sólo el tercer deseo podrá liberarla. A partir de ese modelo, el niño imaginó infinitas variantes. Después aprendió a leer y descubrió
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