Emmanuel Carrère
De vidas ajenas
Me acuerdo de que, la noche antes de la ola, Hélène y yo habíamos hablado de separarnos. No era complicado: no vivíamos bajo el mismo techo, no teníamos hijos en común, hasta podíamos pensar en seguir siendo amigos; sin embargo, era triste. Conservábamos en la memoria otra noche, justo después de habernos conocido, que pasamos repitiendo que nos habíamos encontrado, que viviríamos juntos el resto de nuestra vida, que envejeceríamos juntos e incluso que tendríamos una niña. Más tarde tuvimos una niña, en el momento en que escribo seguimos esperando envejecer juntos y nos complace pensar que lo comprendimos todo desde el principio. Pero desde aquel comienzo había transcurrido un año complicado, caótico, y lo que nos parecía cierto en el otoño de 2003, en el embeleso del flechazo, lo que nos sigue pareciendo cierto, en todo caso deseable, cinco años más tarde, ya no nos parecía en absoluto cierto ni deseable aquella noche de la Navidad de 2004, en nuestro bungalow del Hotel Eva Lanka. Por el contrario, estábamos seguros de que aquellas vacaciones eran las últimas, y que a pesar de nuestra buena voluntad habían sido un error. Acostados uno junto al otro, no nos atrevíamos a hablar de la primera vez, de aquella promesa en la que los dos habíamos creído con tanto fervor y que era evidente que no se cumpliría. No había hostilidad entre nosotros, simplemente nos veíamos alejarnos con pena: era una lástima. Yo rumiaba mi incapacidad de amar, tanto más patente porque Hélène era una persona muy amable. Pensaba que envejecería solo. Ella pensaba en otras cosas: en su hermana Juliette, que justo antes de partir nosotros había sido hospitalizada a causa de una embolia pulmonar. Hélène tenía miedo de que cayera gravemente enferma, de que se muriera. Yo alegaba que aquel miedo no era racional, pero colonizó enseguida todo el estado de ánimo de Hélène, y yo le reprochaba que se dejase invadir por algo en lo que yo no tenía ninguna participación. Salió a fumar un cigarrillo a la terraza del bungalow. La esperé tumbado en la cama, diciéndome: si vuelve pronto, si hacemos el amor, quizá no nos separemos, quizá envejezcamos juntos. Pero ella no volvió, se quedó sola en la terraza mirando cómo se iluminaba poco a poco el cielo, escuchando los primeros trinos de los pájaros, y yo, por mi lado, me quedé dormido, solo y triste, convencido de que mi vida iba a empeorar cada vez más.
Nos habíamos inscrito los cuatro, Hélène y su hijo, yo y el mío, para una clase de submarinismo en un pequeño club del pueblo vecino. Pero a Jean-Baptiste, después de la clase anterior, le dolía un oído y no quería volver a bucear, y nosotros estábamos cansados por la noche casi en blanco y habíamos decidido anularla. Rodrigue, el único que de verdad tenía ganas de ir, se sintió frustrado. Pues báñate en la piscina, le dijo Hélène. El habría querido que por lo menos alguien le acompañase a la playa, debajo del hotel, donde no se le permitía ir solo porque había corrientes peligrosas. Pero nadie quiso acompañarle, ni su madre ni yo ni Jean-Baptiste, que prefería leer en el bungalow. Jean-Baptiste tenía entonces trece años, yo le había impuesto más o menos aquellas vacaciones exóticas en compañía de una mujer a la que conocía poco y de un chico mucho más joven que él, y desde el comienzo de la estancia se aburría y nos lo daba a entender quedándose en su rincón. Cuando, enfadado, le pregunté si no quería estar allí, en Sri Lanka, me contestó de mala manera que sí, que estaba contento, pero que hacía demasiado calor y que donde mejor se sentía era en el bungalow, leyendo o jugando con la Game Boy. Era un preadolescente típico, en suma, y yo un padre típico de preadolescente, y me sorprendía de decirle, casi textualmente, las cosas que a mí a su edad me exasperaba tanto oír de boca de mis padres: deberías salir, tener curiosidad, para qué ha servido traerte tan lejos… Una pérdida de tiempo. Se metió en su madriguera y Rodrigue, abandonado, empezó a ir de un lado a otro y a hostigar a Hélène, que intentaba dormitar al borde de la inmensa piscina de agua de mar donde una alemana de edad pero increíblemente atlètica, que se parecía a Leni Riefenstahl, nadaba dos horas seguidas todas las mañanas. Yo, sin dejar de compadecerme por mi incapacidad de amar, fui donde los ayurvédicos, como llamábamos al grupo de suizos alemanes que ocupaban bungalows un poco separados y seguían un curso de yoga y de masajes indios tradicionales. Cuando no estaban en sesión plenaria con su maestro, a veces iba a hacer algunas posturas con ellos. Volví después a la piscina, ya habían servido los últimos desayunos y empezado a poner las mesas para la comida; pronto se plantearía la cuestión fastidiosa de qué íbamos a hacer por la tarde. Tres días después de nuestra llegada, ya habíamos visitado el templo en el bosque, dado de comer a los pequeños monos, visto a los budas yacentes y, a no ser que nos lanzáramos a hacer excursiones culturales más ambiciosas, que no nos tentaban a ninguno, ya habíamos agotado los recursos del lugar. O si no habríamos tenido que ser de esas personas que pueden pasarse días en un pueblo de pescadores y apasionarse por todo lo que hacen los autóctonos, por el mercado, las técnicas de reparación de redes, los rituales sociales de todo tipo. A mí no me apetecía y me reprochaba que no me apeteciese, me reprochaba no transmitir a mis hijos esta curiosidad generosa, esta agudeza de la mirada que admiro por ejemplo en Nicolas Bouvier. Me había traído El pez escorpión, un libro en que este escritor-viajero cuenta un año pasado en Galle, un pueblo grande situado a una treintena de kilómetros del lugar donde nos encontrábamos, en la costa sur de la isla. No es como Los caminos del mundo, su relato más célebre, un libro de admiración y celebración pero de derrota, de pérdida, de abismo más que rozado. Describe Ceilán como un sortilegio, en el sentido pérfido del término, no el de las guías turísticas para mochileros enrollados y recién casados. Bouvier estuvo a punto de perder la razón aquí y nuestra estancia, proyectada como un viaje de bodas o como un examen de grado para una eventual familia recompuesta, había fracasado. Fracasado suavemente, por otra parte, sin elementos trágicos ni riesgo. Yo empezaba a tener prisa por marcharme. Al atravesar el vestíbulo con claraboya, invadido por las buganvillas, me crucé con un cliente del hotel que se impacientaba porque no había manera de enviar un fax: la electricidad estaba cortada. En la recepción le habían dicho que había sucedido algo en el pueblo, que el origen del corte era un accidente, pero él no había entendido muy bien qué pasaba, lo único que esperaba era que no durase mucho tiempo porque su fax era muy importante. Me reuní con Hélène, que ya no dormía, y me dijo que pasaba algo raro.
La imagen siguiente es la de un pequeño grupo de clientes y personal del hotel, agolpados en una terraza al fondo del parque que domina el océano. A primera vista, extrañamente, no notamos nada. Todo parece normal. Después, es como si nos diéramos cuenta. Nos percatamos de que el agua está muy lejos. Entre la orilla de las olas y el pie del acantilado, la playa tiene normalmente una veintena de metros. Aquí se extiende hasta perderse de vista, gris, plana, centelleante bajo el sol nublado: se diría el Monte Saint- Michel con marea baja. También advertimos que está sembrada de objetos cuya escala no medimos al principio. Ese leño retorcido, ¿es una rama arrancada o un árbol? ¿Un árbol muy grande? Esa barca desmantelada, ¿no sería algo más que una barca? ¿No es claramente un barco, un bou, vomitado y roto como una cáscara de nuez? No se oye ningún ruido, ni un soplo agita los penachos de los cocoteros. No me acuerdo de las primeras palabras pronunciadas en el grupo al que nos hemos unido, pero en un momento dado alguien murmuró:
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