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Uribe - El taller del tiempo

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Uribe El taller del tiempo
  • Libro:
    El taller del tiempo
  • Autor:
  • Editor:
    Grupo Planeta - México;Tusquets Editores Mexico
  • Genre:
  • Año:
    2004;2014
  • Ciudad:
    Mexico;D.F
  • Índice:
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El taller del tiempo: resumen, descripción y anotación

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Durante una concurrida cena navideña, un joven vive en carne propia las peculiaridades y conflictos que su familia arrastra desde hace años. El clan, aparentemente tan normal como cualquier otro pero capaz de desplegar una violencia sorda e implacable, se asienta en torno a la estirpe de los Migueles (Miguel Primero, Miguel Segundo y Miguel Tercero), tres generaciones llamadas a no entenderse entre sí y sumidas en una lucha soterrada que podría culminar en tragedia. A medida que los miembros de la familia y los más allegados toman la palabra para narrar «su verdad», va construyéndose un mosaico de desencuentros y odios, amores, resignaciones y rebeldías, que tal vez explique por qué planea la tragedia sobre la familia. Una tragedia que quizá, si ese misterioso taller que es el tiempo lo permite, sólo los implicados puedan evitar.

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Índice Para AUA y MMC In memoriam Le sirvo un poco de vino joven - photo 1
Índice Para AUA y MMC In memoriam Le sirvo un poco de vino joven - photo 2
Índice

Para A.U.A y M.M.C.
In memoriam .

–¿Le sirvo un poco de vino, joven?

Era la primera vez que un mesero me hablaba de usted, la primera vez que alguien me llamaba joven , la primera vez que me ofrecían vino. Nerviosamente volteé a ver a mi madre, que estaba sentada a la izquierda. Ella echó un vistazo furtivo a la cabecera, donde mi padre platicaba con el anfitrión. Luego de comprobar que ambos estaban distraídos, mi madre asintió con un discreto movimiento de la cabeza. Bajo su mirada divertida me apresuré a probar el líquido color de sangre, cuya amargura me disgustó.

La mesa tenía la forma de una descomunal cerradura antigua. En la cabecera los adultos estaban dispuestos en semicírculo, según sus jerarquías o las alianzas del momento, alrededor de Miguel Primero, que era mi tío abuelo y también el patriarca de la familia. Hacia el extremo opuesto corría un rectángulo interminable, a cuyos lados más largos se alineaban los adolescentes y los niños de acuerdo con el orden menguante de sus estaturas. Tres generaciones convivían en esa época: la de los viejos que pasaban de los sesenta, como Miguel Primero, su mujer y unos cuantos tíos más; la intermedia, que iba desde los veinte de mis tías aún solteras hasta los cincuenta y pocos de mi padre; y la mía, que no cesaba de proliferar. Salvo por mi primo Miguel Tercero, aproximadamente de mi edad, yo era el mayor de la última camada. Pero ni él ni su madre, mi tía Silvia, ni tampoco su padre, mi tío Miguel Segundo, participaban desde hacía mucho tiempo, por razones conocidas sólo en la zona adulta de la mesa, de nuestras tumultuosas cenas anuales. Yo me había acostumbrado, no sin orgullo, a ser por default el más grande de los chicos . No se me ocurría que pudiera ser asimismo el más chico de los grandes . Cuando resultó que una de mis tías casaderas había preferido cenar con su novio a reunirse con la tribu, tardé unos instantes en comprender que mi madre me invitaba a sentarme a su lado. Era la Nochebuena de 1966, yo tenía trece años y de pronto me encontré en uno de los lugares reservados a los mayores.

Mi doble iniciación al consumo de alcohol y al grupo de los adultos basta quizá para justificar que mucho tiempo después yo esté recordando esa noche, pero no necesariamente para suponer que a alguien más le interesen mis recuerdos. Que ahora consigne por escrito esos hechos íntimos y baladíes se debe a su asociación con otras dos experiencias menos ordinarias, en las que comienza una historia que no me concierne sólo a mí. Una de ellas se entenderá más adelante. De la otra quiero advertir que es la única en verdad extraordinaria, que por eso habrá quien la considere como una fantasía y que para mí, sin embargo, fue y sigue siendo real.

Como tantas aventuras de la imaginación, ésta se originó en el aburrimiento. A los pocos minutos de estar sentado junto a mi madre yo había descubierto que la plática de los grandes no era forzosamente más entretenida que la algarabía de los chicos . Sin prestarme la menor atención los adultos hablaban de la Nochebuena pasada, de lo que cada quien había hecho desde entonces, de los parientes que no habían podido o querido venir. Antes de que me anonadara el tedio noté que nadie mencionaba al conspicuo Miguel Segundo entre los ausentes.

Mi silla estaba arrinconada en una de las curvas donde el semicírculo de la cabecera se unía al rectángulo que prolongaba la mesa. De modo no enteramente involuntario yo les daba la espalda a mis primos. Habría sido humillante, después de abandonarlos, volverme ahora para trabar con ellos aunque fuera un simulacro de conversación. Por ocuparme en algo vacié con rápidos sorbos mi copa de vino. Mientras me reponía del sabor amargo que no acababa de gustarme, el mesero la llenó de vuelta sin preguntar. Comprendí que esa segunda copa no me estaba permitida. No obstante, no encontré mejor procedimiento para ocultar el cuerpo del delito que despacharlo de un solo trago. La amargura se hizo más tolerable. Sentí una súbita euforia, ocasionada en partes iguales por el efecto del vino y por la conciencia de cometer un acto prohibido. No supe cómo el mesero había llenado mi copa otra vez. Quise apartarla, pero en ese instante mi madre decidió hacerme caso. Con su copa en alto brindó conmigo, creyendo que yo, como ella, apenas empezaba a beber. Cuando mi padre desde su lugar en la cabecera nos reprimió con una mirada inequívoca, ya era demasiado tarde. Los meseros aún no servían la cena y yo, por primera vez en mi vida, estaba borracho.

Sin levantarse de las sillas, los demás comensales giraban a mi alrededor. Sus voces, distorsionadas por la velocidad del movimiento giratorio, se entreveraban en un clamor indescifrable. Todo se fundía en una misma masa centrífuga. Todo así fundido se alejaba cada vez más rápido de mí. Repentinamente me hallé solo, ingrávido, casi incorpóreo, en el centro de una espiral vertiginosa.

Alguien más mundano habría atribuido esas sensaciones al exceso de vino. Yo debía mis escasos conocimientos del mundo a la lectura de unos cuantos libros y a ellos me atuve para explicar la irrealidad en que estaba extraviado. Rememoré en desorden algunos pasajes de La máquina del tiempo , que había leído en esas vacaciones. Evoqué después otros relatos con temas semejantes, escritos por autores menos memorables que H. G. Wells. De la maraña de fábulas de ciencia-ficción que entonces agotaban mis fuentes literarias derivé, intuitivamente, una conclusión singular. El tiempo, para mí, se había suspendido. Ya no estaba en 1966, con mis padres y mis tíos y mis primos en casa de Miguel Primero. No estaba de hecho en ninguna época, por lo que con sólo desearlo podía viajar a cualquiera.

Embebido en mis lucubraciones me dispuse a emprender el viaje. Era demasiado joven para interesarme en el pasado y lo descarté sin remordimientos. Una cifra se me impuso de modo automático cuando elegí el futuro, por la sencilla razón de que redondeaba mi edad. Como si fuera un personaje de la dudosa literatura que contaminaba mi fantasía, me adelanté treinta y siete años en el tiempo. Sólo una certeza tenía acerca de ese porvenir indefinido: que yo, por obra de una voluntad sobrehumana, estaba ahí. Era de modo simultáneo el adolescente de trece años que viajaba hacia allá y el hombre de cincuenta en que me convertiría al llegar.

Por encima de casi cuatro décadas le mandé un mensaje a ese extraño que sería también yo. Me dije, con frases que aún no me pertenecían, qué estaba haciendo en la Nochebuena del ‘66. Me dije que, por más importante que pudiera parecerme, tarde o temprano terminaría por olvidarlo como había olvidado buena parte de mi niñez. Me dije que para garantizar el experimento ayudaría al olvido. Me dije que no volvería a pensar ni una vez en que habíamos estado juntos, en que habíamos sido juntos, hasta que en algún día incierto de 2003 recordara o más bien restableciera fatalmente nuestra comunicación. Me dije que entonces los dos tendríamos la prueba de que en verdad habíamos comulgado, porque en el instante del recuerdo, que es éste en el que estoy escribiendo, volveríamos a ser uno solo y el mismo. Mientras las pronunciaba en mi conciencia me pareció que yo en el extremo opuesto del tiempo estaba escuchando mis propias palabras. Ahora que he revivido el acontecimiento por primera vez desde aquella noche me doy cuenta de que las veía. Ante mis ojos azorados se iban ordenando, como si otro yo me las dictara, en una superficie virtual que es la de este párrafo donde al cabo de treinta y siete años he reanudado el diálogo a través de las edades con el adolescente que fui.

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