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Douglas Adams - Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva

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Douglas Adams Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
  • Libro:
    Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
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  • Año:
    1991
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Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva: resumen, descripción y anotación

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Luz

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La historia de la Galaxia se ha vuelto un poco confusa por una serie de motivos. En parte porque los que intentan seguirle la pista andan un poco perplejos, pero también porque de todos modos han ocurrido cosas muy desconcertantes.

Una de las complicaciones se refiere a la velocidad de la luz y a los consiguientes obstáculos para rebasarla. Es imposible. Nada viaja más deprisa que la velocidad de la luz con la posible excepción de las malas noticias, que obedecen a sus propias leyes particulares. Los habitantes de Hingefreel, de Arkintoofle Menor, trataron de construir naves impulsadas por malas noticias, pero no les salió muy bien y, cuando llegaban a algún sitio donde realmente no tenían nada que hacer, solían dispensarles un recibimiento de lo más desagradable.

De manera que, en general, los pueblos de la Galaxia acabaron empantanados en sus propias confusiones locales y, durante mucho tiempo, la historia de la Galaxia tuvo un carácter marcadamente cosmológico.

Ello no quiere decir que no fuesen emprendedores. Intentaron enviar naves a lugares remotos, con fines guerreros o comerciales, pero normalmente tardaban miles de años en llegar. Y cuando finalmente alcanzaban su destino, va se habían descubierto otros medios de viajar que sorteaban la velocidad de la luz a través del hiperespacio, de modo que las batallas a las que habían enviado las flotas menos veloces que la luz ya estaban dirimidas desde hacía siglos.

Eso no impedía, desde luego, que sus tripulaciones quisieran librarlas a toda costa. Estaban entrenadas y dispuestas, habían dormido un par de milenios, venían desde muy lejos a cumplir una dura misión, y por Zarquon que la cumplirían.

Entonces fue cuando se produjeron las primeras confusiones importantes de la historia de la Galaxia, con guerras que volvían a estallar siglos después de que las cuestiones por las que al parecer se habían suscitado ya estuvieran arregladas. No obstante, tales confusiones no eran nada comparadas con las que los esforzados historiadores tenían que resolver una vez descubiertos los viajes a través del tiempo, cuando empezaron a pre-estallar guerras cientos de años antes de que se produjeran siquiera los contenciosos. Cuando apareció la Propulsión de la Improbabilidad Infinita y planetas enteros empezaron inesperadamente a volverse completamente majaras, la gran Facultad de Historia de la Universidad de MaximégaIon acabó por tirar la toalla, cerrando sus puertas y cediendo sus edificios a la Facultad conjunta de Teología y Waterpolo, que experimentaba un rápido crecimiento y desde hacía años andaba tras ellos.

Eso está muy bien, desde luego, pero casi con toda seguridad significa que nadie sabrá exactamente, por ejemplo, de dónde procedían los grebulones ni qué pretendían. Y es una pena, porque si nadie hubiera sabido nada de ellos es posible que se hubiera evitado una catástrofe de lo más terrible; o al menos hubiera ocurrido de un modo diferente.

Clic, hum.

La enorme nave gris de reconocimiento de los grebulones viajaba en silencio por el negro vacío. Iba a una velocidad fabulosa, de vértigo, pero frente al destellante marco de billones de estrellas remotas parecía no moverse en absoluto. No era más que una mota oscura, fija sobre una noche infinita de brillantes granulaciones.

A bordo de la nave, todo seguía como desde hacía milenios: profundamente oscuro y silencioso.

Clic, hum.

Bueno, casi todo.

Clic, clic, hum.

Clic, hum, clic, hum, clic, hum.

Clic, clic, clic, clic, clic, hum.

Hummm.

Un programa de control de nivel bajo despertó a un programa de control de nivel ligeramente superior en las profundidades del semisoñoliento cibercerebro de la nave y le informó de que siempre que emitía un clic lo único que recibía era un hum.

El programa de control de nivel superior preguntó qué tenía que recibir, y el programa de control de nivel bajo contestó que no lo recordaba exactamente, pero probablemente una especie de suspiro lejano y satisfecho, ¿no? Ignoraba qué era ese hum. Clic, hum, clic, hum. Eso era lo único que recibía.

El programa de control de nivel superior consideró la respuesta y no le gustó. Preguntó al programa de control bajo qué era lo que estaba supervisando, y el programa de control de nivel bajo contestó que tampoco se acordaba, sólo que era algo que debía hacer clic y suspirar cada diez años o así, lo que normalmente ocurría sin falta. Había intentado consultar su tabla de comprobación de errores pero no la encontró, por lo que comunicó el problema al programa de control de nivel superior.

El programa de control de nivel superior fue a consultar una de sus tablas de comprobación de errores para averiguar qué debía supervisar el programa de control de nivel bajo.

No la encontró.

Qué raro.

Volvió a mirar. Sólo recibió un mensaje de error. Intentó comprobar el mensaje de error en su tabla de comprobación de mensajes de error pero tampoco la encontró. Volvió a repetir la operación, dejando pasar unos nanosegundos. Luego despertó a su control funcional de sector.

El control funcional de sector detectó problemas evidentes. Llamó a su agente supervisor, que también tropezó con dificultades. Al cabo de unas cuantas millonésimas de segundo, circuitos virtuales que habían estado inactivos, unos durante años, otros siglos, empezaron a dar señales de vida por toda la nave. En alguna parte había algo que iba horriblemente mal, pero ninguno de los programas de control sabía de qué se trataba. En todos los niveles faltaban las instrucciones fundamentales, pero las directrices sobre qué hacer en caso de descubrir que faltaran instrucciones fundamentales también faltaban.

Pequeños módulos de soporte magnético— agentes— aparecieron en todas las pistas lógicas, agrupándose, celebrando consultas, volviendo a agruparse. Rápidamente establecieron que toda la memoria de la nave, hasta el mismo módulo de misión central, estaba hecha un pingajo. Por muchas indagaciones que se hicieron, no pudo determinarse lo que había sucedido. Incluso el módulo de misión central parecía averiado.

Lo que hizo que el problema pudiera abordarse de la forma más sencilla: cambiando el módulo de misión central. Había otro, una copia de seguridad, duplicado exacto del original. Debía sustituirse físicamente porque, por motivos de seguridad, no podía realizarse interconexión alguna entre el original y la copia. Una vez sustituido, el módulo de misión central se encargaría de supervisar la reconstrucción del resto del sistema hasta el último detalle, y todo marcharía bien.

Los robots recibieron órdenes de sacar de la cámara acorazada, donde se guardaba, la copia de seguridad del módulo de misión central para instalarla en la cámara lógica de la nave.

Ello supuso un largo intercambio de códigos y protocolos de emergencia mientras los robots interrogaban a los agentes sobre la autenticidad de las instrucciones. Los robots quedaron al fin satisfechos, todos los procedimientos eran correctos. Desembalaron el módulo de misión central, lo sacaron de la cámara de almacenamiento, se cayeron de la nave y se precipitaron vertiginosamente en el vacío.

Lo que dio la primera pista importante de lo que andaba mal.

Nuevas investigaciones dejaron pronto aclarado lo que había sucedido. Un meteorito había chocado con la nave, produciendo un enorme agujero. La nave no lo había detectado antes porque el meteorito se estrelló precisamente en la parte que contenía el equipo de proceso de datos que debía detectar si algún meteorito entraba en colisión con la nave.

Lo primero que había que hacer era tratar de cerrar el agujero. Resultó imposible, porque los sensores de la nave fueron incapaces de localizarlo y los controles que debían indicar cualquier fallo en los sensores no funcionaban como era debido y repetían que los sensores marchaban perfectamente. La nave sólo podía deducir la existencia de una cavidad por el hecho evidente de que los robots se habían caído por un agujero, llevándose con ellos el cerebro de repuesto que hubiera permitido detectarlo.

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